IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO
Es curioso que todas las grandes culturas han celebrado una fiesta invernal de un modo muy similar: encendiendo luces.
Tiene una lógica astronómica: es en estas épocas que acontece el Solsticio de Invierno, momento en el que tenemos la noche más larga de todo el año, y que en las antiguas cosmogonías representaba el “renacimiento” del sol. Por ello, todas las grandes culturas forjaron tradiciones invernales que incluían, como gesto simbólico central, el encendido de una o varias luces.
Hasta este punto, no es extraño que el Judaísmo tenga su propia Fiesta de las Luces, y que además se celebre en Diciembre. Sin embargo, hay que señalar que el significado de nuestra Fiesta no tiene nada que ver con esta cosmogonía solar. Para nosotros, el asunto es completamente diferente.
En primera, no tenemos registro de que los antiguos israelitas celebrasen una fiesta invernal. En realidad, Janucá es una de nuestras festividades más “recientes”, pues se origina apenas en el siglo II AEC (hace “poco tiempo” si tomamos en cuenta la antigüedad de la cultura israelita-judía). Y los motivos que la generaron no tienen nada que ver con simbolismos solares, sino con un momento épico de nuestra Historia.
En el año 332 AEC, Judea quedó bajo el dominio de Alejandro Magno y, por lo tanto, bajo la influencia de la cultura Helénica. La relación fue bastante cordial desde un inicio, pero las nuevas modas “modernas” que empezaron a llegar de Grecia pronto conquistaron a ciertos sectores aristocráticos que, en su afán de “modernizarse”, empezaron a distanciarse del modo judío de vivir.
Al cabo de siglo y medio, la situación se había polarizado demasiado y la sociedad judía estaba viviendo un situación verdaderamente tensa entre este modenrismo Helenista, y la reacción antagónica inevitable de los “piadosos” o JASIDIM (aunque suele llamárseles JASIDEOS para diferenciarlos del actual movimiento Jasídico).
Era cuestión de tiempo para que la situación explotara, y el pretexto vino cuando Antíoco IV Epífanes usurpó el trono de la Siria Seléucida y se propuso homogeneizar sus dominios, que incluían a Judea. Antíoco (Antiojus, en la tradición judía) fue un emperador enamorado de la cultura Helénica, y quiso imponerla como norma en todos los territorios que gobernaba. Naturalmente, se topó con pared en Judea, donde una amplia mayoría de la población era “terca” y “renuente” a esa modernidad.
Hubo más: un siglo atrás, Babilonia y toda Mesopotamia habían sido dominios Seléucidas también, pero se habían independizado. Antíoco estaba obsesionado con reconquistarlos, pero para ello necesitaba dinero. Las tensiones con los judíos le llevaron a tomar medidas extremas: saquear Jerusalén para financiar sus guerras, y de paso imponer a fuerza y sangre el Helenismo en toda Judea. Conforme las cosas se fueron enturbiando cada vez más a partir del año 171 AEC, Antíoco fue ampliando su represión contra el Judaísmo, al grado de prohíbir el estudio de la Torá y la práctica de la circuncisión. En el momento más crítico, profanó el Templo de Jerusalén, puso adentro una estatua de Zeús, y según la tradición se atrevió a sacrificar un cerdo en el altar.
Hacia el año 168 AEC la situación era insostenible debido a la complicada situación para Antíoco. Su campaña contra Babilonia había sido un fracaso, pero había conquistado Egipto; sin embargo, Roma intervino asumiendo una postura amenazante y Antíoco tuvo que retirarse hacia Judea, y se propuso un nuevo saqueo de Jerusalén para refinanciarse y reorganizar sus ataques en Mesopotamia. Inevitablemente, la represión contra los judíos se incrementó.
Toda esta situación provocó que los sectores más celosos del Judaísmo comenzaran a organizarse para rebelarse contra esta tiranía, y la guerra comenzó en el año 167 AEC en la población de Modín, cuando un sacerdote local llamado Matitiahu Jashmonai interrumpió un sacrificio a un dios griego, matando al judío helenizado (más bien, paganizado) que lo iba a presentar.
No había marcha atrás. Matitiahu se retiró a las montañas con sus cinco hijos y allí organizó una guerrilla, que prontó empezó a cosechar victorias contra las tropas sirias. En consecuencia, más y más gente se fue uniendo.
Matitiahu murió al año de comenzar la guerra, y el mando de las tropas judías recayó en su hijo Yehudá, apodado Hamakabi (El Macabeo, literalmente “el martillo”), uno de los más grandes héroes en la Historia judía. Durante dos años se combatió sin tregua, sin que la situación tomara un rumbo definido: las tropas judías eran demasiado frágiles como para derrotar a los sirios, pero conocían bien el terreno y su táctica de guerrilla les funcionaba bien, de tal modo que los sirios tampoco tenían modo de derrotarlos.
La situación dio un giro drástico cuando en el año 164 AEC, repentinamente, Antíoco murió. Los judíos vieron esto como un castigo de D-os y, motivados al máximo, atacaron a las tropas sirias que se habían quedado sin liderazgo. La victoria fue total, y Yehudá Hamakabi reconquistó Jerusalén. De inmediato mandó a purificar el Templo, y la estatua de Zeús fue destruida.
Todo quedó listo para la nueva dedicación del santuario, pero repentinamente se toparon con un problema: los sirios habían destruido casi todas las ánforas de aceite sagrado, y sólo quedaba una. Por lo tanto, la Menorá (candelabro) del Templo sólo podría estar encendida un día, y la preparación de aceite nuevo iba a demorar una semana más (ocho días en total).
Según la tradición judía, milagrosamente el aceite no se consumió en el tiempo normal, sino que se mantuvo encendido durante los ocho días hasta que estuvo lista la nueva producción.
Por ello, se asentó la costumbre de celebrar este evento cada año a partir del 25 de Kislev encendiendo ocho velas durante ocho días, siempre por medio de una vela especial llamada Shamash. La tradición posterior fue agregando más elementos a esta celebración. El obligatorio -naturalmente- es la comida, que en este caso consta de panes fritos en aceite y endulzados con mermelada o algo similar (actuamente, son los famosos latkes o pontckes de la tradición Ashkenazí, o los buñuelos de la tradición Sefaradí). Y, en un perfil muy para niños, se impuso la costumbre de jugar con el Sevivón, una pirinola de cuatro lados (llamada Dreydl en Yiddish) con las letras Nun, Guimel, Hei y Shin, como acróstico de NES GADOL HAIA SHAM, que significa “un gran milagro ocurrió allí”.
Desde esos remotos tiempos, el mes de Kislev (o Diciembre, según el calendario occidental) vino a tomar un significado especial para el pueblo judío. En la actualidad, la familia se reúne alrededor de la Janukía (candelabro de nueve brazos para el Shamash y las otras ocho velas), recita las bendiciones propias de la fiesta y canta tonadas tradicionales como el Maoz Tzur (Roca de las Edades, literalmente). Se acostumbra también regalar juguetes a los niños, y durante ocho días se recuerdan los milagros que D-os ha hecho siempre a lo largo de la Historia del pueblo judío.
Vale la pena reflexionar en algo: según esta tradición, un gran milagro -el del aceite- fue hecho en ese tiempo de los Macabeos.
Pero ¿qué tenía de “grande” ese milagro de que el aceite para un día durara ocho días? ¿No hubiera sido mayor milagro que D-os hubiera evitado que un tirano como Antíoco le provocara tanto sufrimiento al pueblo judío?
El Judaísmo siempre ha creído que D-os puede hacer milagros, pero el ser humano tiene que hacer su parte.
La victoria contra los sirios fue, por sí misma, un milagro. Era materialmente imposible que un grupo de judíos, pocos y mal armados, pudieran derrotar a una de las grandes potencias militares de su tiempo. Sin embargo, el pueblo judío hizo su parte y sólo por ello el milagro fue posible.
Lo verdaderamente significativo de esa luz que se extendió durante ocho días es que fue la confirmación de que D-os, en todo momento, había acompañado a su pueblo.
El milagro, en realidad, fue mucho más que esa Luz. Por eso seguimos celebrando la Fiesta encendiendo luces.
Porque el milagro continúa.
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