IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – No importa cuán civilizados creamos que somos. Siglo tras siglo, la Historia ha demostrado que basta con que algo nos llegue a las fibras más profundas para que resucite nuestra naturaleza sanguinaria.
Una idea que ha sido frecuentemente mencionada, y más aún en estos momentos en los que seguimos viviendo la resaca los ataques terroristas en París, es que Francia -al igual que otros países europeos- corre el riesgo o incluso está en vías de convertirse en un país islámico.
Las razones parecen lógicas: el alto índice de migración musulmana asiática o africana sumado al alto índice de natalidad de los musulmanes que ya están allí, harán que en cosa de unas décadas la mayoría de la población francesa sea de religión mahometana, y que Francia y otros países terminen por convertirse en naciones islámicas.
Se señala, paralelamente, que los gobiernos europeos no han sabido ponerle un freno a esta tendencia, por lo que dicha islamización es casi inevitable o, por lo menos, el mayor factor de riesgo para la identidad europea ancestral (que es el Cristianismo).
Es un juicio equivocado. En realidad, creo que no hay nada más lejano a la realidad que eso en este momento.
¿Una Francia o una Europa islámica? No. Para llegar a eso tendrían que suceder cosas muy extrañas. Pero vamos por partes.
El problema es real: Europa no fue capaz de visualizar los riesgos de la inmigración musulmana. Su política no fue nada más tolerante; en realidad, fue complaciente. Y tenía cierta coherencia con un entorno complejo: a nivel internacional, el lobby árabe-musulmán ha tenido un gran peso por razones que van desde su poderío económico obtenido por el petróleo, hasta el hecho de que el bloque islámico representa a la mitad de los países de la ONU.
Europa en general y Francia en particular hicieron eco de esa política internacional -oficializada en las Naciones Unidas-, abiertamente anti-israelí y complacientemente pro-islámica. En consecuencia, se permitió que los inmigrantes asiáticos y africanos de credo islámico se establecieran en muchos lugares sin que se hiciera el esfuerzo mínimo por su integración al modo de vivir europeo. El resultado fue que sus comunidades se convirtieron en sucursales del Medio Oriente, y hoy incluyen a millones de personas.
Es cierto: la gran mayoría de esos musulmanes llegaron a Europa a buscar mejores condiciones de vida, y no creo exagerar si digo que son personas decentes que sólo quieren vivir en paz. Pero también es cierto que todas las comodidades sin compromisos que se les permitió facilitaron el desarrollo de núcleos extremistas que poco a poco han ido ganando espacio entre las nuevas generaciones.
Por eso, hoy podemos ver imágenes que hace 20 o 30 años hubieran sido impensables: manifestaciones islámicas en Londres o París donde los carteles invitan abiertamente a destruir los valores de occidente.
Europa, en general, falló en ponerle un freno a eso, y las consecuencias están a la vista.
Ahora bien: ¿significa eso que Europa está sentenciada a someterse al Islam?
Para afirmarlo, habría que asumir que Europa es un todo coherente y cohesionado que ya se ha rendido. Y no. Europa es algo más complejo que eso.
En términos generales y, sobre todo, evidentes y explícitos, Europa es un continente liberal. No es accidente: después de siglos y siglos de querer resolver sus problemas por las armas, después de la devastación brutal y casi absoluta de la II Guerra Mundial, los europeos entendieron que había mejores maneras de hacer las cosas.
Por ello, ideas como el fascismo y el nacionalismo fueron relegadas a planos marginales y se le dio preferencia a los valores de democracia, diálogo, igualdad, tolerancia y coexistencia.
Tal y como Arturo Pérez-Reverte señaló este fin de semana, Europa se convirtió en una especie de “viejo cansado”. Y hasta cierto punto tenía razones para hacerlo. En parte, eso explica por qué se tomó con tanta displisencia el asunto de la migración islámica, sin prever que era gente crecida en otra cultura, con otros paradigmas y, en consecuencia, con objetivos muy distintos a solamente asimilarse a la amable y taciturna ecuanimidad europea.
Pero no es la única Europa que existe. Allí está la otra, derrotada contundentemente en 1945, pero que nunca se fue del todo: la Europa nacionalista, racista, xenófoba.
Su presencia ya se hizo notar desde que proyectos como el Euro -una sola moneda- no lograron consolidarse. Se incrementó cuando las naciones que anteriormente habían estado en la órbita de la ex-URSS se convirtieron en una carga económica para los países de Europa Occidental, y más aún cuando los proyectos económicos en Grecia, Portugal y España simplemente se hundieron. Mucha gente de recursos medios empezó a quejarse de por qué unos países tenían, literlamente, que mantener a otros.
Naturalmente, en este complejo panorama fue común que los grupos nostálgicos del fascismo y nacionalistas a ultranza recurrieran al viejo pretexto: los judíos como culpables de todo.
Pero eran marginales. La sociedad europea en general los podía ver como una lacra indeseable, o por lo menos como una minoría tozuda a la que se podía mantener bajo control.
Y entonces explotó el problema del islamismo radical. Los atentados a los trenes en Londres y España hicieron que el europeo tuviera que replantearse esas ideas, y una nueva sombra de amenaza empezó a crecer en sus mentes.
Este tipo de sombras suelen exagerarse en el discurso de las derechas nacionalistas, pero -lamentablemente- eventos como el de la semana pasada en París refuerzan la percepción de muchos de que los ominosos enunciados de los líderes xenófobos son correctos.
Poco a poco, esa vieja Europa ha ido recuperando un lugar prominente. Y Francia es el mejor ejemplo: en las últimas elecciones legislativas, el Frente Nacional de Marine Le Pen fue el partido más votado. Algo que hubiera escandalizado a cualquier francés hace apenas diez años.
¿Qué es lo que tiene ahora de atractivo el discurso de Le Pen? Que, por lo menos, menciona al Islam y sus comunidades en Europa como parte inherente del problema.
Sin duda lo hace de una manera ambigua que con mucha facilidad puede tomar un cauce falso y peligroso, pero la contraparte es el discurso oficial -especialmente el mantenido por las izquierdas- que, a toda costa evitan enfocar o mencionar el tema. Y el ciudadano de a pie no se detiene a evaluar críticamente los argumentos. Simplemente dice “Le Pen pone los puntos sobre las íes; Hollande sólo sigue evadiendo las cosas”.
El resultado es obvio: en este momento, las ventajas para las próximas elecciones las tiene un partido político cuya ideología ha sido abiertamente nacionalista y racista, y los eventos de la semana pasada sólo reforzaron esa tendencia que empieza a tomar visos de inercia.
Si las cosas no cambian (y la conducta de Hollande en estos días no parecen indicar que vayan a cambiar), esa es la Francia que se nos viene. Y después de ella, tal vez toda Europa: no la islámica, sino la derechista, racista y xenófoba que esté dispuesta -y hasta feliz- de confrontarse de todos los modos que sean necesarios contra los grupos islámicos extremistas. Y, en realidad, con todos los musulmanes, porque ya echado a andar el conflicto, los nacionalistas xenófobos no son precisamente personas analíticas y razonables que sepan diferenciar entre un musulmán pacífico y un terrorista. Barren parejo.
Si la confrontación tiene que ser violenta, este tipo de europeos estará satisfecho de que así sea. Lamentablemente, la historia ha demostrado que en ese continente siempre está latente el deseo de resolver todo de una manera brutal (ya lo vimos en la guerra civil de la ex-Yugoslavia), y el terrorismo islámico bien puede convertirse en un pretexto perfecto para lanzarse al siguiente baño de sangre.
¿Creen que exagero? Recordemos que en 1900 Europa -y especialmente Alemania- era el ejemplo a seguir en materia de desarrollo jurídico. Eran la zona más progresista del mundo. Y bastó un atentado nacionalista -el asesinato del Archiduque Francisco Fernando de Austria- para demostrar que la aparente civilidad era un espejismo, y todos los países terminaron involucrados en el primer conflicto “mundial”.
El saldo desastroso de ese conflicto hizo que, después de 1918, los europeos creyeran que ya se había entendido la lección y que nunca sucedería algo igual. Pero fallaron: en 1939 la guerra reinició, y el resultado esta vez fue mucho peor.
Pero una sociedad que no aprende de sus errores está destinada a repetirlos. Y la errática conducta de Francia desde hace décadas y, especialmente, en el contexto de los recientes atentados, me comprueban que no hubo ningún aprendizaje. Se llegó otra vez al punto de siempre: una sociedad dividida, al filo del estallido brutal, y sin tomar medidas asertivas para evitarlo.
Lo que se viene es una tragedia.
No un Estado Islámico. Eso está lejísimos. Tendrían que pasar primero por encima de la Europa racista y xenofóba, esa que está resurgiendo día con día.
Y eso no sería fácil. Personalmente, creo que es imposible. Pero eso no es, precisamente, una buena noticia. Si no se logra un viraje radical de la situación en este momento, significa que de todos modos la sangre va a correr.
No importa cuán civilizados creamos que somos. Siglo tras siglo, la Historia ha demostrado que basta con que algo nos llegue a las fibras más profundas para que resucite nuestra naturaleza sanguinaria.
Y ese algo camina libremente por las calles de Europa.
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