IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Amanda Schmelz nos regaló una tarde mágica en el Salón Columnas de la Comunidad Bet El, presentando un monólogo titánico, extremo, intenso y retador, tanto para ella como actriz como para el público.
Comencemos por lo mejor de la obra: el trabajo escénico. Algo nada sencillo, porque es un monólogo de más de dos horas y media que se desarrolla única y exclusivamente en una banca de madera.
Esto obliga tanto a la directora como a la actriz a concebir un trabajo escénico minimalista, prácticamente inadvertido, pero que si no se diseña y realiza adecuadamente, puede sentenciar a una obra como esta al fracaso inmediato.
Pero no: Sandra Félix -directora- y Amanda Schmelz -actriz- hacen el trabajo adecuado, redondo, completo de principio a fin.
Aquí el problema principal es el ritmo: mantener al público atento durante casi tres horas requiere de un manejo preciso de todos los elementos en juego, que van desde los parlamentos y los silencios, hasta los discretos pero indispensables movimientos en el reducido espacio de una banca de la que la actriz nunca se levanta.
Pero me consta que el público ni siquiera se planteó el problema. Simplemente, se mantuvo cautivado durante toda la función. Eso refleja que Sandra y Amanda hicieron el trabajo perfecto, desde el concepto mismo hasta la ejecución. Lo que nosotros, los espectadores, vimos allí fue a una mujer de 80 años contando de manera fascinante su compleja vida, desde su infancia en la Ucrania que estrenaba al bolchevismo, hasta su vejez en Miami, pasando por el horror del Holocausto, el renacimiento de Israel y los modernos conflictos con los palestinos.
El trabajo actoral de Amanda Schmelz se llevó la tarde. Verla transformada en una mujer con más del doble de años de edad fue, por sí mismo, un mérito. Pero no poder dejar de escucharla pese a que la obra es inusualmente larga, fue formidable.
Allí es donde radical la dificultad para el público, porque la obra es -sin duda- retadora. En ese aspecto se tiene que mencionar que el autor Martin Sherman ha escrito un texto bien estructurado que permite que una buena dirección y una buena actuación se traduzcan en un trabajo que captura la atención, pese a lo largo. Si la obra fuera mala o frágil, ni el mejor director ni la mejor actriz en conjunto podrían rescatarla. No en esas dimensiones.
Pero lo que vimos esta tarde es la conjugación óptima de tres trabajos bien hechos: la manufactura del extenso monólogo por parte del autor, el concepto artístico por parte de la dirección, y la ejecución escénica por parte de la actriz.
Lamentablemente, no todo podía ser perfecto, y voy a meterme en temas que tal vez puedan resultar irritantes para algunos -o para muchos-, pero creo que esta vez resulta necesario señalarlos.
El primero es nuestro perfil como público. Es un tema que he platicado con muchos amigos que se dedican al teatro, judíos y no judíos, y todos coincidimos en esto: los judíos somos un público difícil, porque somos un público ruidoso.
Fue muy evidente durante los primeros veinte o treinta minutos de la obra: cuchicheos, gente desenvolviendo dulces, gente que llega tarde y no sólo busca un lugar donde acomodarse, sino que también tiene que saludar a todos sus conocidos (que son todos los que están sentados, porque en nuestros eventos comunitarios todos nos conocemos), o hasta el que se para a buscar un poco de refresco y tiene que destapar una bebida gaseosa y, por lo mismo, ruidosita.
No somos un público fácil. Ya después de la obra, Amanda y yo bromeábamos un poco sobre el tema señalando que, hasta cierto punto, seguimos conservando esa idiosincracia de Shtetl, bullosa y jacarandosa. Feliz cuando lo amerita la ocasión, pero difícil cuando se trata de estar sentados en silencio escuchando un monólogo teatral.
Afortunadamente, la obra -temática, concepto y ejecución- fue capturando al público y llegó un punto en que el ruido, en términos generales, desapareció. Pese a que en un principio había sido un tanto molesto, la actriz pudo desenvolverse sin ningún problema e impuso su dominio en el espacio, obligándonos -en el mejor sentido de la palabra- a atender a la obra.
Hasta que pasó lo que pasó… (y la gente que fue sabrá en este punto a qué me refiero)
Unos quince minutos antes de terminar, Amanda tuvo que detener la función y pedirle a alguien que se callara. Un momento vergonzoso, especialmente para nosotros. Por un momento se rompió el hechizo y nos tuvimos que concentrar en alguien que, desde su silla, se obstinaba en hacer comentarios en voz alta (que por supuesto tuvo que callar cuando vio la absoluta desaprobación por parte de todo mundo).
Pero si por un lado fue un momento de pena ajena que nos sonrojó a todos, por otro fue una oportunidad para que Amanda expusiera su virtuosismo técnico: transformarse en una mujer octogenaria con una vida tan compleja como intensa, verse forzada a regresar a su yo verdadero para enfrentar un contratiempo molesto, y regresar otra vez a Rose, la doble Rose (quien ya vio la obra sabe a qué me refiero), para hacer la conclusión de este tour de force intenso y dramático.
Doble mérito el suyo.
Hay otro aspecto, que está más allá de lo teatral pero que me siento obligado a comentar: el ideológico.
Debo decir que es un aspecto en el que la obra no me gustó (y aclaro que se trata de una postura muy personal). En términos generales, el sustrato ideológico que se percibe es el que se maneja en muchos sectores de la izquierda israelí, que se centra en una crítica poco objetiva a la política nacional.
El meollo del problema es el tema de la “ocupación” de los territorios palestinos. Rose asume -y con ella la obra completa- que esta realidad es un hecho inobjetable, un axioma absoluto, una tautología.
Pero no es así. Jurídicamente es insustentable la idea de “ocupación”, porque Palestina no era un territorio autónomo cuando Israel se fundó en 1948. Era una colonia inglesa. Y en términos jurídicos, una “ocupación” sólo se da cuando una nación YA EXISTENTE invade a otra nación YA EXISTENTE e impone un control político.
Y eso no fue lo que sucedió en 1948.
En el más extremo de los casos, se tendría que hablar de una “ocupación israelí de territorios jordanos y egipcios”, porque Israel conquistó la Franja Occidental y Gaza a esos países en 1967. Pero resulta que esos países no están reclamando ningún derecho allí. Por lo tanto, la propia ONU los ha definido como “territorios en litigio” cuyo estatus final tiene que resolverse en una negociación directa entre israelíes y palestinos.
Entonces, de raíz, hay un problema con el concepto de “ocupación”. Personalmente, me decpeciona que un autor como Sherman compre de manera tan fácil y rápida lo que, en realidad, sólo ha sido un eslogan para deslegitimar cualquier cosa que haga Israel, y por el contrario legitimar cualquier cosa que hagan los palestinos. Y me refiero concretamente al terrorismo, justificado por muchas personas de izquierda bajo la premisa abyecta de que es “una resistencia contra la ocupación”.
No. Cualquiera que se ponga a analizar los hechos fríos y como son, podrá corroborar que es una obsesión por destruir al Estado de Israel. Nada más.
Ahora bien: es obvio que la obra no tiene por qué meterse en semejante complejidad, en los recovecos de un debate ya de por sí difícil. Pero justamente por ello lamento que sólo se involucre con la versión más fácil y superficial del asunto, diseñada en su origen como propaganda anti-israelí, con un sesgo donde los judíos pareciéramos obligados a vernos siempre como culpables.
Muchos me podrán reclamar que, por lo menos, hay un punto en el que lo somos, y es en el de las “colonias” de ultraortodoxos en Cisjordania. Invasión de tierras, simplemente.
Pero yo tengo mis dudas al respecto (por decirlo de modo amable). Sigo sin entender por qué eso tiene que ser un problema. Si el objetivo es el establecimiento de dos estados vecinos -Israel y Palestina-, no entiendo cuál sea el problema con esas colonias judías.
Yo soy parte de una colonia judía en México, así como muchos son parte de la colonia judía en Estados Unidos o Argentina. Y nadie anda diciendo que seamos parte de un complot israelí para quitarle territorio a Estados Unidos, México o Argentina.
Mi pregunta es simple: si yo como judío puedo vivir en México sin dejar de ser mexicano ni judío ni poner en jaque la integridad nacional de mi país (porque eso es México: mi país), ¿por qué un judío en una colonia judía en Palestina no puede ser palestino y judío sin dejar de ser ni palestino ni judío, ni poner en jaque la integridad nacional de su país, Palestina?
Porque las autoridades palestinas (y eso, las “moderadas”) ya dejaron en claro que en el futuro Estado Palestino NO DEBEN HABER JUDÍOS.
Son racistas. Xenófobos. Judeófobos. Antisemitas, en la acepción clásica del término. Y además se jactan y lo dicen con todas sus letras, y además tienen comprada la complicidad de los ambientes progresistas internacionales que dicen “sí, sí, los colonos judíos son el problema…”.
Con la pena, yo digo que no. Yo digo que el problema es la intransigencia palestina heredada de sus cómplices nazis de hace 80 años (no exagero; estudien el tema en cualquier libro de Historia dedicado al asunto), obsesionada con un Estado “libre de judíos”.
Por eso, la presencia judía en los territorios ahora llamados “palestinos” es un insulto y un agravio que debe resolverse con la expulsión definitiva de toda esa gente.
Genocidio, en términos técnicos: esfuerzo deliberado para hacer desaparecer a un grupo de un lugar determinado.
Quiero dejar en claro que con esto no pretendo justificar las tonterías que, ciertamente, llegan a hacer algunos colonos judíos.
Pero también quiero dejar en claro que si nos dedicamos a la autocrítica y nosotros -pero sólo nosotros- nos proponemos ser mejores, las cosas no van a cambiar. Los palestinos no van a mejorar sólo por eso.
¿Retirar a los judíos de Cisjordania -en realidad, el nombre histórico es Samaria y Judea; lo de Cisjordania se inventó apenas en 1949-, desmantelar los asentamientos, puede aportar algo en la solución al conflicto?
No. Eso no va a aportar absolutamente nada, del mismo modo que agarrar a todos los árabes israelíes y mandarlos a vivir a Palestina tampoco aportaría absolutamente nada. Ya se hizo un retiro total y unilateral de Gaza, y lo único que se consiguió fueron más de 10 mil cohetes disparados contra la población civil israelí.
Bueno. No es un misterio que no concuerdo con el sustrato ideológico de la obra. Pero debo decir algo a favor de lo que Rose representa como función de teatro: obliga al diálogo. Puedo no estar de acuerdo -y usted, lector, puede no estar de acuerdo conmigo-, pero esa diferencia de opinión es necesaria y constructiva cuando, reitero, invitan y generan diálogo.
Pero, lamentablemente, no me consta que del lado palestino se escriban y se presenten obras como esta: autocríticas, dispuestas a buscar en el otro -para ellos, el israelí- una dosis de razón, un reclamo legítimo.
Mi molesta percepción es que los palestinos centran todo su discurso en “la ocupación israelí”. Y si el teatro judío repite ese discurso -más bien, cliché-, no se va a llegar a ningún lado, porque el diálogo y confrontación de ideas sólo se estará dando de un lado. El nuestro.
Y se tiene que dar en los dos.
Mientras tanto, por lo menos aquí y entre nosotros, que siga el diálogo. Y si el pretexto es buen teatro, qué mejor.
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