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La vida de Winston Churchill es la más gloriosa del siglo XX. Al cumplirse los 50 años de su muerte, SEMANA recorre sus pasos.
Prácticamente todos los jefes de estado de los países democráticos tienen como referencia e inspiración a Winston Churchill. Su vida no solo fue muy larga, 91 años, sino tal vez la más gloriosa del siglo XX. Había nacido en una de las cunas más aristocráticas del Imperio británico. Su abuelo era el duque de Marlborough, descendiente de John Churchill, el hombre que derrotó a Luis XIV en la batalla de Blenheim. Ese nombre fue el que se le dio al palacio que la nación le otorgó como agradecimiento, hoy considerada tal vez la residencia privada de mayor grandeza en el Reino Unido. Tiene 187 cuartos y fue inspirado en el castillo de Versalles.
Allá nació Winston, quien por ser el segundo hijo no heredó título ni fortuna, pues en Inglaterra el primogénito se queda con todo. Por eso, desde los 20 años tuvo que trabajar, y combinó como ninguno la guerra, el periodismo y la política. La guerra, porque a finales del siglo XIX el poderío británico se mantenía a sangre y fuego. Se decía que el Imperio era tan grande que en sus dominios nunca se ocultaba el sol. Churchill participó en varias campañas militares en India y en Sudán. Incluso hizo parte de la batalla de Omdurmán, en la cual tuvo lugar la última carga de caballería del Ejército inglés.
En 1899 renunció al Ejército para perseguir un futuro como periodista y escritor. El mismo año, viajó a Sudáfrica a cubrir el conflicto entre colonos británicos y holandeses como corresponsal de la guerra de los Boers. Allá fue capturado tras una emboscada al tren en el que viajaba, y a pesar de su status civil, fue tratado como un prisionero de guerra por los boers. Heroicamente se escapó, convirtiéndose en una celebridad a los 25 años, ya que la prensa inglesa registraba minuciosamente las vicisitudes de su aristocracia en los campos de batalla.
Con esa fama de héroe regresó a Londres y se lanzó al Parlamento. Inicialmente lo hizo por el Partido Liberal. En 1900 fue elegido a la Cámara de los Comunes en representación de Oldham, y después de ingresar al gabinete como ministro de Comercio (president of the Board of Trade), llegó a ser primer lord del almirantazgo (First Sealord of the Admiralty) en 1911. Desde esa posición, durante la Primera Guerra Mundial sufrió el mayor desastre de su vida pública. Apoyó la tristemente famosa Campaña de los Dardanelos, una expedición naval para conquistar Constantinopla (hoy Estambul) y tomar control de los estrechos. Pretendía así cercar a los tres enemigos de Inglaterra, el Imperio alemán, al austrohúngaro y al otomano y revitalizar el Imperio ruso, su aliado en ese conflicto. Pero la aventura de Galípoli fue un desastre total y los soldados ingleses fueron masacrados en la que fue considerada una de las peores derrotas de la que entonces se conocía como la Gran Guerra.
En ese momento se consideró que su carrera política había terminado. Pero Churchill tenía más vidas que un gato, y después de eso no solo cambió de partido, al pasarse al conservador, sino que logró posicionarse como un parlamentario particularmente elocuente, alguien que nunca pasaba desapercibido, pero a quien tampoco tomaban muy en serio. El primer ministro Asquith, quien fue su jefe y amigo, para describirlo acuñó la frase: “Winston es un genio sin sentido común”.
Al llegar los años treinta, Adolf Hitler llegó al poder. El gobierno británico, ante el rompimiento del Tratado de Versalles y las pretensiones territoriales del Führer, optó por la política de la pacificación. 10 millones de personas murieron en la Primera Guerra Mundial, y los países europeos no solo terminaron exhaustos emocional y económicamente, sino que nadie quería revivir ese infierno. Habían transcurrido apenas 15 años desde el final de ese conflicto y Hitler justificaba violar el Tratado de Versalles y el rearme de Alemania como simples gestos de soberanía de un país que había sido tratado en forma demasiado injusta tras perder la guerra. Por lo tanto, presentaba las pretensiones del nazismo como simples reivindicaciones de un país que estaba recuperando su dignidad.
El gobierno británico, representado por el primer ministro Neville Chamberlain, aceptaba ese libreto. Solo había un profeta en el desierto que se oponía: Winston Churchill. Para él, lo que estaba sucediendo en Alemania no era un inofensivo acto de rectificación histórica sino el diseño de la arquitectura de un plan de conquista y dominación mundial. Esos fueron los que él denominó “sus años en el desierto”. Su reputación de genio sin sentido común hacía que lo consideraran exagerado, fantasioso e incluso guerrerista. Sin tribuna diferente de la de ser parlamentario, se dedicó a atacar sin tregua a su propio gobierno por creerle a Hitler en lugar de rearmar al Reino Unido como medida preventiva. Ese papel de rueda suelta dentro del Partido Conservador tuvo su punto más álgido en 1938 cuando se firmó el pacto de Múnich. Hitler había anexado a Austria y estaba exigiendo que le cedieran los Sudetes, una parte de Checoslovaquia poblada por alemanes étnicos. Había dejado claro que si no accedían a sus peticiones podía haber guerra. Contaba con el apoyo del líder italiano Benito Mussolini en esa pretensión. Las cabezas políticas de Gran Bretaña y Francia, Chamberlain y Daladier, sin consultarle al gobierno checo, desmembraron a ese país para darle al Führer el pedazo que quería, a cambio de que firmara un papel en el que garantizara no tener ninguna otra pretensión territorial en Europa. Churchill en forma profética, cuando todo su país estaba feliz con esa garantía de paz, afirmó: “El gobierno tenía que escoger entre la guerra y la deshonra, escogió la deshonra y tendrá la guerra”.
Eso fue exactamente lo que sucedió. Seis meses después Hitler se tomó el resto de Checoslovaquia y el 1 de septiembre de 1939 atacó a Polonia. Una semana antes había desconcertado al mundo entero al firmar un pacto de no agresión con la Unión Soviética, cuyo gobierno comunista era el adversario histórico del fascismo. Hitler y José Stalin acordaron quedarse cada uno con la mitad de Polonia, con lo cual ese país dejo de existir y comenzó la Segunda Guerra Mundial.
Ante la demostración irrefutable de que Churchill había tenido razón todos esos años, Chamberlain tuvo que reinstaurarlo en su antiguo cargo del gabinete de primer lord del almirantazgo, a la cabeza de la Armada Real. Pocos meses después quedó claro que el primer ministro no tenía el carácter para enfrentar la maquinaria de guerra nazi y Churchill fue llamado por el rey para formar un gobierno de coalición que enfrentara a Hitler. A los 67 años, Churchill fue nombrado primer ministro. Había llegado su hora de gloria.
Con casi toda Europa conquistada, pocos le veían posibilidades al Imperio británico de resistir. Francia había caído en pocas semanas, y no solo su armamento ya estaba en manos de los nazis sino que su territorio se había convertido en la plataforma para invadir a la Gran Bretaña. Antes de eso, sin embargo, tocaba derrotar a la Real Fuerza Aérea (RAF) para que sus aviones no pudieran poner en peligro a los barcos alemanes cuando atravesaran el Canal de la Mancha. La Luftwaffe alemana no solo era superior sino que era considerada invencible dada la facilidad con que había conquistado el resto de Europa. La RAF, en cambio, estaba apenas estrenándose después de años de no renovarse por la política apaciguadora de Chamberlain. Para sorpresa de todos, los ingleses ganaron la batalla aérea que en los libros de historia quedaría consignada como la Batalla de Inglaterra. Al término de este enfrentamiento Churchill pronunció su famosa frase: “Nunca, en el terreno del conflicto humano, tantos le han debido tanto a tan pocos”.
Consciente de que no iba a ser fácil invadir Inglaterra, Hitler decidió descartarlo. No tanto por temor, sino porque con Europa bajo su control, la isla era un problema relativamente menor que no representaba una gran amenaza ni justificaba mayores esfuerzos. Por eso decidió enviar a sus ejércitos a la conquista de su enemigo histórico: la Unión Soviética. 3 millones de alemanes cruzaron la frontera rusa con la expectativa de conquistar al gigante comunista en pocos meses. El invierno frustró ese sueño y después de la derrota en Stalingrado, la ecuación de la guerra empezó a cambiar en contra de Alemania. Hitler había cometido el error de declararle la guerra a Estados Unidos por solidaridad con Japón después de Pearl Harbor, con lo cual la maquinaria de guerra nazi quedó enfrentada simultáneamente al presidente Franklin Roosevelt, a Stalin y a Churchill.
Después de que los aliados desembarcaron en Normandía, los días de régimen nazi estaban contados. La verdadera derrota militar fue por cuenta de la Unión Soviética, que para sorpresa del mundo entero no solo sacó al Ejército nazi de su territorio, sino que liberó y conquistó todos los países de Europa Oriental que se encontraban en el camino de la batalla final en Berlín. Esa cruzada le costó a la Unión Soviética 26 millones de muertos. Estados Unidos, que había entrado tarde al combate, logró con menos de medio millón de bajas liberar a Francia y a los países de Europa Occidental. El Imperio británico jugó un papel secundario en esa última etapa como aliado de los Estados Unidos. Por lo tanto, la gloria de Churchill no viene tanto de haber ganado la guerra, como de haber resistido la invasión en circunstancias en las que parecía imposible. Se enfrentó solo a Hitler cuando ni la Unión Soviética ni los Estados Unidos habían entrado en la guerra y cuando Europa estaba controlada por el nazismo. Cuando alguien elogió a Churchill describiéndolo como el León británico, él, modesta pero genialmente, contestó “El león británico fue el pueblo, yo solo di el rugido”.
En una de las mayores sorpresas electorales de la historia, tan pronto terminó la Segunda Guerra Mundial, Churchill y el Partido Conservador perdieron las elecciones. Para los ingleses, el genio de la guerra no era necesariamente el genio de la paz. Entonces, humillado en las urnas, aguantó unos pocos años como jefe de la oposición en el Parlamento y, eventualmente, volvió al poder como primer ministro en 1951. Sin embargo, ya era un anciano de 77 años que había perdido el rugido del león. En los años en la oposición, había tenido toques de genialidad al anunciar la creación de un bloque comunista con la frase: “Una cortina de hierro ha caído sobre el continente”. También escribió textos magistrales que le valieron el Premio Nobel de Literatura en 1953 por su “maestría en descripciones históricas y biográficas, así como por su brillante oratoria al defender valores humanos destacables”. Pero a pesar de esto, cuando regresó a la cabeza del gobierno no hubo mayor gloria. El león estaba cansado, y aunque era el estadista más respetado del mundo, la era para la cual vivió había quedado atrás. El Imperio británico había desaparecido y su poder había sido desplazado por la nueva potencia mundial: Estados Unidos. Pero teniendo en cuenta que la Primera y la Segunda Guerra Mundial fueron los eventos más trascendentales del siglo XX, y que Winston Churchill fue protagonista en una y héroe en la otra, su lugar como el mayor estadista de ese siglo queda por fuera de cualquier discusión.
Fuente:semana.com
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