JORGE M. STREB
La muerte de Alberto Nisman también obliga a reflexionar sobre el Poder Judicial en Argentina. En toda sociedad democrática hay diferentes visiones sobre el rol del poder judicial. Por un lado, el poder judicial debe estar sometido a la soberanía popular y, por consiguiente, a las autoridades electas. Haciendo hincapié en esto, la presidente Cristina Fernández de Kirchner lanzó en 2013 una reforma judicial con el fin de “democratizar la justicia”, contraponiendo una justicia sometida a la voluntad popular con una justicia elitista ajena a esos deseos. Por otro lado, una característica de las democracias constitucionales modernas es que la justicia debe asegurar que nadie esté por encima de la ley, ni siquiera los más altos mandatarios.
Hay indicadores objetivos sobre los problemas del estado de derecho en Argentina. Según los índices tanto del World Justice Project como de la Fundación Bertelsmann, Argentina está peor que Brasil y, sobre todo, Uruguay y Chile. Un componente esencial del estado de derecho es la sujeción de los funcionarios públicos a la ley, para lo cual es necesaria una justicia independiente que pueda limitar la conducta indebida de los otros poderes. Este es nuestro talón de Aquiles en la Argentina.
La menor independencia judicial va de la mano con débiles frenos y contrapesos legislativos, en el marco de una menor competitividad partidaria al haberse transformado el Partido Justicialista (PJ) en un partido casi-hegemónico en los últimos años. A esto se agrega que el PJ viene de una tradición política que, por decirlo de algún modo, prioriza los resultados antes que el debido proceso. El juicio a la Corte Suprema en 1946, cuando, según entonces dijo Perón, “El Poder Judicial no habla el mismo idioma que los otros poderes”, recuerda los planteos actuales. Un caso aún más trágico, que resuena todavía hoy en día, se dio cuando Montoneros y otras organizaciones armadas pasaron a la clandestinidad en 1974. La respuesta de Perón y la conducción del PJ fue combatirlas a través de la represión ilegal.
El fortalecimiento de la justicia no ha sido una de las prioridades en la que coincidiéramos los argentinos, con la importante excepción de la reforma constitucional de 1994 cuando todas las fuerzas políticas acordaron la creación del Consejo de la Magistratura para proponer los nombramientos y remociones de jueces. Como la Constitución Nacional requiere un balance entre los representantes de los partidos políticos y los de jueces y abogados, esto dota de mayor independencia e idoneidad al poder judicial.
Sin embargo, este balance ha sido socavado en 2006 por la ley que le dio poder de veto al oficialismo y hubiera desaparecido del todo en 2013 con el paquete de leyes para democratizar la justicia si la Corte Suprema no lo hubiera declarado inconstitucional.
En 2014, sin embargo, se deshizo la reforma constitucional de 1994 a través de la reforma del Código Procesal Penal, que ahora transfiere el poder para investigar y acusar de los jueces, sujetos a un riguroso proceso de selección y remoción, a los fiscales, que no lo están. Los fiscales surgen de las propuestas del Procurador General de la Nación al Poder Ejecutivo. La Procuradora General está completamente alineada con la Presidente de la Nación, priorizando funcionarios leales antes que funcionarios idóneos e independientes imbuidos, por así decirlo, de una mística de que se haga justicia. Vale la pena aclarar que Nisman fue nombrado antes de esta reforma, de hecho, en 2004 por el entonces presidente Néstor Krchner.
Las derivaciones de esta reforma amenazan con replicar para la justicia lo que vivimos con la destrucción del Instituto de Estadísticas (INDEC) en 2007. Solo que ahora se trata de un poder que juzga sobre la libertad, el honor y los bienes de los ciudadanos y es su principal garantía.
* Jorge M. Streb es consejero académico del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL) y profesor de economía en la Universidad del CEMA.
Fuente:elpais.com
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