JORGE ROZEMBLUM
En estas semanas de “ausencia editorial” se me han acumulado las emociones de dolor e indignación. En las últimas horas, por ejemplo, la barbarie ha vuelto a adueñarse de las vías de Jerusalén con un atentado (mortal, de momento, para una bebé de tres meses) por atropello, que muchos medios españoles calificaron de “supuesto” o “accidente”, haciendo oídos sordos y ojos ciegos a las evidencias de un joven militante de Hamás, encarcelado por ello, reivindicado por el grupo terrorista y vitoreado como un héroe no sólo en Gaza sino en la propia cuenta oficial de Twitter del partido que gobierna en Cisjordania. Una “heroicidad” inspirada sin duda en un acto similar de apenas unos días antes en Canadá, cuando un yihadista del Estado Islámico realizó similares “accidentes” a la salida de un centro comercial. Parafraseando a Gertrude Stein, se demuestra que “un terrorista es un terrorista es un terrorista”.
¿Cómo puede defenderse una democracia de este tipo de ataques? Ya no hablamos de armas convencionales, ni siquiera de armas en sentido estricto, sino de cualquier elemento capaz de causar la muerte a la mayor cantidad de gente posible. ¿Se les prohibirá a los potenciales terroristas que detecten los servicios de inteligencia que conduzcan coches? ¿O que suban a un autobús y decapiten a su conductor para hacerse con una herramienta potencialmente más devastadora? ¿Alguien se atreverá a encerrarlos de forma preventiva o a cercar con una valla o muro sus poblaciones? De todo eso se acusa cotidianamente a Israel, bajo amenaza de boicots, sanciones y desinversiones, cuando el problema que surge allí justamente es por no utilizar estos mecanismos, a menos que sean legislados y ordenados por la justicia.
Que el fenómeno del terrorismo islamista no amenaza sólo a Israel, ya lo sabemos desde hace algunos años en EE.UU., Reino Unido o España, pero también en los países árabes musulmanes, y cada día afecta a más: desde Bulgaria a Bélgica, desde Canadá a la India, y no tardará en llegar allí donde los gobiernos (como algunos del continente americano) no sean cómplices financieros e ideológicos del “asalto a los cielos” por la cimatarra o los medios de transporte (aviones, trenes, autobuses, retroexcavadoras, simples coches). Y tampoco ellos se librarán finalmente, porque fuera de “las milicias” (como muchos medios españoles califican todavía a grupos terroristas como Hezbolá) no hay fronteras para barrer a los infieles, ni siquiera dentro del Corán (si no es bajo las interpretaciones maliciosas con que los ayatolás chiitas o los clérigos saudíes han emponzoñado el mundo árabe).
Como decía el tango Cambalache, asombrado y temeroso del siglo XX que empezaba, no es un accidente, sino un “atropello a la razón”, sólo comparable a la locura totalitaria que entonces barría Europa y que hoy, en el siglo XXI, reivindica una marcha atrás de 700 años. Y son los nostálgicos de la locura denunciada por aquella canción, de derechas e izquierdas, los que caen embriagados por la violencia como herramienta política, propiciando alianzas “contra natura” con los que, hasta ayer en términos históricos, eran el “opio de los pueblos” o simplemente “salvajes”.
Y es que, en definitiva, un terrorista es un resistente es un revolucionario. Es un asesino.
Shabat Shalom
*El autor es director de Radio Sefarad.
Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.
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