JEAN-PIERRE FILIU – En nombre de un “islam verdadero” con vocación totalitaria, Al Bagdadi ha implantado en la frontera sirio-iraquí un “Yihadistán” bien dotado de armas, petróleo y fondos.
Esta declaración fue la culminación de una década de conflicto más o menos larvado en el seno de Al Qaeda, que supuso la victoria póstuma de Abu Musab al Zarqawi, el dirigente jordano de la rama iraquí de la organización, al que mataron en junio de 2006, sobre Osama bin Laden, el fundador saudí de Al Qaeda en agosto de 1988 y su líder hasta su muerte en mayo de 2011. Al Zarqawi reprochaba a Bin Laden que no otorgase una prioridad absoluta a la implantación yihadista en Oriente Medio, que se marginase en los confines de Afganistán y Pakistán y que se perdiese en un terrorismo más publicitario que eficaz.
La invasión estadounidense de Irak en marzo de 2003 abrió las puertas de este país a los discípulos de Al Zarqawi, a los que se les unieron pronto los nostálgicos del régimen depuesto de Sadam Husein. Estos antiguos oficiales del partido Baaz aportaron a Al Zarqawi sus redes clandestinas, sus zulos de armas y su experiencia militar. Estados Unidos, por su parte, al negarse a admitir la existencia de una resistencia realmente nacional a su ocupación, agrandó la figura de Al Zarqawi atribuyéndole la mayoría de los ataques anti-estadounidenses.
El creciente poder de Al Zarqawi obligó a Bin Laden a nombrarlo jefe de la rama local de Al Qaeda en noviembre de 2004. Pero el fundador de Al Qaeda, y más todavía su adjunto egipcio, Ayman al Zawahiri, no perdían la esperanza de retomar el control de la “filial” iraquí. Cuando mataron a Al Zarqawi en un bombardeo estadounidense, en junio de 2006, Al Zawahiri envió a Irak a un comisario político de nacionalidad egipcia, Abu Hamza al Muhayer.
Esta imposición de la dirección central fue rechazada por la rama iraquí de Al Qaeda y tuvieron que pasar muchos meses antes de llegar al extraño compromiso de una dirección bicéfala: Abu Hamza al Muhayer se convertía en el jefe de un Estado Islámico, mientras que Abu Omar al Bagdadi, el nombre de guerra de un antiguo general baazista, era proclamado “califa”. El objetivo de este ostentoso golpe de Estado era colocar al líder yihadista en la línea de descendencia del califato abasí de Bagdad, derrocado en 1258 por las invasiones mongoles.
En la propaganda yihadista, “los judíos y los cruzados” (sic) son los equivalentes contemporáneos de los enemigos acérrimos del islam suní que eran entonces los mongoles. El hecho de que la población chií de Irak se mostrase, como en 1258, más favorable al derrocamiento del poder suní fue utilizado por Al Qaeda para justificar una campaña terrorista contra los chiíes sin precedentes.
Esta ola de atentados derivó en 2006 en una verdadera guerra civil entre suníes y chiíes de Irak, en la que estos últimos, mayoritarios en el país, resultaron vencedores. Tras esta victoria militar, que la minoría suní considera una derrota histórica, se produjo el nombramiento como primer ministro de Nuri al Maliki, uno de los líderes chiíes más intolerantes. Al Qaeda retrocedía en todas partes, y los comandos de su “Estado Islámico” eran el objetivo de las milicias suníes progubernamentales, llamadas Sahwa (Despertar), financiadas y armadas por EE UU.
En abril de 2010, una incursión iraquí-estadounidense provocó la eliminación de Abu Hamza al Muhayer y de Abu Omar al Bagdadi. Fue este último quien tomó las riendas del Estado Islámico, no sin haber meditado sobre los errores de sus predecesores. Puso fin a la dirección bicéfala y dejó de mencionar en público un eventual “califato”. También realizó purgas sangrientas entre las filas yihadistas para mantener solo a los fieles cuya lealtad era indiscutible.
La complicidad de Siria e Irán
Abu Bakr al Bagdadi consiguió autonomía con respecto a la dirección central de Al Qaeda. Cuando mataron a Bin Laden en 2011 y Al Zawahiri tomó su relevo, Al Bagdadi se negó a jurar lealtad al nuevo “emir” (comandante) de Al Qaeda porque pretendía convertir su “Estado islámico en Irak” en el eje central del movimiento yihadista mundial. Y a este respecto podía contar con dos aliados inimaginables: Bashar al Assad en Siria y Nuri al Maliki en Irak.
En efecto, el dictador sirio se enfrenta desde marzo de 2011 a una revuelta popular sin precedentes, que optó por la no violencia como arma estratégica. Ahora bien, la propaganda del déspota repite sin cesar que esta aspiración revolucionaria no es más que el fruto de un enorme complot internacional contra Siria y que su régimen es el único baluarte contra el “terrorismo” y Al Qaeda.
Los servicios secretos sirios trabajaron durante años con las diferentes organizaciones de la guerrilla anti-estadounidense en Irak, que iban y venían a lo largo de los 600 kilómetros de la frontera muy porosa entre los dos países. El régimen de Al Assad consideraba que esta guerra por interposición era un medio de debilitar a EE UU en Irak, en caso de que se hubiesen visto tentados de desestabilizar también a la vecina Siria. Pero sobre todo, los oficiales afectados encontraban en estos oscuros tratos una forma rápida de enriquecimiento personal.
Es decir, el aparato represivo sirio tenía viejas relaciones con las redes del “Estado Islámico”. Al Assad liberó oportunamente a unos yihadistas encarcelados (mientras sus servicios se ensañaban con la oposición no violenta), y todo con el fin de favorecer la escalada de violencia armada, e incluso las provocaciones terroristas, y alejar así a la población de la tentación revolucionaria. En la escena internacional, la Rusia de Vladimir Putin repetía constantemente que Al Assad era un “baluarte contra Al Qaeda”.
Del otro lado de la frontera sirio-iraquí, Al Maliki se comportaba cada vez más como un autócrata sectario. No contento con enemistarse con sus aliados kurdos y suníes, llegó a hacer que las milicias Sahwa, que fueron determinantes en la lucha contra Al Qaeda, se volviesen contra él. Al Bagdadi, oculto en una estricta clandestinidad, manejaba hábilmente sus peones en la escena siria e iraquí, apoyando a unos y a otros en función de las oportunidades.
En abril de 2013, Al Bagdadi proclamó el Estado Islámico en Irak y el Levante en torno a la ciudad siria de Raqqa, en el valle del Éufrates. Sus partidarios impusieron su visión totalitaria y alejada de la “ley islámica” con una violencia extrema. Paralelamente, el aumento del descontento suní contra el régimen de Al Maliki permitió a Al Bagdadi volver a asentarse en la provincia iraquí de Anbar, al oeste del país.
El jefe yihadista, que es utilizado como contrapunto por Al Assad y Al Maliki para desacreditar a su oposición, se aprovechó de su complicidad pasiva o activa para implantarse efectivamente en el Este de Siria y en el Oeste de Irak. El monstruo al que así animaban estaba listo para volverse contra los aprendices de brujo de Damasco y de Bagdad. La oposición siria, en cambio, inicia en enero de 2014 su “segunda revolución” contra “el Estado Islámico” y logra expulsarlo de Alepo y de su región interior.
Al Bagdadi sigue jugando en los dos tableros de Siria y de Irak. Sus sargentos reclutadores aprovechan la rabia impotente provocada por las matanzas en Siria para engrosar las filas de sus “voluntarios” internacionales, que se vuelven más fácilmente contra la población siria porque son ajenos a la cultura y al idioma del país. En nombre de un “islam verdadero” con vocación totalitaria, Al Bagdadi dispone de miles de militantes y de simpatizantes venidos del mundo entero, especialmente de Europa.
Pero lo peor estaba aun por llegar, esta vez en Irak donde, el 10 de junio de 2014, el “Estado Islámico” se apoderó de Mosul, la capital del Norte, antes de realizar un avance fulgurante hasta las puertas de Bagdad. El ejército de Al Maliki, corrupto y desmotivado, simplemente se hundió ante la ofensiva yihadista. Al Bagdadi contó con la ayuda de los nostálgicos de Sadam Husein, así como con el cambio de bando de las principales tribus que formaban el núcleo de la Sahwa.
Es un auténtico desastre estratégico que da lugar al establecimiento, a caballo entre la frontera sirio-iraquí, de un Yihadistán que cuenta con numerosas armas y con mucho petróleo y muchos fondos (se calcula que el “tesoro de guerra” de Al Bagdadi asciende a más de 1.000 millones de dólares, de los que la mitad provienen de los bancos de Mosul). Sin embargo, la aparición de tal amenaza no consigue romper el statu quo devastador que sigue existiendo en Damasco, en beneficio de Al Assad, y en Bagdad, en beneficio de Al Maliki. Los dos dictadores prefieren sumir a su país, primero en una guerra civil, y luego en el horror yihadista, para no ceder nada de su poder.
La proclamación del “califato” por parte de Al Bagdadi ha sido tratada a menudo con desprecio por los analistas occidentales. Sin embargo, se trata de un desarrollo importante del formalismo yihadista: incluso Bin Laden afirmaba actuar solo como respuesta a una agresión, y justificó los atentados del 11-S en nombre de un “yihad defensivo”; el “califa Ibrahim” puede, por el contrario, declarar un “yihad ofensivo”, es decir una ola de atentados de gran magnitud. No existe ninguna razón para que no lo haga.
Abu Bakr al Bagdadi se ha convertido en el hombre más peligroso del mundo y hará todo lo posible por superar a Bin Laden en la escalada terrorista. Nadie podrá decir que le cogió por sorpresa.
Fuente: Estudios de Política Exterior
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