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martes 05 de noviembre de 2024

La nostalgia, una cuestión de lenguas

Bobbe 01

SILVIA SCHNESSEL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO

La razón de vivir en comunidades herméticas permitió a los judíos desarrollarse como una nación orgullosa y ostentar el privilegio de ser la única que permaneció de pie a lo largo de la historia.

La palabra “ghetto” se origina en Venecia a comienzos del siglo XV, y nominaba a una pequeña porción de tierra, en donde un grupo social se veía obligado a residir por motivos de segregación racial. Allí se forjó la identidad, la tradición, la gastronomía típica y, por supuesto, las lenguas judías.

Los ghettos predominaron en todas las grandes ciudades europeas y el ícono de todos estos -el de Varsovia- terminó de sucumbir a mediados de abril de 1943, con el ataque de la maquinaria bélica alemana a los combatientes judíos del ghetto, comandados por Mordejai Anilevich. En su última etapa, el Ghetto de Varsovia pasó momentos dramáticos, los cuales fueron narrados crudamente por Vladke (“Desde ambos lados del muro”) y Bernard Goldstein (“Las estrellas son testigo”), entre otros miles de testimonios.

Los judíos provenientes de la España de finales de siglo XV, muy especialmente los de Turquía, Grecia y los balcanes, hablaron durante 500 años una lengua propia: el “Ladino”. En Israel se lo conoce como “Españolit”. El vocablo “ladino” surge de la Escuela de Traductores de Toledo, en tiempos de Alfonso X “el Sabio” y quiere decir “traducción”.
Dicha escuela, compuesta predominantemente por judíos eruditos, tradujo a este idioma, centenares de obras del hebreo, el griego y el latín. Los judíos abandonaron España, pero no su tradición, ni su lengua.

En cuanto llegué a Israel por primera vez, me emocionó sobremanera ver y escuchar a mujeres mayores hablando de cosas de la vida en una simple parada de bus, en un idioma que yo entendía en un 90%. Mi sorpresa se transformaba en pregunta: ¿Cómo pueden mantener un diálogo tan fluido, en un idioma español “un tanto extraño”, dos simples vecinas de barrio, a sabiendas que ambas dominaban el hebreo perfectamente y que eran oriundas de Turquía, país de lengua cuya raíz no guarda relación ninguna con las lengua romances?”

La respuesta -lisa y llanamente- está en el ghetto, ámbito que permitió conservar sin contaminantes de ningún tipo la esencia de la tradición y la lengua.

Otros judíos desde hace mil años se establecieron en Alemania y luego se desperdigaron hacia toda la Europa Central. Su vida, signada por el dramatismo, se vivía y soñaba en una lengua autóctona: el idish.

En su gran mayoría, los judíos hablaban el idish, pero no la lengua local. El respeto a las tradiciones, la Torá, el Talmud, la Mishná y la Halajá, se vivían en lengua idish. Magistrales escritores como Scholem Ash, Itzik Peretz, Scholem Aleijem y el último gran exponente y premio Nobel de literatura (1978) Ytzhak Bashevis Singer, narraron en el “mame lushn” (la lengua de Mamá) las historias del “Shteitl” (aldea judía), en donde son contados relatos de pobreza, pogroms y miedo generalizado.

El advenimiento del régimen nazi y la inmediata Shoá, fueron los factores desencadenantes para la transformación definitiva del pueblo judío. A partir de 1945 dos lenguas comenzaron a sucumbir y otra a renacer de sus cenizas.

Lo poco que quedó del idish escapó hacia los Estados Unidos, Latinoamérica e Israel. Aquella lengua que vivía su apogeo a principios del siglo XX con millones de parlantes, quedó herida de muerte tras la guerra y hoy rescatamos ese acento en las últimas “bobes” (abuelas) que nos van quedando.

Las ashkenazíes respiraron el idish durante un milenio en Europa y se aferraron a él al establecerse en América por dos razones fundamentales: no entendían las lenguas locales y para mantener viva la llama de las reminiscencias de su larga tradición en el viejo continente.
La desaparición de los barrios de los judíos hizo nacer otro fenómeno que los sociólogos israelíes llamaron de forma espeluznante “Hashoá hashketá” (El Holocausto silencioso), que no deja ser otra cosa que los efectos desvastadores de la asimilación.

Por su parte, el Ladino corrió con peor suerte. Aquel referido diálogo de las vecinas de barrio en idioma ladino en Israel sería imposible encontrarlo en la América Latina. La similitud entre el español y el “españolit” hicieron desaparecer casi totalmente esta última lengua en el nuevo continente. Judíos turcos, búlgaros y griegos, se adaptaron rápidamente al español moderno.

El renacimiento del hebreo gracias a la obra de Eliezer Ben Yehuda, el impulso del movimiento sionista de Theodor Hertzl y la creación del Estado de Israel, priorizaron la lengua hebrea. En los primeros años de independencia estaba visto con muy buenos ojos hebraizar los apellidos infames que los alemanes impusieron a los judíos.

Así los Kirzenbaum pasaron a llamarse Dubdebani (cerezas), los Stein mudaron a Sela (roca) y los Gold y Goldstein a Zahavi (oro), por mencionar algunos ejemplos.

Desde finales del siglo XIX, llegaron a latinoamérica centenares de miles de judíos europeos y trajeron consigo la esperanza de obtener una mejor vida y un caudal enorme de tradición. Poco queda hoy de todo aquello.

¿Se acuerdan cuando a las abuelas judías se las llamaba cariñosamente “bobe”? Hoy resulta un término arcaico, pasado totalmente de moda. Si la palabra abuela denota vejez, “bobe” ya habla de prehistoria en estos tiempos. A nuestras bobes les apasionaba hablar de comida, las abuelas judías de hoy debaten temas como dieta, bajas calorías y colesterol. ¿Alguna vez conocieron alguna bobe que no tuviera el pelo blanco? ¿Conocen alguna abuela judía de hoy que tenga el pelo blanco? Las canas infundían respeto.

La bobe era toda una institución y sinónimo de sabiduría. Antes las bobes recibían a sus nietos con manjares propios de la cocina judía. Hoy compran el “guefilte fish” y las “jales” en el negocio kosher. Era un placer y un privilegio entrar a las casas de las bobes con ese aroma a pescado y a sopa de pollo que invadían todos los rincones. Las abuelas judías de hoy disfrazan esas carencias con los caldos Knorr, que siempre las sacan de algún apuro.

El ámbito natural de la bobe era la cocina. Su contacto con el mundo era la “Idishe Sho” (La Hora Judía), programa radial al mediodía en donde se pasaban las noticias en idish. En esa hora también pasaban las necrológicas judías. Una música funeraria escalofriante daba el comienzo a la lista de los difuntos del día. Un silencio sepulcral debía imperar y luego éramos partícipes de la cotidiana congoja: “¡pobre Moishele, era tan boino!” Las abuelas judías de hoy manejan empresas y vehículos, navegan por Internet y hablan por celular.

Van quedando migajas de ese colosal legado cultural. Así como José Luis Perales pregunta desconsoladamente a propósito de su amada: “¿Quién le habría robado su corazón? ¿Quién le habría mimado?¿Dónde habría pasado la noche? ¿Quién le habría besado? ¿Quién le habrá preparado hoy el café? ¿Quién le habrá despertado? ¿Quién habrá acariciado su espalda? ¿Quién le habrá amado?”, los nietos del ayer nos preguntamos: ¿Quién nos preparará los latkes de papa, los varenikes, los kreplaj y los knishes? ¿Quién nos llamará “ínguele” (niñito)? ¿Quién nos hará una caricia y nos dirá “mámele” (mamita)? ¿Quién nos hablará con ese acento extranjero casi extinto?

Era música para mis oídos escuchar todos los meses, durante casi treinta años, a aquella hermosa bobe amiga que nos honraba con su visita todos los días en nuestro hogar. Esa tonalidad inimitable a la hora de hablar hacía de Feigue Binie (z”l) una persona diferente.

“Baleboste” (ama de casa) ejemplar y una verdadera “Eshet Jail”, tuvo que transitar una vida plagada de dificultades y siempre lo hizo con una sonrisa en sus labios y un sentido del humor extraordinario. Como un reloj suizo aparecía el primer día del mes, en horas de la tarde, para averiguar si podía cobrar su pensión. Cuando la telefonista le requería el número de su cédula de identidad, nunca le importó demasiado si la funcionaria le entendía: “SIETE TRENTA CUATRO VENTINOIVE”. (en acento idish)

Lamentablemente Feigue Binie ya partió hacia el más allá, su legado y el de las otras bobes también se están yendo. Sus aromas y sus acentos inimitables quedan en nuestros corazones.

A pesar de todo esto, el pueblo judío sigue de pie, ya casi sin el idish, pero sí con el hebreo, ya sin el ghetto y el shteitl, pero sí con el Estado de Israel. El precio pagado ha sido extremadamente elevado y lo que nos queda es simplemente agua que se nos escurre por las manos. Pero como reza el clamor popular: “si no se ha perdido todo, no se ha perdido nada”.

La esperanza de recuperar parte del legado está intacta. Me produce una enorme emoción y alegría ver la reacción de mi hija Maia (10 años) toda vez que que se encuentra esperando algo y ese algo se demora más allá de los límites de su paciencia. Cuando ya no puede más, le sale de las entrañas esa palabra mágica que identifica a un judío en el mundo y lo define todo: “¿NU”? (¿y?, en idish)

Vaya como homenaje a las BOBES, alma y vida de cada hogar judío.

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