Tras descubrir en el altillo de su casa siete cajas con documentos de su familia de origen judío, la barcelonesa realiza un viaje por todo el mundo para reencontrarse con su “segunda familia” | “Identidad es la suma de cultura, tradición y lengua; si se respetan esas tres cosas un pueblo funciona” | “¿Por qué no me lo contaste antes, estos años en que te cuidé?, le diría a mi madre, pero la entiendo”
Este octubre se cumplen doce años desde que murió la madre de Dory Sontheimer. En los últimos tiempos, entre delirios, olvidó el castellano y sólo pronunciaba frases en alemán: “Ahora vendrá la Gestapo y se nos llevará…”. Su hija siempre pensó que sólo era producto de su agonía.
Tras morir su madre, Dory encontró en el altillo de su habitación de soltera siete cajas con centenares de cartas, documentos, fotografías. Fue así como se enteró de las claves de su procedencia judía. De que sus padres se habían refugiado aquí huyendo de la diáspora. De que cambiaron sus nombres, su identidad, su religión, desposeídos de todo para empezar de cero. De que sus abuelos fueron víctimas del exterminio nazi. Allí, en el interior de las cajas estaban todos esos detalles espeluznantes, desgranados.
Dory, hasta entonces una farmacéutica que hablaba siete idiomas, recuperó fuerzas para escribir un libro, Las siete cajas (Ed. Circe) que hoy es un testimonio tejido con talento, sentimiento y secuelas. Está viajando por todo el mundo para reencontrarse con su “segunda familia”, que a su vez también deben conservar sus propias “cajas”.
Hay dos Dory: una antes de los 54 años y otra después, cuando descubre que sus abuelos fueron víctimas del exterminio nazi.
De algún modo es así como lo siento. Te casas, tienes hijos, trabajas, la vorágine diaria te convierte en una autómata… Y de repente, un día, te encuentras con una historia que jamás imaginaste. Empiezas a hurgar en ella y te planteas muchas cosas…
¿Hubiera preferido no descubrir alguna de esas cosas?
¡Uff! Duele, hay cosas que duelen… Me emociono, perdone. Pero no me arrepiento, no. Aunque dudé mu-chíiii-si-mo, en sacar la historia a la luz. Exponerme y decir a todos: nuestros orígenes son judíos. Hay quien todavía ve algo despectivo en el término. Es más, yo no conocía a ningún judío antes de saber que venía de ellos.
Fue educada como católica. Su familia, de misa semanal.
Sí, sí, mis padres nos llevaban a misa los domingos. Pienso que lo hacían para protegerse, blindarse, cubrir el expediente de la época entre el vecindario. Pero mi padre, realmente, no era practicante. Repetía que sólo creía en la ética y la moral y que esos valores no tenían ni raza ni religión. Yo crecí con ese discurso grabado.
Entiendo que en su casa nunca se habló de política.
Jamás. Al revés, al revés. Si alguna vez yo, que era más revolucionaria, emitía alguna opinión en voz alta mi madre me cortaba: “no hables, no sigas, calla, calla”.
Un socorrido lema burgués: “no te signifiques”
Exactamente. “No te metas en nada”. Y hoy, si me pide que me defina políticamente le diré que soy “liberal” y me niego a ser etiquetada. No quiero ningún carnet; así resguardo mi libertad de escoger en cada momento. Y este es un momento convulso.
¿Hacia dónde le gustaría que virara Catalunya?
A ver, a través de mi historia lo que sí he entendido muy bien es lo que significa la identidad. Identidad es la suma de cultura, tradiciones y lengua. Estas tres cosas son sagradas y si se respetan… un pueblo funciona.
Hemos visto fotos de sus padres, muy jóvenes, en Sitges, en Sant Pol… Su padre, Kurt, se convirtió en Conrado y su madre, Rosl, en Rosita. ¿Qué significó para ellos Catalunya?
La salvación, el modo de normalizar sus vidas. Creo que fueron un ejemplo de integración a una sociedad, aunque en casa se hablara castellano, no catalán. Cosas de la época. Y alemán, claro.
Su padre les recortó el apellido para borrar sus orígenes.
Por miedo justificado: desapareció prácticamente toda la familia. Mi padre recortó Sontheimer, para protegernos, y lo dejó en Sont.
Desde que descubrió el infierno de sus antepasados, ¿algo ha cambiado en sus creencias?
No, ni en mi identidad. He llorado mucho pero no he tenido ninguna crisis de fe, sólo que ahora veo el mundo desde una perspectiva más abierta: multirreligiosa, multirracial, multiidentitaria.
Esas siete cajas numeradas y rotuladas, su herencia, las dejaron en el altillo para que alguien las descubriera.
Sí, estoy segura, segura. De lo contrario las habrían quemado.
Y sin embargo mantuvieron el silencio durante toda su vida. El silencio duele, se enquista.
El silencio culpabiliza. Si lo mantienes es como si asumieras que has hecho algo malo. Por eso yo quise romperlo. Liberarles.
¿Qué pregunta le quedó por hacer a su madre? Si pudiera… ¿Por qué no me lo contaste antes? ¿Por qué no me dijiste nada de esos horrores cuando yo ya era adulta, estos últimos años en que te cuidé? Al morir mi padre, ella se derrumbó. Ya no tenía cómplice para su secreto. Tocó fondo. Yo, entonces, no entendí… ¿por qué se hunde, ella que siempre ha sido tan enérgica? Ahora lo sé. ¡Los secretos pesan mucho!
Y usted, que era farmacéutica, a raíz de su descubrimiento decide matricularse de Historia en la universidad.
¡Estoy en ello! Y también me matriculé en cursos de narrativa del Ateneu. Al principio mis hijos me dijeron “tienes que explicar todo esto”. Pero, ¿por dónde empezar? Formarme me ayudó.
Son documentos difíciles de digerir. ¿En algún momento se quedó bloqueada ante alguna de esas cartas?
Con esta carpeta que tiene usted delante: las cartas que enviaban mis abuelos a mis padres. Están todas, desde que les deportaron.
¿Las cartas de Lina? Son escalofriantes.
Sí, explican el frío que tienen, el hambre que sienten, la desolación, el abuelo con ese dolor en su cuerpo, renqueando…
Sin embargo parece que relatan ese horror desde la cotidianidad. ¿Qué hace que alguien, al límite, no tire la toalla?
La capacidad que tenemos de esperar. La esperanza. Estoy convencida de que ellos, hasta el último momento, creyeron que podrían ser rescatados del infierno por sus dos hijos, mis padres.
Un sentimiento atroz, supongo: unos padres -sus abuelos- logran salvar a sus hijos al enviarlos a España. Pero esos hijos no consiguen traerlos aquí y reencontrarse.
No se me ocurre otro dolor peor. Me pongo en la piel de mi madre y ahora la entiendo, ese lastre del fracaso.
Hay fotos de ellos en Val d’Aran. A punto de lograrlo.
Sí, contactaron con guías… Pero nada, quedaron a 30 kilómetros de la frontera.
Mientras estaba escribiendo el libro, ¿alguna vez soñó con sus antepasados?
¡Ohh! Muchísimo, me he pasado tres años soñando. Se me repetían cosas que me horrorizan: esos vagones de tren, por ejemplo, y ellos ahí hacinados. ¡Esa imagen! ¿Cómo puede el ser humano llegar a ese nivel de atrocidad? esa pérdida de dignidad…
En una nota apuntan “los que van al este desaparecen”.
Porque ellos intuyen que van a la muerte. Para mi resulta demencial cómo una sociedad culta y civilizada puede llegar a ese nivel de deshumanización.
¿Todavía le sorprende?
Sí, pienso ¿a qué chip le dan para llegar a considerar normal la industrialización de la muerte? Y todavía te encuentras gente que intenta justificártelo.
¿Se ha topado con algún comentario desagradable?
Sí, en las redes sociales. Del estilo, “esta tipeja, que habla del holocausto para darnos pena”. Les diría que abran su mente, que estudien lo que pasó, que impidan la repetición de errores.
Mañana estará en Boston y conocerá a otro miembro de su familia, en esa red que usted ha construido tirando del hilo. También tendrán sus cajas…
Cada reencuentro es más emocionante que el anterior. Quiero que reconstruyan sus vidas como yo hice con la mía. Y ese será el próximo libro. En casa ahora tenemos de todo: judíos, católicos, agnósticos… Pero siendo tan distintos hay un rasgo que nos une a todos: el nivel cultural. No sé si es porque en la Torá se especifica que los niños, desde los tres años, deben ser intensamente instruidos, pero es así…
Me consta que se indigna cuando escucha tertulias sobre el conflicto palestino israelí.
Me da rabia, coraje, mucho coraje, que algunos hablen con tal desconocimiento. Me molesta que se juzgue sin conocer. Del tema palestino israelí yo no quiero pontificar, aún no soy historiadora ni socióloga. Pero a veces te das cuenta de que hablan desde el púlpito quienes no saben nada.
Conflicto eterno, enrocados, sin resolución a la vista.
Mire, a mí me duele tanto la muerte de un niño palestino como la de un niño judío. ¡Y si la sociedad civil palestina quiere la paz la israelita también! Pero no veo un final. La resolución del año 46 nos trajo el reconocimiento del estado de Israel por parte de Naciones Unidas… y muchos países árabes aún no lo han reconocido. ¿De qué van a hablar si no hay un previo reconocimiento?
“El que ha sufrido el mal puede olvidarlo, jamás el que lo ha causado” ¿Por qué escogió esa cita de Maret?
Porque estoy convencida. Para todo el pueblo judío asimilar qué han hecho con ellos es traumático; pero la mayoría -al margen de excepciones- no ha mostrado rencor hacia el mundo. Mañana veré a mi primo en Boston, octogenario: estuvo en un gueto, la Gestapo mató a su padre, sus abuelos fueron gaseados… ¡y él ha resurgido de todo eso!
La capacidad de superación ¿tiene explicación plausible?
Sufrir en la distancia. Esos recuperaron una segunda vida. Pero quienes vivieron desde dentro, en Auschwitz, esos no lograron superarlo. Muchos se suicidaron.
¿A quién se parece usted?
A Dorly, la hermana de mi padre. Es la mujer que sale en la foto de la portada, a la derecha, con su armiño. Me siento identificada con ella, su personalidad, positiva, enérgica. Sólo vivió 28 años.
Tagore, Zweig, Familia
“Cuando mi voz calle con la muerte / mi corazón te seguirá hablando”. “Esto –que un día dijo Tagore– es lo que siento que mis abuelos, Lina y Eduard, me están transmitiendo…”, explica Dory Sontheimer. En su mesita de noche, El candelabro enterrado, de Stefan Zweig, donde se explica la Menorá, símbolo del judaísmo.
La han llamado incluso vecinos de la casa de Muntaner 478 donde vivieron sus padres. “Alguien me dijo que desde que estoy en este lío soy más humana. Me hizo gracia. Igual sí”. Dory tiene siete nietos a quienes trasladar el sentido de la responsabilidad y la moral. “Admiro a quienes tienen un sentimiento profundo de la religión pero la responsabilidad y la moral no son patrimonio suyo”. La película llegará –ella imagina a Meryl Streep en el papel– y su marido, Josep M. Gil-Vernet, cirujano infantil, la seguirá acompañando en sus viajes, “es un hombre muy inteligente, tranquilo, me ha ayudado muchísimo, sin él no hubiera podido hacerlo”, dice y se le quiebra la voz.
Fuente: La Vanguardia
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