GABRIEL ALBIAC
El Ejército tendrá que actuar: el arsenal que acumulan algunos barrios es más operativo que el de la Policía.
Al periodista del «Figaro» que le pregunta si él «es Charlie», Alain Finkielkraut responde con la concisión precisa que se espera del filósofo:«Yo soy Charlie, yo soy policía, yo soy judío, yo soy la República, decía una pancarta que se enarboló en el cortejo histórico del 11 de enero. Yo digo lo mismo».
Sobre Alain Finkielkraut recae hoy buena parte del honor de pensar en Francia como un hombre libre. Y de hacerlo sin concesiones sentimentales. Con un rigor que es la condición del oficio. Y que cabe en la dura disciplina cuyo canon otro filósofo, judío como él, fijó en el siglo XVII: «No reír de las acciones humanas, no deplorarlas ni maldecirlas, sino sólo entenderlas».
Entender esta Francia trocada en laberinto que serpentea sobre el barril de pólvora de un yihadismo enraizado en amplias capas jóvenes de su comunidad islámica, es el problema al cual ningún pensador puede escapar hoy aquí. Los dirigentes religiosos están en su derecho de repetir retóricos llamamientos a la hermandad universal y al respeto entre creencias. Para un hombre de religión, algo en la naturaleza humana participa de la imborrable luz divina y, tarde o pronto, habrá de encontrarse con ella. Para el filósofo, tal tipo de consuelo está prohibido. Debe saber. Es todo. Establecer las complejas redes causales de cuya determinación viene este horror. Y negarse a fingir esos futuros grandiosos que en francés traen a la memoria la peor retórica del viejo estalinismo: «les lendemains qui chantent», los mañanas cantarines. Pero el filósofo vive sólo en el presente; en el presente continuo de aquel que sabe que remitirse al azar o al destino para dar razón de algo es dar tan sólo expresión a la estupidez propia.
Tres días después de la gran manifestación de un millón y medio de personas en París, Finkielkraut no es el respetado miembro de la Académie Française, ni el autor de libros esenciales en la defensa de la libertad republicana. Es sólo un ciudadano. Que se hace las mismas preguntas que aquí todos se hacen. Y que quizá no tienen respuesta. Pero un filósofo no da respuestas. Hace preguntas. Allá donde los demás temen interrogarse, allá donde los demás siguen la grata benevolencia del lugar común, del lugar en el cual todos los hombres se sienten grey y, por tanto, cómodos.
Y la agria pregunta hay que plantearla. «¿Fue un error no asociar a Marine Le Pen al desfile parisino?», formula el entrevistador, tal vez soñando hallar la complicidad cálida de un pensador inequívocamente antifascista. Y esta vez, como el oficio de filósofo lo exige, Finkielkraut rompe la plantilla del buen sentido establecido. Fue un error. «Marine Le Pen no es ya maurrassiana ni petainista. Es putinista y ello sería razón suficiente para combatirla. Pero, al excluirla de una manifestación de unión nacional, no se la debilita, se la refuerza y se busca transformar un desfile contra el islamismo en una movilización contra ‘la islamofobia’… Nos acusan a nosotros de incendiarios… y a las instituciones judías de alinearse con Israel. Resultado: el antisemitismo se expande en el mundo árabe-musulmán… Una batalla intelectual y política se desarrolla en Francia entre el partido del sobresalto y el partido del Otro: su desenlace es hoy muy incierto». El partido del sobresalto, dice Finkielkraut: las retóricas grandilocuentes del patriotismo xenófobo. El partido del Otro: el masoquismo autoflagelante, las insulsas mitologías del buen salvaje de cuya mano vendrá el fin de nuestra civilización decadente.
Son palabras que hablan del desarraigo que la calle vive. Todo el mundo sabe —y el Gobierno francés así lo ha reconocido— que ciertos barrios musulmanes, convertidos en gueto cerrado, encierran arsenales de armas de guerra importantes. Conseguir un par de kalashnikov, como esos con que los hermanos Kouachi ejecutaron a los diez periodistas de Charlie Hebdo y a dos policías, antes de afrontar ellos mismos la muerte mirando hacia la Meca, conseguir las metralletas, pistolas, granadas machete y chaleco antibalas que formaban la panoplia de asalto con el cual Coulibaly fue asesinando en el supermercado a aquellos cinco ciudadanos que no tenían más rasgo común que el de ser judíos, es hoy, en periferias donde sólo la autoridad del imán de turno pesa, un juego de niños.
Antes de que ninguna medida política ni administrativa pueda ser puesta en juego, esos arsenales habrán de ser localizados y destruidos. Y, en esa tarea de desarmar los ejércitos privados de las «cités» —ejércitos en los cuales delincuencia común, narcotráfico y yihadismo se simbiotizan—, el ejército tendrá que jugar un papel simultáneo al de la policía. Hoy por hoy, las armas pesadas que los barrios islamistas acumulan son más operativas que las de los gendarmes. Y quienes las manejan, pasados por Afganistán, Siria o Yemen, poseen una preparación a la que sólo fuerzas especiales de un ejército moderno pueden enfrentarse sin la certeza de ir a ser masacradas.
Sólo tras ese desarme empezará la parte seria: ¿por qué esta barbarización de los suburbios musulmanes ha podido producirse? En una bella carta abierta a su hija, después de la manifestación del día 11 de enero, el Premio Nobel Le Clézio subrayaba lo difícil de afrontar la paradoja: «Tres asesinos, nacidos y crecidos en Francia han horrorizado al mundo por la barbarie de su crimen. Pero no son bárbaros. Son gente como las que podemos cruzarnos todos los días… En un determinado punto de sus vidas, bascularon hacia la delincuencia… A partir de un cierto punto, dejaron de ser los amos de su destino. El primer aliento de venganza que pasó ante ellos los arrastró, y llamaron religión a lo que no era más que alienación. Es ése el descenso a los infiernos que hay que detener… Para curar la enfermedad que roe las bases de nuestra sociedad democrática».
Frente al «buenismo»
La clave más seria es la escuela: la suplencia de la laica escuela republicana por un adoctrinamiento en mezquitas casi sin excepción a cargo de imanes salafistas, ha arrojado a toda una generación musulmana en Francia a la desesperación y el deseo irrefrenado de exterminar al otro, al no musulmán, al judío sobre todo, pero también a cualquiera que no comparta la sumisión común a religión y Libro en la cual esa generación se identifica.
«Es absurdo» —concluye Finkielkraut— «afirmar, como lo hizo Alain Juppé, que los asesinos sean gente sin fe ni ley; sin fe, insisto». Fe: un Corán literalista, por atenerse al cual se da la vida propia y ajena. Ley: una sharía, común a todos los musulmanes, a todos los sumisos de Alá. Estas gentes son yonkys de la fe. Y, como Finkielkraut, son muchos los franceses que hoy no entienden la lógica de un presidente francés desbordado por una realidad poco acorde con sus idílicos paisajes humanitarios; a un presidente empeñado en proclamar, contra toda evidencia, que los asesinos «no tienen relación con la religión musulmana», ni por supuesto con la emigración musulmana… Según esa neolengua en vigor, nada tiene relación con nada. Y todo vale, a partir de ahí. Y todo llama al desastre. Y nada puede ser explicado.
Hubo la intervención de Manuel Valls en la Asamblea. Por fortuna. Y el acuerdo que Sarkozy impuso a Hollande la víspera. El discurso oficial está cambiando. Nadie en Francia tolerará oír las mismas dulzarronerias, el repetido empalago de que todas las religiones son buenas, y en el fondo iguales. No. Hay religiones que admiten sin demasiado problema al otro; que han aprendido a hacerlo a lo largo de duros siglos; aunque ese otro sea un no-creyente, un ateo incluso. Hay otras que siguen instaladas en su oclusión fundacional: el otro está para ser convertido o para ser asesinado. Y en una República que funda su existencia sobre la laicidad como común territorio, eso significa guerra. La «guerra contra el islamismo radical» que Valls anunció al Parlamento. Esa guerra será dada. Con todas sus consecuencias. La Asamblea nacional, en pie, entonó la Marsellesa.
Fuente:abc.es
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