La guerra de Obama

GABRIEL ALBIAC

“Como es natural, las gentes de buen corazón pensarán que hay algún medio ingenioso de desarmar o derrotar al enemigo sin excesivo derramamiento de sangre…” He buscado el De la guerra de Carl Clausewitz en la biblioteca. Conviene, cuando el empalago de las buenas intenciones abre vía a lo peor, hacerse fuerte en el frío análisis. Obama lleva meses hundiendo a su país –y, como consecuencia, a Europa– en el letal pantano de una indecisa “guerra humanitaria”: de algo que, aun siendo una guerra, no generara costes. El resultado ha sido, tras la marcha atrás en Siria y la retirada en Irak, la instauración del Califato. Y el exterminio masivo de civiles, a cargo de un yihadismo al cual se cedió gratis el control de esa zona, que sólo la presencia militar norteamericana mantenía estable. “Como es natural, las gentes de buen corazón pensarán que hay algún medio ingenioso de desarmar o derrotar al enemigo sin excesivo derramamiento de sangre y quizá imaginen que ésta es la verdadera finalidad del arte de la guerra. Aunque sugestiva –concluye Clausewitz–, esta idea es una falacia que es preciso desvelar: la guerra es un asunto tan peligroso que los errores debidos a la benevolencia son los más graves de todos”. Los que, al final, más multiplican víctimas.

La llegada de Obama a la Casa Blanca fue un acontecimiento. Histórico. No político. Perduraban dos grietas en la mitología americana: la femenina y la racial. A la hora de primar cuál de las dos cerrar, se apostó por la segunda. Tenía lógica: las pervivencias del esclavismo fueron la lacra mayor de los EE.UU. Pero los candidatos para soldar esas dos fisuras eran de entidad muy distinta: Hillary Clinton estaba en su plenitud, Barak Obama apenas iniciaba su carrera. La urgencia histórica forzó a apostar por un candidato prematuro. Su consagración, con un premio Nobel de la paz que era más inversión de futuro que recompensa por lo ya hecho (nada), no era buen presagio: se inventaba un arquetipo a la medida de las buenas intenciones. Y las buenas intenciones, cuando hay guerras por medio, generan los peores exterminios.

El presidente de una primera potencia mundial no puede hacer proclamas pacifistas. Sin llevar a todo el mundo al desastre. Así fue. A un altísimo coste material y humano, Bush había logrado ganar la guerra en Irak. Que el ejército estadounidense permaneciese sobre el territorio era de lógica militar básica. El día en el que Obama dio la orden de retirar esas tropas, dictó también la sentencia de muerte para una población atravesada por el odio religioso. No hubo sorpresa luego. Y la guerra que ganó Bush se convirtió en la guerra perdida que se está tragando a decenas de miles de civiles a manos de la forma más bestial del en sí bestial islamismo: el Califato Islámico de Abú Baker al-Bagdadí.

Al error se suma ahora el ridículo. Obama retorna a la guerra. Para eludir malas imágenes internas, lo hace tan sólo desde el aire. Para eludir malas imágenes internacionales, lo hace de la mano de una coalición muy amplia, a la cual encomienda esas operaciones de infantería sin las cuales el trabajo de la aviación es poco más que fuego fatuo. Que de la coalición formen parte el mismo Qatar que financia al Califato Islámico y la misma Turquía que apuesta por que el Califato Islámico le extermine gratis a los odiados kurdos, no parece contar demasiado para el pacifista de la Casa Blanca.

Y uno sueña –pero de nada sirve– que tal vez Hillary Clinton sí hubiera entendido a Clausewitz.