Piedras vivas de Armenia en el Líbano

FERNANDO JOSÉ VAQUERO OROQUIETA*

 

Víctima de un genocidio perpetrado hace 99 años y tozudamente negado por las sucesivas autoridades turcas, un nuevo éxodo aflige al pueblo armenio. En esta ocasión son sus comunidades radicadas en Siria e Irak las perseguidas, en el fragor del recrudecimiento de la guerra, en ambos países, provocado por la irrupción brutal y victoriosa del Estado Islámico de Irak y Levante (ISIS) y otras facciones islamistas radicales, como el Frente al-Nusra (adherido a Al Qaeda).

En Siria vivían unos 120.000 armenios antes de la presente crisis humanitaria; 80.000 de ellos en la todavía hoy martirizada ciudad de Alepo. La mayor parte de estos últimos ya han abandonado el país; así como los antaño residentes en localidades casi enteramente armenias (caso de Kaassab). Como iconoclastas extremos, los terroristas de ISIS, además de haber provocado este nuevo éxodo, también se han dirigido contra el patrimonio histórico y material del pueblo armenio. Ha sido el caso de la destrucción, el pasado 21 de septiembre, por militantes de esa facción, del memorial del Genocidio Armenio de la Iglesia de los Santos Mártires, que albergaba restos de innumerables víctimas, situado en e​l desierto de​ Der Zor, ​al noreste de ​Siria; precisamente allí, donde cientos de miles de armenios murieron a partir de 1915 -de hambre, sed y malos tratos- en la deportación perpetrada por las fuerzas turcas en el marco del genocidio armenio.

Por lo que respecta a Irak, unos 22.000 armenios permanecían en el país del Tigris y el Éufrates; principalmente en las ciudades de Bagdad, Basora, Kirkuk y Mosul. Pero ha sido forzada a emigrar la inmensa mayoría de quienes habitaban allí donde el ISIS se ha hecho fuerte: en el territorio mayoritariamente sunita de Irak en el que han proclamado el Califato. Como ejemplo paradigmático de este desastre –uno de tantos y no el más dramático- recordemos cómo la iglesia armenia Surp Echmiadzín de Mosul resultó incendiada tras la entrada de ISIS en la segunda gran ciudad de Irak el 10 de junio de 2014.

Una parte significativa de estos armenios, ahora refugiados como ya lo fueron sus antepasados en sucesivas oleadas, se han establecido en Líbano, donde ya radicaba una comunidad de unas 150.000 personas (descendientes en gran medida de supervivientes del genocidio que sufrió Armenia occidental, o Cilicia) y, en menor medida, en la actual Armenia.

Líbano es un pequeño, complicado e inestable país, de una extensión muy similar a mi Navarra natal. Está atravesado por dos cordilleras paralelas a su costa, de 225 kilómetros de longitud, el Chouf contiguo a Monte Líbano y el Antilíbano fronterizo con Siria. Entre ambas se sitúa el fértil valle central de la Bekaa, a 700 metros de altura, en el que se genera una riqueza agrícola formidable que surte de magníficos alimentos a buena parte de Próximo Oriente; albergando, además, las mayores ruinas en pie de la Roma imperial. Las más altas cimas de sus -en buena medida- desforestadas montañas, de más de 3.000 metros de altitud, acogen grandes nevadas que pueden disfrutarse buena la mayor parte del año. Y en unas pocas de sus bíblicas laderas pueden visitarse, todavía, las últimas reservas de los milenarios cedros. Con todo, apenas un 38% de esta tierra es cultivable. En contraste con esta formidable naturaleza, lamentablemente, se sufre una terrorífica contaminación urbana; observándose a simple vista numerosos desastres ambientales y ecológicos provocados por construcciones arbitrarias y otras intervenciones sobre el terreno.

 

Sus primeros habitantes, ya en el Neolítico, excavaron las primeras habitaciones en roca de la humanidad; les sucederían fenicios, egipcios, asirios, hicsos, macedonios, griegos, romanos, bizantinos, árabes, cruzados, mamelucos, otomanos, armenios, franceses, kurdos, sirios… ¡En Líbano se inventó la escritura y predicó Jesucristo!

Unos cuatro millones de libaneses se apiñan en ese exiguo territorio, abrupto y montañoso, junto a otro millón –acaso- de inmigrantes que realizan los trabajos que no quieren los autóctonos para sí, más dos millones de novísimos refugiados sirios, otro millón de palestinos, varios cientos de miles de kurdos…

Los contrastes del país, también desde la perspectiva de la geografía humana, son abismales. Gigantescas urbes como Beirut y, en menor medida, Trípoli; por contra, cientos de pequeños pueblos de montaña, con decenas de millares de casas en parsimoniosa edificación. Y la riqueza más opulenta y descarada que contrasta –dolorosamente- con la miseria de quienes poseen muy poco…

Mencionemos, por último, la existencia de, nada menos, 18 comunidades de base religiosa: cristianos (católicos, ortodoxos y protestantes) y musulmanes (sunitas, chiís, drusos, alauitas).

Semejante mixtura ha provocada, también a resultas –en parte- de la descolonización francesa, una confrontación civil permanente. Por ello, Líbano ha sido, y lo sigue siendo, campo de batalla del imperialismo europeo en su día, del nacionalismo libanés, del panarabismo de Nasser, del ideal de la Gran Siria del Baas y de Anton Saade, de quienes han redescubierto como ideal político la Umma de los “califas perfectos” (que ha llevado a algunos libaneses a las filas de Al Qaeda y Estado Islámico), del formidable resurgir chií de la mano de Hezbolá y Amal animado por Teherán…

No podía ser de otro modo: el país permanece profundamente dividido entre numerosos partidos políticos antagónicos, que responden a intereses propios de clanes familiares y clientelares, más que a académicos criterios ideológicos. Siendo su línea divisoria “a favor o en contra del régimen de Bachar el-Assad en Siria”, unos 20 partidos están representados en el parlamento nacional, padeciendo un gobierno endémicamente débil; contrarrestados ambos por una sociedad estructurada desde sus comunidades y lealtades reales. El ejército nacional libanés, única estructura transversal y de autoridad reconocida, pese a su escasa capacidad y arrojo bélico, está desplegado por todo el país. No obstante, la principal y más acreditada fuerza armada del país es la milicia de Hezbolá: mini-estado, partido, ¿ex-grupo terrorista?

Cuando el visitante accede al centro de Beirut, desde la autovía que pasa por el aeropuerto, tras el impacto causado por los suburbios chiís del sur controlados por Hezbolá (cuya fisonomía es más propia de una ciudad norafricana, por ejemplo, los farragosos barrios de El Cairo o Casablanca, salvo por la omnipresente iconografía chií y pro-iraní), los primeros edificios que reclaman poderosamente su atención son unas iglesias de evidente e inapelable factura armenia. Los armenios de Beirut, no obstante, se concentran en dos concretos barrios de tan moderna como caótica urbe: Burj Hamud, en el que residen acaso unos 50.000 de ellos, y, en menor medida, Antelias.

 

Otras decenas de miles armenios viven por el resto del país; una parte significativa de ellos concentrados en localidades enteramente armenias; como Anjar, en la llanura de la Bekaa. Esta villa -cuidada, limpia y ordenada, que linda con la vecina Siria- era visitada, con anterioridad al recrudecimiento de la violencia en esta área, por decenas de miles de turistas que se aproximaban a los restos de la ciudad omeya de Anjar y a las inauditas y desbordantes ruinas romanas de Baalbek.

 

En el sistema del estado confesional libanés, la comunidad de origen armenio participa con seis diputados en el parlamento; siendo sus partidos políticos más importantes el Hunchak (próximo a la anti-siria Alianza 14 de Marzo) y el Tachnag (asociado a la Alianza 8 de Marzo, controlada por Hezbolá). Y, desde 1943, es común la presencia de algún ministro armenio en los sucesivos gobiernos libaneses.

 

Los armenios del Líbano, al igual que sus hermanos de diáspora en otras latitudes y continentes, conservan celosamente su lengua, su religión (mayoritariamente ortodoxa, existiendo también una comunidad católica y otra evangélica), su antigua cultura, y sus lazos sanguíneos. Cuentan con sus propias escuelas; además de la prestigiosa universidad Haigazian en Beirut, fundada en 1955. Allí donde viven mayoritariamente armenios, barrio o pueblo, se evidencia el orden y la limpieza públicos. Existen, además, numerosas asociaciones filantrópicas y caritativas, así como asilos, dispensarios y hospitales; muy apreciados por el resto de libaneses.

 

Cuando se conversa con libaneses, sea el que fuere su credo o condición, u otros veteranos residentes, todos coinciden en destacar el espíritu de solidaridad de los armenios, que “tienen palabra”, y que son “gente de trabajo”.

 

Con todo, el centro de sus vidas siguen siendo sus características y bellísimas iglesias, monasterios, y capillas ubicadas en cementerios. Como ejemplo ilustrativo de esta particular presencia arquitectónica, mencionaremos el magnífico libro Les eglíses arméniennes du Liban (de Raffi Gergian, Université Saint-Joseph, Bairut, 2011), en el que se fotografían y describen unas 60 de tales construcciones.

 

Es en el barrio beirutí de Antelias donde radica la sede del Catholicós de la Santa Sede de Cilicia, establecida inicialmente en Sis en 1293, hasta que fuera destruida en 1915 en el contexto del genocidio armenio; y finalmente refundada en 1930 en Beirut. Es en ese espacio donde se ubica un tan desconocido como extraordinario Museo de Cilicia, inaugurado el 30 de marzo de 1998. Allí se reunió lo poco que pudieron conservar los maltrechos supervivientes del genocidio, de la historia y el arte de los armenios de Cilicia: desde la época del reino medieval de Armenia Menor, en el siglo XI, hasta la masacre y deportación de 1915.

 

Una parte relevante de los tesoros artísticos allí expuestos -de una densa carga emocional que puede palparse in situ– proceden de la iglesia patriarcal de Santa Sofía de Sis; salvados por los refugiados en huida y deportación hasta Alepo, en Siria y, finalmente, a Antelias.

 

Impresiona, en particular, la gran lámpara sacra, allí expuesta, procedente de la bóveda de dicha iglesia patriarcal. Dividida en varios cientos de fragmentos, fueron distribuidos oportunamente por los monjes entre unos agotados supervivientes expoliados de todo bien y que únicamente portaban harapos. Tras una odisea de persecución, destierro y muerte, la gran lámpara pudo ser reconstruida con devoción y mimo. Se trata, pues, de una verdadera “piedra viva”, auténtico símbolo que sintetiza, tan bella como dramáticamente, la historia y memoria de las comunidades armenias. Un pueblo de “piedras vivas” (no en vano, allí donde vive un armenio está presente Armenia) que exige ejemplarmente -a pesar de los 99 años transcurridos y del desinterés de buena parte de la comunidad internacional- verdad, justicia, reconocimiento y reparación.

 

*Nacido en 19162.

Padre de dos hijos; uno, fallecido.

 

Licenciado en Derecho por la Universidad de Navarra y Diploma Superior de Criminología por la Universidad del País Vasco.

 

Funcionario de la Administración Central del Estado desde hace 27 años.

 

Autor del libro “La ruta del odio. 100 respuestas claves sobre el terrorismo” (SEPHA, Málaga, 2011).

 

Coautor de “La tregua de ETA: mentiras, tópicos, esperanzas y propuestas” (Grafite Ediciones, Bilbao, 2006).

 

Colaborador en diversos medios digitales y escritos.

 

 

Fuente:vegamediapress.es

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