GUIDO MAISULS
Entre los años 132 y 135 de la era común, nuestros antepasados, los judíos, se rebelaron masivamente contra la opresión del Imperio Romano y del emperador Adriano, el punto detonante fue cuando anunció su plan de construir dos gigantescas estatuas en lugar del Templo: la de Júpiter y la de él mismo.
En el 132 los romanos derrotan a los judíos, destruyendo totalmente los restos de la ciudad de Jerusalem, cuando estos, bajo las órdenes de Ben Cojba, intentaron desprenderse del yugo romano.
Esta dramática historia concluyó trágicamente con el genocidio de entre 500.000 y 1.000.000 de nuestros hermanos, una gran parte de la población fue esclavizada, exiliada y la práctica del judaísmo prohibida.
Le cambiaron el nombre a Jerusalén que pasó a llamarse Aelia Capitolina y a la Judea se la denominó Siria Palestina. Nos prohibieron a los judíos vivir en Aelia Capitolina y con las expulsiones y persecuciones masivas terminamos exiliados en todos los confines del Medio Oriente, de Europa y de África.
De los dos millones de judíos originales, permanecieron un millón que primero fueron presionados a convertirse al cristianismo durante el Imperio Bizantino y luego en el 1012 el califa Al-Hakim los obliga a convertirse al Islam a un medio millón de habitantes que aun se consideraban judíos. La gran mayoría se hicieron mustarabim, musulmanes por fuera y judíos secretos en su intimidad, una similitud histórica con sus hermanos marranos o anusim de la península ibérica.
Aquellos judíos que por propia voluntad o llevados como esclavos por los romanos, emigraron a Italia, Francia y a otras áreas del Imperio Romano adquirieron como lengua el latín y fueron agrupándose en pequeñas y prosperas comunidades.
Alrededor del año 1000 de la era común, comenzaron su migración hacia la zona del río Rin en lo que hoy es Alemania huyendo de las cruzadas, llegando hasta otras zonas de Europa Central, hasta lo que hoy es Checoslovaquia y Austria.
Sanguinarias hordas de cruzados que se dirigían a conquistar el oriente se arrojaron sobre las pequeñas e indefensas comunidades judías que encontraban a su paso para destruirlas, ocurriendo masacres en Worms, Trierm Mainz y Colonia. Los asesinos ofrecieron a los judíos la opción de la conversión al cristianismo pero pocos optaron por ésta, algunos prefirieron el suicidio o el martirio.
La Crónica de Salomón bar Simson relata lo sucedido en Mainz: “El enemigo cayó sobre ellos, mató a niños y mujeres, jóvenes y ancianos, todos en un día. A los rabinos no se les concedió honor ni perdón por su edad; el enemigo no mostró misericordia por niños y lactantes, ni lástima por las mujeres a punto de dar a luz.“
Ante el ininterrumpido e impetuoso avance del antisemitismo cristiano fueron expandiéndose sus comunidades a Polonia y hacia los ríos Duina, Dníeper y Dniéster y posteriormente a Ucrania, Lituania, Estonia y Letonia. Fueron los denominados Ashkenazim, palabra derivada del nombre hebreo medieval de Alemania: “Ashkenaz”. Millones de estos seres humanos fueron hablantes del idish, de la “Mame Loshn”: del lenguaje de la madre.
En enero de 1960, me contaba mi abuelo José que en su Rusia natal, las pacificas comunidades judías sufrían muy a menudo de los pogromos. Con cualquier pretexto (la muerte del zar, la peste negra o la desaparición de un gentil) se incitaba, se organizaba y se ejecutaba por medio de turbas genocidas al linchamiento masivo de los judíos y al robo premeditado de sus posesiones, siempre ante la mirada indiferente, cómplice y muchas veces protagónica de los lacayos del Zar.
En invierno de 189… mi bisabuelo Jacob Maisuls se consideraba una persona afortunada. Su vida transcurría plácidamente en su Minsk natal, una ciudad que amaba desde siempre. Sus numerosos hijos crecían y se educaban satisfactoriamente. Su amada esposa compartía con él, todos sus sueños, desvelos y proyectos. Su comercio era próspero y el sustento de la familia estaba asegurado. Ocupaba un sitial de honor en su comunidad por su erudición y su aporte constante hacia los más necesitados.
Pero los últimos acontecimientos lo inquietaban gravemente, desde el asesinato del Zar Alejandro II en la ciudad de San Petersburgo, venían ocurriendo violentos pogromos en todos los dominios del Imperio Ruso y ahora habían aparecido estos desgraciados sucesos en su propia ciudad, en su propio vecindario, muy cerca de su hogar.
Una pesada gota rebalsó su copa. Una fría tarde de invierno, irrumpió su hijo mayor con el rostro demudado por la emoción y la angustia, anunciándole que acaba de recibir el llamado para alistarse en el ejército del Zar, en cumplimiento de sus diez años de servicio militar obligatorio.
Con voz grave y quebrada explicaba a su padre que no debiéndole ninguna lealtad a este emperador que promovía la persecución, el aislamiento y la pobreza de su comunidad, tomaba la forzada decisión de dirigirse al puerto de Odessa y subir al primer barco que zarpara hacia América.
En una corta fracción de segundo, Jacob comprendió que su hijo era el mensajero, que era el momento crucial de buscar la Paz y la Tranquilidad en lejanas y promisorias tierras americanas.
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