LEONARDO PADURA
En el mes de octubre de 1989 visité por primera vez la ciudad de México y uno de mis anhelos a cumplir durante aquella estancia era visitar la casa donde había vivido los últimos años de su vida, y donde había sido asesinado –cumpliendo una orden que solo podía dar Joseph Stalin– el “renegado” León Trotsky.
Desde que me asomé a la avenida Viena, en Coyoacán, y vi la estructura de fortaleza que había tomado la casa, tuve la certeza de que aquel sitio exhalaba un dramatismo especial y, sobre todo, exhibía un doloroso simbolismo de lo que llegaría a ser una gran derrota histórica. Luego, ya en el interior de la morada –cuyo acceso en 1940 solo era admitido luego de rigurosas comprobaciones por parte de los guardaespaldas que debían cuidar de la vida del refugiado– recorrí el patio donde ondeaba una descolorida bandera soviética sobre el túmulo, marcado con la hoz y el martillo, en que había sido enterrado el cadáver de su principal morador, uno de los grandes líderes de octubre de 1917, el negociador de la paz que permitiría el nacimiento del proyecto soviético y el fundador del ejército que salvaría su existencia. Sin embargo, el interior de la casa me resultó incluso más sobrecogedor: las ventanas tapidas creaban una penumbra sobre la que se había depositado el polvo de los años y el olvido, pero entre objetos que se utilizaban para sostener una vida doméstica, lo más llamativo e impactante resultaba sin duda el despacho de trabajo de Trotsky, el sitio donde escribió algunos de los panfletos políticos de sus últimas batallas contra Stalin y su poderío arrollador, y donde quedaban, como testimonio de la tragedia allí ocurrida el 20 de agosto de 1940, los papeles que Trotsky tuvo sobre la mesa de trabajo y sus gafas de aro redondo, con los cristales quebrados. Lo que hoy llamaríamos la escena del crimen. Uno de los crímenes más conmovedores del pasado siglo.
En aquel sitio, en aquel instante, impresionado por la todavía palpitante presencia de la muerte, me hice la pregunta que por años me perseguiría hasta convertirse en el motor que, puesto en marcha, me llevaría a escribir una novela sobre la vida y el destino de aquel revolucionario perseguido y condenado: ¿por qué, después de tantos años de acoso, Stalin al fin había ordenado su muerte?… Años después sabría que la decisión de ejecutar a Trotsky había nacido del convencimiento de que aquel hombre, convertido en el enemigo interno perfecto, condenado como responsable de todos los males posibles, había agotado la utilidad que por una década tuvo para el líder soviético. De que ya Trotsky era prescindible (como antes lo había sido casi toda la vieja guardia bolchevique y tantos otros comunistas del mundo, eliminados por Stalin de una u otra forma)… De que terminando con Trotsky, también se terminaría con su cada vez más magra influencia. De que su muerte alimentaría el olvido. Y por todo eso ya era más útil muerto que vivo.
Un mes después de aquella visita a la casa-fortaleza de Coyoacán, de regreso a Cuba, recibí con el mismo asombro que millones de personas en el mundo la noticia de que en Berlín, sin ser agredidos por tanques ni violencias policiales, los alemanes derribaban uno de los grandes símbolos de la guerra fría y de la propia existencia del socialismo en Europa del Este. Caía el muro de Berlín y comenzaba, con aquel episodio, el acto más dramático y publicitado de lo que llegaría a ser el fin del socialismo en Europa con la desaparición (menos sorprendente a aquellas alturas) de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviética, apenas dos años después.
Hoy muchos recuerdan –y festejan o se lamentan– de aquellos acontecimientos de 1989. Pero, curiosamente, casi nadie reparó en el hecho de que el día 7 de noviembre, justo cuando se cumplían los 97 años de la Revolución de Octubre, también se cumplía un aniversario del nacimiento de Lev Davidovich Bronstein, uno de los hombres que protagonizó aquel acto histórico con la toma del Palacio de Invierno y que le dio continuidad y vida con sus actuaciones como comisario de Exteriores y de la Guerra al proyecto utópico y revolucionario más trascendente que el hombre ha puesto en práctica histórica: una sociedad de iguales en la que, con gran libertad y democracia, las grandes masas siempre marginadas y oprimidas tendrían al fin su oportunidad sobre la tierra a través del gobierno de los soviets. Un reino de la justicia y la libertad.
¿Por qué tanto olvido en torno a este protagonista de la historia del siglo XX? ¿Venció históricamente Stalin en su combate político y personal con Trotsky? Las respuestas a estas interrogantes pueden ser muchas y complejas, pues muchas y complejas son las razones históricas sobre las que se podrían fundamentar, y porque el paso del tiempo cambió todas las perspectivas existentes en 1940, cuando se ejecutó el crimen de Coyoacán. Pero de todos esos argumentos al menos me gustaría anotar algunos…
Una parte fundamental del legado histórico de Stalin fue crear las bases sobre las cuales se moldearían las sociedades socialistas del siglo XX y, con esas bases (el poder totalitario, la pérdida de las esencias democráticas del proyecto bolchevique original, la creación de un sistema económico que demostró ser inviable), los argumentos de su destino: el fin del proyecto utópico. Mientras, la herencia de Trotsky, por años estigmatizada por la izquierda ortodoxa y estalinista, ha preservado un valor importante aunque poco publicitado: la fidelidad a una idea, incluso al precio de sacrificar por ella la propia vida.
Si para muy pocos en el mundo de hoy Stalin es un paradigma político, a los 135 años del casi imperceptible natalicio de Lev Davidovich Bronstein, en diversos lugares del mundo, en diversos partidos y orientaciones políticas, su pensamiento y su obra siguen siendo una inspiración. Porque Trotsky, que siempre se reconoció como fiel seguidor de los principios originales que sostuvieron el triunfo de Octubre, dejó algunas comprensiones importantes y permanentes sobre la posible sociedad de los iguales: con su persistencia obstinada, con sus críticas en caliente sobre la perversión estalinista del proyecto socialista, con su humanización de las relaciones entre los componentes de esa sociedad soñada, entre los que, como el escritor que soy, siempre tengo que destacar sus opiniones sobre el papel social y la libertad absoluta de que debían disfrutar los artistas en la revolución, tan raigalmente expresados en el Manifiesto por un Arte Revolucionario Independiente, que Trotsky creó y que firmaron André Breton y Diego Rivera en 1938, y donde se pide la independencia del arte por la revolución, y la revolución por la independencia del arte… “¡Ninguna autoridad, ninguna coacción, ni el menor rastro de mando!” para la libertad del creador…
¿Será por ideas como esas y por esa fidelidad obstinada y casi suicida a un proyecto social siempre defendido en sus esencias que (a pesar de ciertos entusiasmos sobrevivientes,) sobre la figura de Trotsky se deja caer con tanta complacencia el peso del olvido?
*Leonardo Padura, uno de los novelistas escritores más prometedores e internacionales de la lengua española. La obra de este escritor y periodista cubano ha sido traducida a más de una decena de idiomas. Premios Hammett, Nacional de Literatura de Cuba, Raymond Chandler, Orden de las Artes y las Letras (Francia) 2013.
Fuente:sp.ria.ru
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