JUAN ARIAS
Esta es una historia real sobre el infierno de la tortura que me contó uno de los protagonistas y que nunca escribí porque de tanto que me repugnó, preferí que muriera en mi olvido.
No se refiere a una historia de tortura en Brasil, sino en mi patria, en España, y concretamente en las cárceles policiales de la Puerta del Sol de Madrid, durante la dictadura militar franquista que duró 40 largos años.
Lo hago hoy movido por el tsunami de noticias que nos ha revelado el informe redactado por la Comisión de La Verdad sobre el infierno de la tortura en Brasil. Cada caso revelado es más vergonzoso y cruel que el siguiente, como si la violencia humana en inflingir violencia al prójimo no tuviera medida.
Brasil está viviendo estos días una catarsis con la publicación de los nombres de los responsables y actores de tanta barbarie.
Ni siquiera los responsables aún vivos podrán ser juzgados y castigados porque la Ley de Amnistía así lo dispuso para facilitar, se dice, la vuelta a la democracia y para no tener que castigar también a los grupos violentos de extrema izquierda.
El caso que traigo hoy a esta columna me lo contó un amigo al que, después de años, aún le temblaba la voz al recordarlo. No se trata de alguna nueva refinada tortura ya que en ese modelo de barbarie parece haberse agotado toda la fantasía humana.
Lo que le sucedió a mi amigo indica que si en el aspecto físico ya es imposible inventar nuevos tipos de torturas, ese horror puede perfeccionarse hasta el infinito en sus aspectos psicológicos.
Si a los torturados de todos los tiempos, de todos los lugares y de todas las ideologías, de derechas y de izquierdas, les han aplicado en su cuerpo todos los sufrimientos y humillaciones imaginables, en las cárceles de Madrid, los torturadores consiguieron unir, a veces, la tortura del cuerpo a la del espíritu.
El refinamiento en añadir un plus de crueldad al dolor físico llegó al colmo cuando al saber que el torturado había tenido en su vida algún amigo íntimo con el cual por una alguna circunstancia de la vida había roto su amistad, o había acabado haciéndole alguna maldad.
En ese caso le buscaban y le ofrecían la posibilidad de participar directamente en los llamados “ejercicios” de tortura. De ese modo el antiguo amigo de la víctima era llamado para ser un verdugo anónimo en la oscuridad de la celda. El único límite que se le ponía era el de no acabar con la vida del torturado. Un médico presente se encargaría, sin embargo, de ello.
Mi amigo fue uno de aquellos convidados. Le ofrecieron la posibilidad de participar activamente aquella mañana a los actos de tortura que iba a sufrir un antiguo amigo suyo con el que había roto desde hacía tiempos después de haberse peleado.
“Así puedes vengarte de él todo lo que quieras”, le dijeron, y añadieron: “Puedes ensañarte a tu gusto sin que nadie pueda saberlo y podrá sufrir aún más viendo que eres tú quien le tortura”. Era el colmo del sadismo.
Al dictador Francisco Franco le entregaban junto con el café, después de la comida, la lista de los antifranquistas que deberían ser ejecutados al día siguiente. Tomaba la hoja de papel en sus manos y dibujaba una flor alrededor de cada nombre. Era su romántica sentencia de muerte.
En los lugares de tortura, a veces como antesala al fusilamiento, la fantasía para hacer sangrar hasta el alma de las víctimas no tenía límites, como indica la historia de mi amigo.
“Tortura nunca más”, reza un cartel en Brasil.
Es un gesto y un deseo de alta tensión democrática. Hagámoslo nuestro para sentirnos menos cómplices y menos avergonzados, ya que los torturadores no fueron ni son monstruos ni alienígenas. Tienen madre, hermanos y amigos como nosotros. Viven como personas normales. A veces hasta orgullosos de su oficio y de lo bien que lo cumplen.
Y es ese, quizás, el mayor horror en todas las trágicas torturas perpetradas en la Historia, que el verdugo se presenta como uno de nosotros.
¿No da escalofrío pensar que todos podríamos ser torturadores potenciales?
Fuente:elpais.com
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