ESTHER SHABOT
La acusación esgrimida para detenerlos fue la de formar parte activa de una organización terrorista ligada a Al-Qaeda
Hace exactamente un año estalló en Turquía el escándalo por el descubrimiento de grandes actos de corrupción cometidos por el círculo político y familiar más cercano al presidente Erdogan. Las consecuentes protestas populares y los amagos de someter a juicio a los presuntos responsables provocaron una brutal reacción del régimen al proceder éste a reprimir violentamente las protestas y a desarticular los hilos del sistema judicial que pretendía llevar a cabo las investigaciones y juicios procedentes. Al cumplirse el primer aniversario de tales hechos, Erdogan, temiendo quizás una reapertura de los cuestionamientos, decidió recurrir de nuevo a la represión y el domingo 14 de diciembre pasado ordenó detener a docenas de periodistas críticos, entre ellos el editor en jefe del prestigiado periódico Zaman, Ekrem Dumanli, y el jefe del Samanyolu Broadcasting Group, Hidayet Karaca.
La acusación esgrimida para detenerlos fue la de formar parte activa de una organización terrorista ligada a Al-Qaeda, acusación que no cuenta con fundamentos sólidos como para tenerla por cierta. La avalancha de críticas severas que los hechos del 14 de diciembre han provocado se ha manifestado no sólo entre la opinión pública turca liberal que ve con alarma este nuevo atentado contra la libertad de expresión y el funcionamiento de las instituciones democráticas del país, sino también entre voceros de la Unión Europea preocupados por la dirección que ha tomado Erdogan al cancelar libertades, señalar como traidores a todos aquellos que se atreven a criticarlo, recurrir cada vez más a un autoritarismo que se vale de la represión violenta para silenciar las protestas y la disidencia, y que además ha hecho todo lo posible por desmontar las estructuras institucionales de vigilancia establecidas para evitar abusos y corruptelas de los funcionarios públicos.
La democracia turca que se preciaba de ser ejemplar dentro del contexto de sociedades mayoritariamente islámicas se está así desmoronando. Erdogan y su partido de inspiración islamista, el AKP, han ido cerrando gradualmente los espacios democráticos amparados en un muy aceptable crecimiento económico que durante varios años les ha servido como parapeto para empujar una agenda islamista cada vez más inclinada a mezclar religión con política y a ejercer un dominio crecientemente vertical y autoritario. Termómetro del retroceso al que está siendo sometida Turquía fue, sin duda, uno de los recientes discursos públicos de Erdogan en el que expuso su visión acerca de la “evidente” desigualdad de las mujeres con respecto a los hombres, y por ende la necesidad de hacerlas retornar a ellas a los espacios domésticos como la óptima opción debido a que su “naturaleza” es antagónica con una participación activa en la vida pública.
Por lo pronto, se han registrado ya protestas populares en muchas provincias turcas contra la detención de los periodistas. Decenas de miles se han congregado en las afueras de oficinas gubernamentales para expresar su indignación y se especula si estas manifestaciones de descontento podrán reproducir la atmósfera contestataria que se registró durante el episodio del Parque Gezi. Pero lo que sí es evidente es que el régimen de Erdogan se revela cada vez más inseguro y que a medida que el apoyo público a él se erosiona, está respondiendo con más cierres de los espacios democráticos. Eso es, sin duda, jugar con fuego y apostar a que la represión le permitirá seguir adelante con su proyecto dictatorial en el que pretende destruir toda pluralidad que atente contra su dominio absoluto de los hilos de la vida nacional turca.
Fuente: Excelsior
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