Asesinar el 68

GABRIEL ALBIAC

 Yo adoraba a Wolinski. Sus muchachuelas de trazo vertiginoso fueron las fitzgeraldianas flappers de mis años jóvenes. Y Charlie Hebdo era, cada semana de mis años parisinos, lo único de lectura obligatoria. Lo único que quedó en pie cuando el 68 se fue viniendo abajo. Cuando yo me hice viejo, y aún más viejo Wolinski. Asesinado ahora. Lo peor quizá sea que no me ha sorprendido: los del 68 somos material desechable para el islam que viene. Y no parece que haya nadie en Europa dispuesto a dar la guerra para evitar el retorno a las cavernas que ese islam anuncia.

 Yo vi nacer aquello. Pero no me di cuenta.

 Era diciembre. París. La misma humedad helada de todos los inviernos. La manifestación se cerraba con un mitin en la plaza de la República: un clásico para los que habíamos hecho ya, un decenio antes, las gigantescas manis contra los B-52 sobre Vietnam. Pero ésta no tenía nada en común con aquellas. Bastaba abrir los ojos. Nada. 1 de diciembre. 1984.

Convergence-84, sin embargo, no había sido pensada como algo nuevo: sólo una prolongación de la marcha antirracista del año anterior: la marcha de los beurs –jergático insulto contra los argelinos que acabó por ser reivindicado por los insultados– reclamaba la solidaridad republicana y la igualdad de los ciudadanos en la nación, fueran cuales fuesen sus creencias. Su estilo era socialdemócrata y sus dirigentes configurarían la generación dirigente del Partido Socialista en los años noventa. Pero, enseguida, el replay del 84 se convirtió en otra cosa

Deambulé en torno a la plaza de la República, aquel primero de diciembre, como venía haciéndolo por casi todas las concentraciones “gauchistas” desde mi primera mani parisina en el otoño del lejano 1972, recién llegado entonces de Madrid y fascinado por un ceremonial festivo aquí impensable. Pero ésta del 84 sonaba extraña a todas las que había visto. Y no, no era sólo que a los 34 años los entusiasmos cedan mucho, no era sólo la indolencia del que nada espera ya de la política. La diferencia estaba en mí, desde luego. Pero estaba aún más en torno mío. Creo que lo debí comentar a algún amigo cuarentón que iba a mi lado: “Oye, estos tíos son muy raros”. Me miró mal. Y comprendí que yo no había comprendido nada, o que mi amigo había comprendido que yo no había comprendido nada, o vete a saber qué versión aún más liada del galimatías. Mejor te callas y miras, Gabrielito. Amablemente.

Los tíos raros habían llegado de periferias hoscas. No tenían ni punto de comparación con los proletas disciplinados que yo conocí en las manifestaciones del PC de los setenta. Ni con la rigidez militar de las intelectualísimas élites maoístas y trotskistas que, en el post 68, hacían frente a las recias formaciones policiales de los CRS. Éstos no eran disciplinados, pero tiraban de navaja con facilidad pasmosa. Carecían del ingenio para la injuria que hizo del 68 poesía en guerra, pero injuriaban con la eficacia de aquel para quien la injuria es prólogo de ir a partirte el alma. Mejor poner en medio una prudente distancia. Observé que mis amigos, sin verbalizarlo, iban haciendo lo mismo.

No llegamos a la plaza. El tapón era inmenso. No escuchamos, pues, los mítines. Cuando nos replegábamos hacia una cafetería tranquila, se nos unió un colega a quien sus menos años dieron alas para llegar a la tribuna y embaularse los discursos finales. “¡La que ha armado Farida!”, nos soltó nada más sentarse. Farida, no hacía falta explicitarlo, era la joven líder de los beurs periféricos. A lo que pudimos entender, había leído un comunicado en el que explicaba simpáticamente a los izquierdistas franceses –que habían corrido con el coste e infraestructura del invento– que no se habían enterado de nada: no queremos ser parte de vuestra Francia, ni izquierdista ni derechista, queremos recuperar el islam de nuestros antepasados. Todos pensamos que se le había cruzado un cable. Y todos nos equivocamos.

Después de la durísima represión sufrida en Francia durante la guerra de Argelia, plagada de abusos policiales y de odiosos asesinatos, los inmigrantes árabes habían aspirado a ser bien integrados. Confiaban en que esa integración llegaría con sus hijos y sus nietos, nacidos en Francia e imbuidos de un espíritu republicano que debía primar sobre diferencias étnicas y religiosas. Los hijos lo intentaron. No fue fácil. Lo consiguieron algunos, fracasaron otros. Los nietos hicieron saltar todo por el aire: no queremos ser franceses, queremos el islam de  nuestros antepasados. Y el islam no es República. Diciembre del 84.

No había habido aún problemas serios ni con las fes ni con las indumentarias religiosas en las instituciones. Comenzó a haberlos. En una Francia a la cual el 68 había legado la más honda liberación femenina, las jóvenes musulmanas comenzaron a presentarse con velo en los Liceos. Y los jóvenes a exigir profesores sólo varones. La enseñanza pública es la República. Ningún signo religioso puede anteponerse al principio republicano que exige que, desde el momento en que traspone la verja del Liceo, nadie es distinto de nadie. Salvo por su inteligencia. Fue un conflicto brutal. Prolongado por el enmascaramiento de las mujeres musulmanas en las calles. Y hubo que legislar una evidencia: el rostro es el ciudadano; privar a un ciudadano de su rostro en el espacio público, además de plantear problemas policiales serios, es, antes que nada, atentar contra lo que define a la República: la ciudadanía. No había izquierda ni derecha en eso. Era la República. Y punto.

Centros escolares y hospitales aplicaron, bien que mal, la norma. Pero los barrios musulmanes de las metrópolis fueron convirtiéndose en cerradas ciudades norteafricanas trasplantadas a la geografía francesa. La imposición del orden allí acabó por ser declinada por una policía que se decía impotente frente a bandas militarmente armadas. Los clérigos tomaron el control. Los atentados antijudíos se multiplicaron. Los jóvenes beurs se enrolaron, primero en Afganistán, luego en Siria, para recibir formación militar al servicio del Profeta. Y retornaron. Hoy Francia sabe tener en el interior de sus ciudades un ejército de soldados de Alá. De profesionales que matan con eficacia. Matan a su enemigo: la libertad republicana. Asesinar a Charlie Hebdo era asesinar el 68. Para volver a las cavernas.

Fuente:abc.es

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