El Islam es lo peor que nos ha pasado a los árabes

MARUAN SOTO ANTAKI

 

Hemos olvidado a todos mares que la tolerancia de la que tanto hablamos —aquella necesaria para cualquier tipo de convivencia— pide rechazar muchas cosas. La tolerancia obliga a la intolerancia hacia las ideas o actitudes que son inaceptables, diría el filósofo en búsqueda de discusión.

Nada más políticamente incorrecto que decir que las religiones hacen daño. A vivir con ello. Más de uno podría considerar inadmisible tal declaración. Sin embargo, de andar caminando por Europa durante la Edad Media, al cadalso me habrían enviado por mi opinión del catolicismo cuando pusiera en duda las supersticiones a las que todos se encomendaban. Si un cura del siglo XVI me escuchara en la Nueva España, la Inquisición no tendría cargos suficientes para condenarme por lo que hubiera dicho.

Cuando intentamos verle lo positivo a todas las creencias, me sale lo blasfemo con el Islam y no faltará quien insista que debo diferenciar a los “buenos” de los “yihadistas”. En lo simple tendrá razón, pero no es eso a lo que me refiero. Si bien el tiempo permite modificar las percepciones, lo que un día fue bueno a la mañana siguiente se transforma en un suplicio y así aparece la crueldad y la infamia. En el siglo VII del calendario de Occidente, el Corán fue un factor de unificación. Hoy, a la distancia, me atrevo a decir —con cierto dolor— que el Islam ha sido lo peor que nos ha pasado a los árabes y a nuestro mundo.

Los árabes no somos los imanes fanáticos, tampoco Hamas, Al Qaeda ni el Estado Islámico de Irak y Siria, menos los burdos represores de derechos humanos que obligan el uso del burka, los matrimonios forzados y las guerras en nombre de Dios como si fuéramos cruzados. Los árabes no somos ellos, pero hay algo en el pensamiento de aquellos que decapitan y hablan de califatos que invade nuestra memoria.

Buscar la explicación de nuestras sociedades y condiciones desde la investigación política, las aulas de los internacionalistas, el petróleo y los llamados divinos tendrá las limitaciones de la temporalidad. A los árabes de las noticias hay que entenderlos a partir de la antropología y la lingüística.

Ninguna otra entidad se debe tanto a la palabra. Los árabes somos de distintas razas: antes del Profeta Mahoma no éramos sino tribus (algo nada peyorativo), una estructura social superior a la del clan pero inferior a la del Estado. A los árabes no nos unen los rasgos, ni siquiera las creencias; para entender quiénes somos se debe prestar atención al lenguaje.

Cuando Mahoma viajó de La Meca a Medina, hablábamos de forma parecida, pero no teníamos una lengua y usábamos los dialectos arábigos de la época. Por lo práctico de lo arbitrario, uno de ellos —el Hijaz— fue usado para darle al Corán su carácter literario. Con su transcripción, nos hicimos grupo y nos identificamos como hermanos. Fuimos árabes gracias al lenguaje que se usó para escribir un compendio de reglas. Este libro determinaría la personalidad de nuestras sociedades. Por eso, el Islam y el arabismo están ligados, incluso sobre las doctrinas, al punto en que judíos, cristianos y no creyentes de esta zona del mundo tenemos sin coincidencia religiosa, una inmensa carga de cultura islámica, de cultura árabe. El lenguaje del Corán se llamó el lugha y con él nos entendimos en los distintos países sin la necesidad de recitar los versos de Mahoma.

El mayor grado de desarrollo intelectual se ha logrado con el lenguaje, a partir de él inicia la hominización de nuestra especie. La palabra es logro de los humanos, salvo para los musulmanes. Los hablantes de las lenguas romances, las sajonas, las eslavas, las del subcontinente indio (con todo y sus problemas de miseria) son orgullosos del momento en que las señas, las pinturas y la tradición oral derivaron en la escritura. Para los creyentes, según cuenta el Corán, la palabra es un invento de Dios y él se las prestó. El pináculo del intelecto no es propio de nosotros. La religión robó el título de propiedad sobre la verbalización del pensamiento y en este punto —si bien empezaron los mayores avances en las matemáticas, se hizo la poesía y se dio el arte que llegó a España y construyó la Alhambra— vinieron los problemas.

 

Si el origen del idioma árabe es divino, entonces se pensó que la lengua era perfecta y que no tendría que adaptarse a los tiempos, pero lo hizo. A falta de vocablos se inventaron acentos que permitieron la creación de vocales cortas para la construcción de frases, acordes a la narrativa y los inventos de los nuevos siglos. ¿Qué somos sin esa necesidad y capacidad de adaptación?

Para entendernos a los árabes hay que entender nuestra relación con la lengua y por qué hoy, 14 siglos después del Profeta, un árabe de África del Norte habla distinto a un saudita o a un sirio. Nosotros tenemos dos idiomas que se hacen muchos. La limitación del árabe del Corán permitió la interpretación, como ocurre con cualquier otro aspecto axiomático de la vida. Si las reglas son precisas e inalterables, se les dará la vuelta para adecuarlas a su entorno. Así apareció la ammiya, el árabe cotidiano, con vocablos base del árabe clásico, pero con nuevas palabras que parten de la herencia local, de las injerencias de los conquistadores y de la espontaneidad. El árabe, como persona y lengua, son dos y ambos son sujetos de interpretación.

El Islam surgió como Estado y el Corán como su constitución. El Islam se transformó en método de gobierno y el Profeta en gobernador. La doctrina transformó al árabe en una lengua internacional, de religión primero y luego de civilización. “Hemos hecho de ustedes un pueblo intermediario para que lleven el testimonio a los hombres”, se escribe en los textos sagrados. Este grado de soberbia antropológica, originada por un lenguaje del que se desprende la unicidad de un pueblo, es responsable de nuestra debacle.

Se decía en mi casa que posiblemente, si no nos consideráramos el pueblo elegido, todos nuestros problemas se resolverían. No nos bastó con tener la lengua de Dios, quisimos también ser sus predilectos sobre el resto de los habitantes del mundo. Sin duda, este etnocentrismo se ha visto en otras civilizaciones, pero ninguna de ellas ha tenido tal volumen de población, por lo que quién se aventure a revisar su propia estirpe, tendrá la fortuna de hacerlo a partir de un universo menos extenso.

Esta visión nos permitió ignorar la literatura del mundo: “si no está escrita en nuestra lengua, no debe valer tanto la pena”. Por varios siglos, este convencimiento feroz evitó asomarnos a los demás. Y vinieron las paradojas.

En la primera década de 2000, durante una estancia en Damasco, un amigo sunita afirmó entre cafés y tés: “el Islam ha recuperado lo mejor de las religiones monoteístas que la precedieron, definimos la más renovada de las tres sin los errores de las anteriores”. Dicha afirmación tendrá de razón únicamente lo cronológico y supongo que a estas alturas del partido no habrá muchas discusiones al respecto, ya sea entre religiosos, agnósticos o ateos.

Los católicos hicieron suyos los textos judíos y encontraron en ellos sus propias certezas, crearon una narrativa acorde a sus necesidades. Luego vinieron los árabes y las coincidencias no tardaron en aparecer. Semejantes puntos de origen y mitos convergieron en las grandes doctrinas monoteístas del mundo. En todos los casos, el pensamiento filosófico contó con una serie de virtudes a lo largo de los tiempos. Incluso en estas fechas, no se me ocurre otro instrumento de coerción social más rápido que las religiones –ya vimos a Europa del Este hacer lo suyo con el comunismo del siglo XX–. Con ellas, se brinda a las poblaciones una estructura natural para organizarse en grupos y contar con una identidad, pero han pasado un par de miles de años desde las incipientes formas de cristianismo y unos siglos más para los judíos. A lo largo de la historia, tanto judíos como cristianos han recorrido una curva de aprendizaje que los ha llevado a adaptarse conforme el calendario avanza.

 

Salvo sus detractores naturales, se escucha al unísono cómo el Vaticano revisa sus estatutos para darle la bienvenida a diversos grupos. En el catolicismo, la condición de la mujer ha sido un asunto de reflexión, al punto en que solo se espera un momento de razón, como lo tuvieron en Inglaterra cuando los protestantes abrieron las puertas a los cargos religiosos para ambos géneros. Cada religión del mundo pasó por sus momentos de reestructuración. Para los cristianos comenzó desde el día en que sometieron a juicio la fecha de natividad en el Concilio de Nicea, convocado por Constantino hasta la aceptación de las bestialidades provocadas por el Santo Oficio. Solo a partir de estas reflexiones se ha podido establecer una conducta religiosa que se pueda desarrollar en un contexto particular y funcional en una sociedad que busca el laicismo de sus gobiernos, la tolerancia y la humanidad que no solo se refiere a nuestro número, también a las cualidades de quienes habitamos juntos.

En diversas regiones del mundo, los intentos para instaurar el Islam secular no han sido del todo fructíferos, como en Albania, Burkina Faso, Chad, Turquía, entre otros. En cambio, nos encontramos ante un proceso de revisión a la par de los movimientos ortodoxos, lo cual permite las interpretaciones fundamentalistas, como en la Edad Media.

Actualmente, el mundo no aceptaría de ninguna forma los tribunales eclesiásticos que operaron durante el oscurantismo católico, como no es capaz de aceptar el momento que el Islam vive hoy: su medioevo. No dudo que en 300 años podamos tener en todas latitudes una religión musulmana capaz de convivir con el mundo, pero tampoco creo que podamos esperar ese proceso de maduración que mi compañero sunita no contempló al emitir su dictamen sobre su condición como musulmán. Si el Islam quiere dejar de ser lo peor que nos ha pasado a quienes vemos nuestros hogares destruirse en nombre de Dios y transformarse en una doctrina donde la única discusión caiga en la disposición de las creencias, tiene que trabajar lo de unos siglos en un par de años. Eso no solo me parece imposible, sino que tampoco tenemos tiempo.

MARUAN SOTO ANTAKI es autor de las novelas Casa Damasco (Alfaguara, 2013) y La carta del verdugo (Alfaguara, 2014). Estudió cine en el Centro de Capacitación Cinematográfica y ha vivido en Nicaragua, España, Libia, Siria y México. Colabora con distintos medios sobre temas relacionados con el Medio Oriente, cultura, filosofía y política internacional. Sígalo en Twitter en @_Maruan.

 

 

Fuente:revistafal.com

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