IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO
TERESA
Isidoro está contento. La limonada en su boca tiene un gusto especial desde que llegaron esos dos rollos de tela a casa. El sabor de una bebida con azúcar.
Durante muchos años -todos, en realidad- no tuvo más remedio que acostumbrarse o aguantarse al sabor ácido de una bebida fresca, pero sin endulzantes. Su mamá lo obligaba, a veces a regañadientes, a beberla porque “le hacía bien” y lo cuidaban de los cataros. Así, “cataros” sin RR, por el singular acento materno donde todavía pesa la sombra de Polonia, ese país del que nunca quiere hablar.
Pero a Isidoro se le olvida eso por un momento mientras disfura el nuevo sabor del hogar entero, porque desde hace dos meses empezaron a integrarse nuevos productos a la dieta familiar.
Todo comenzó esa mañana en la que Alicia, su hermana menor, apareció corriendo y gritando que la Prima Bertha había llegado. Con su esposo, un hombre moreno y alto con el aspecto típico de los judíos de Siria.
La familia dejó descansar a las vacas y a los pollos por un momento en el rústico establo, y se reunieron en la casa para saludar a la pareja que, apenas unos días atrás, les había anunciado de la inminente boda y que pasarían a visitarlos en camino a su viaje de luna de miel en Mazatlán.
Se sentaron en la sala, bromearon, rieron, y Misha -el esposo de Bertha- se presentó con su nueva y numerosa familia, que incluye a Isidoro y Alicia pero también a otros cuatro hermanos y dos hermanas. Les contó de su trabajo, de su gusto por el fútbol, de que uno de sus abuelos llegó de Alemania, y les cantó canciones de Javier Solís y de Los Panchos. Luego apareció la mamá a decir que la comida estaba lista, y todos querían ir y sentarse cerca del tío Misha, pero este les dijo que primero tenía que sacar algo del coche. Un obsequio para la familia.
Heracles, el tío de Bertha, lo acompañó y apenas dos minutos después regresaron, cada uno cargando un enorme y pesado rollo de tela. Los niños miraron la escena extrañados, acaso sorprendidos por la exhibición de fuerza física que los dos señores hicieron, pero nada más. Sólo Isidoro se dio cuenta, aunque sin entender, de la importancia que debían tener esos rollos porque volteó y vió que el rostro de su mamá se había iluminado como pocas veces lo había visto. Tenía una sonrisa que le llenaba su cara redonda y colorada.
Ella, la que casi nunca sonreía.
Pero apenas se acercó al rollo, tomó y sintió la tela, su expresión radiante se agrandó. Parecía que desde hace muchos años soñaba con algo así y que por fin, tras una espera que podría remontarse… ¿a Polonia?… por fin había llegado algo que anhelaba mucho.
Fue cosa de un mes para que Isidoro empezara a entender por qué. Después de la rápida visita de dos días de los Primos Misha y Bertha, su mamá pasó horas y horas sentada en la vieja máquina de coser, y allí el primero de los rollos de tela se fue convirtiendo en camisas y overoles para los cinco hermanos, vestidos y blusas para las tres hermanas.
Nunca habían tenido ropa realmente nueva. La situación económica no se los permitía. Toda la ropa que “estrenaban” la adquirían en los bazares de un templo católico cercano, en donde se vendía ropa usada para la gente pobre.
Como ellos. Una familia europea con un oscuro pasado del que nadie quería hablar, pero que se podía sentir en cada rincón de la casa, en cada gesto de sus padres, en cada lágrima inexplicable que, de vez en vez, corría por las enormes, redondas y coloradas mejillas de su mamá.
Tal vez por eso esa limonada le sabía mejor a Isidoro. En parte porque tenía azúcar, algo que nunca habían visto en casa, pero que había hecho su aparición -junto con otras cosas- desde que no había que gastar dinero en ropa para el duro trabajo en el establo. Pero también porque alrededor de eso que parecía tan sencillo, la expresión de su mamá era un poco menos triste con mayor frecuencia. Se le veía sonreír más seguido.
Esa noche, cuando ya casi todos se habían dormido y su papá estaba haciéndole arreglos a la vieja camioneta que usaba para repartir la leche en el pueblo, Isidoro se acercó a su mamá aprovechando que la veía tranquila. Le volvió a preguntar por Europa, por Polonia, por su infancia.
Su mamá tragó saliva, respiró hondo, hizo el ademán de que iba a hablar y por un momento pareció que esta vez sí contestaría.
Pero no pudo. El nudo en la garganta la derrotó otra vez. Sus ojos brillaron, esta vez de tristeza, y las lágrimas silenciosas rodaron por su bello rostro, regordete pero con unas facciones finísimas que parecían esculpidas a mano.
Isidoro se fue a su cuarto. Allí, en la quietud de una típica noche de Jalisco y todavía con el sabor del azúcar en su boca, lloró también aunque sin saber por qué. Acaso, lo mejor que se podía decir a sí mismo es que lloraba por el silencio de su mamá.
I
Pedro salió en silencio de la recámara en donde, minutos antes, su hermano Willfred acababa de morir. Su madre, su hermana y una prima que había vivido varios años con ellos no dejaban de llorar.
Paro cardíaco. El final de la lenta agonía de un corazón enfermo desde unos meses atrás.
Se acercó a las tres mujeres e interrumpió sus lamentos para despedirse. No podía perder mucho tiempo. Ni siquiera para quedarse al funeral de su propio hermano.
Su padre lo acompañó hasta donde uno de los empleados de la familia, alguien de toda confianza, esperaba con dos caballos. Sin que nadie lo viera, le dio a Pedro una alforja llena de monedas bien apretadas para que no hicieran ruido, lo bendijo y le dio un abrazo.
Hablaron poco, sabiendo que pasaría mucho tiempo para que pudieran reencontrarse. Si acaso volvían a verse otra vez.
A galope tranquilo, Pedro y su ayudante se alejaron en la oscuridad de la noche rumbo hacia la Ciudad de Puebla, y allí los dos se instalaron en un hotel discreto pero limpio. El empleado se fue a primera hora de la mañana, sin saber qué haría Pedro después de eso, tal y como se había acordado. Cerca del medio día, el joven de veintidos años que acababa de perder a su hermano llegó a la estación de tren, compró un boleto hacia Guadalajara, y desapareció del lugar al que consideraba su hogar.
Apenas tres meses antes su vida era afortunada, pero dentro de lo normal: hijo de inmigrantes recién llegados desde los Estados Unidos, la habilidad de su padre para los negocios les había dado una posición cómoda en las afueras de Puebla, donde habían adquirido el casco de una vieja hacienda porfiriana. Era un tipo de vida casi rural, pero tranquila para poder celebrar sus ritos religiosos sin que la gente del lugar se entrometiera demasiado.
Los lugareños no tenían fama de ser muy tolerantes con las religiones distintas al Catolicismo, y menos aún con los judíos.
La aparente calma la vinieron a romper los Cristeros. Sorprendente, porque se suponía que su guerra estaba mucho más al norte, lejos de allí. De todos modos, llegaron y se llevaron secuestrado a su hermano Will. Durante un mes no supieron nada de él. Luego, la negociación: mil monedas de oro para poder verlo vivo otra vez.
El rescate se pagó y Will fue devuelto a su casa, pero ya no era el mismo. Tenía miedo, fiebres continuas, estaba casi en los huesos. Su corazón nunca se repuso, y fue cuestión de tres meses para que un ataque cardíaco fulminante le quitara la vida.
Justo cuando llegó la carta firmada por los mismos cristeros que habían secuestrado a Will.
“Señor Calderón, vaya juntando otras mil monedas de oro. Pronto vamos a ir por su otro hijo”.
Salomón Calderón juntó el dinero, pero decidió no gastarlo en otro rescate. Organizó el modo más rápido de cerrar sus negocios y aseguró el destino de su familia. Se trasladarían a Córdoba, Veracruz, con un primo de su esposa que se había establecido en las cercanías para trabajar como ebanista y comerciante. Su hijo Pedro, el menor, simplemente tomaría el dinero preparado para la ocasión y se iría sin decir a dónde. Simplemente, desaparecería.
El atribulado padre le había sugerido irse a Estados Unidos, donde tenían familia. Pero Pedro tenía otros planes. Riesgosos, sin duda, y hasta cierto punto absurdos. Tanto, que supuso que los cristeros nunca se imaginarían la ubicación de su nuevo escondite: el Bajío Jalisciense, apenas a unos días a caballo de los más importantes refugios de la guerrilla ultra-católica.
Esa misma noche, el joven fugitivo llegó a una posada en las afueras de Guadalajara, y cuando le preguntaron el nombre para registrarlo contestó lo primero que se le vino a la cabeza.
Heracles.
¿Heracles qué?
Heracles Dávila.
Estaba vivo. Estaba libre. Estaba seguro. Pero, de algún modo, los cristeros también lo habían secuestrado. O, por lo menos, le habían secuestrado su nombre.
No le importó demasiado. El paso de los siguientes meses y años habría de convencerlo de que esa identidad casi anónima era lo mejor que le podía pasar.
II
Era la segunda vez que Teresa tenía esa sensación.
Cuando ella y su mamá estaban por abordar el tren, recordó aquella noche en la que estuvo a punto de ponerse a llorar cuando los soldados alemanes entraron a su casa. Se comportaron correctamente, casi amables, pero algo en el ambiente le decía que eso no podía ser bueno. Que era apenas el inicio de un periplo que no sabía cómo ni cuándo iba a terminar, y que ahora iba apenas por su segunda etapa.
En aquel entonces, dos años atrás, ella y su mamá tuvieron tiempo para preparar una maleta con lo más necesario para las dos, y salieron del departamento escoltadas por tres jóvenes serios y silenciosos enfundados en sus impecables uniformes. Afuera las colocaron en la parte trasera de un camión junto con otros judíos de la misma cuadra, y unos pocos minutos después se habían puesto en marcha. El viaje nocturno le dejó la sensación de que Varsovia era una ciudad más fría e inhóspita de lo que parecía, y cuando por fin llegaron a los límites del ghetto la hostilidad desapareció para dejar su lugar a la melancolía.
Ahora, dos años después, otra vez las sacaban de un lugar para llevarlas a nadie sabía dónde. ¿Otro ghetto en otra ciudad? ¿Campos de trabajos de los que había tantos rumores?
Por un momento, Teresa tuvo la sensación de que fuese lo que fuese, sería peor. Cuando la sacaron de su casa a los once años, aún esos soldados nazis la trataron con cierta consideración por ser una niña. La cargaron para subirla al camión, y en todo momento tuvieron cuidado con el muñeco de felpa que llevaba abrazado.
Ahora, a los trece de edad y todavía con un aspecto infantil que hacía que muchos creyeran que tenía dos o tres años menos, nadie la ayudó. Simplemente escuchó los gritos del comandante que literalmente arreaba a los judíos como si fuesen ganado, y esa inercia la metió repentinamente en un vagón de tren donde no había asientos. Sólo gente parada que poco a poco iba hacinándose. Cuando estuvo lleno, se oyó el chirrido de la puerta a cerrarse y al poco tiempo empezó a hacer un calor molesto e incómodo.
Pero no había remedio ni modo de encontrar el espacio suficiente para refrescarse un poco. Teresa simplemente se apretó al cuerpo de su mamá, que de inmediato la abrazó y la hizo sentir un poco menos mal, como aquella noche dos años atrás cuando las sacaron de su casa para llevarlas al ghetto.
Un silbido ominoso lastimó sus oídos, y el tren comenzó su marcha.
La gente en el interior intentó mantener la calma durante varias horas, y hacia el atardecer se pudo escuchar como un grupo de religiosos comenzaba a rezar. Las plegarias bien pudieron reconfortar a algunos, pero también pusieron histéricos a otros y los episodios de ansiedad comenzaron a sucederse con más frecuencia.
¿Cuándo diablos iban a parar? Los llevaban de pie, encimados unos con otros. ¿Acaso pensaban matarlos así, lentamente? El tren no se detenía y no se detenía y no se detenía, y hubo un momento en que Teresa sintió que estaba a punto de desmayarse. Otra vez su indestructible madre la jaló hacia sus brazos y la colocó de tal manera que pudiese descansar su peso lo más posible. Era obvio que su mamá estaba igualmente cansada, pero sin ser una mujer robusta, Janka Boguska era y seguía siendo el refugio incondicional de su única hija.
Dormitó como pudo. De todos modos, cuando se alcanzaba a percibir la luz matutina que se filtraba por las ranuras en la madera del vagón, se sentía tan cansada como la noche anterior. Algunas personas del vagón, principalmente mujeres, empezaron a organizarse -casi a gritos, por la imposibilidad de moverse- para repartir entre los niños la poca comida que habían logrado guardar entre sus ropas. Teresa recibió un pedazo de pan y un cachito de patata, y por unos momentos dudó en comerlo. Quería compartirlo con su mamá, pero la mirada severa -mirada de sacrificio- que recibió le dejó en claro que cualquier negociación sería inútil.
Allí, en ese momento, Janka todavía era una mujer entera decidida a hacer todo lo necesario por su hija. Teresa estuvo a punto de llorar cuando intuyó que, llegado el momento crítico, esa mujer también se dejaría matar con tal de ver sobrevivir a su hija.
Finalmente, el tren se detuvo. Pocos segundos después se escuchó el ruido de las puertas de otros vagones que se abrían, y todos pensaron por un momento que el viaje había llegado a su fin. Afuera se oían gritos en alemán y quejas en yiddish o en polaco, y la impaciencia por ver la puerta abrirse y respirar aire fresco se tornó casi insoportable.
Pero no sucedió nada. Después de varios minutos detenidos y escuchando los mismos gritos y las mismas quejas, el tren reinició su marcha. Otra vez el infierno del camino hacia cualquier lugar. Evidentemente, el tren sólo había hecho una escala para recoger a más judíos.
Minutos después, comenzaron los desmayos. Luego, los olores a orín y excremento. Llegó el momento en que el tiempo parecía no trasncurrir. Era una situación desesperante, pero no había prisa por llegar. No sabían a dónde iban. No tenían idea de cuánto podía durar el viaje.
El tren se detuvo otra vez. ¿Otra escala para agregar más judíos a ese suplicio?
Repentinamente, la puerta se abrió y un golpe de luz y de aire helado hizo que todos exclamaran o de plano gritaran. Teresa no alcanzaba a ver qué había afuera. Aparte de toda la gente que le estorbaba, la luz que entró de golpe la dejó deslumbrada por un momento. Sus piernas estaban completamente entumidas, pero de todos modos caminó detrás de los demás para salir del vagón. Afuera, ella y su mamá fueron obligadas a ponerse en una fila para mujeres, y poco a poco fueron avanzando hasta lo que era la evidente puerta del Campo de Concentración.
Al fondo, sólo se veían espesas nubes de humo negro que salían de alguna chimenea.
Fuese lo que fuese ese lugar, el infierno del tren por fin había terminado, y era cosa de unos minutos para ver cuál sería la siguiente etapa del periplo. Antes de llegar a la mesa donde un alemán hacía un breve auscultación física a las mujeres formadas en la fila, Teresa alcanzó a ver que después la gente era separada. Evidentemente, las personas en mejor condición física eran puestas aparte, y tenía lógica: se decía que eran campamentos de trabajos forzados, así que seguramente las pondrían a hacer algo.
En la otra fila, las mujeres ancianas, las débiles, las enfermas y las niñas.
¿La separarían de su mamá? Era probable. Janka era una mujer a todas luces fuerte, y no había duda que la pondrían en el grupo selecto. Pero ella, Teresa, apenas con trece años y todavía con más cuerpo de niña que de mujer, tal vez sería colocada con las otras.
¿Sería una separación definitiva? ¿Volvería a ver a su mamá si las ponían en grupos diferentes en ese momento?
Estaba a punto de ponerse a llorar cuando sintió el apretón de la mano de su mamá, como aferrándola para que no las separaran.
Y entonces los vio.
Al voltear hacia el frente se topó con esos ojos grises con expresión de águila con los que, desde atrás de unas gafas, el oficial alemán que hacía las auscultaciones la estaba observando.
III
Heracles observa el pequeño cuarto del que le acaban de entregar las llaves. Su nueva casa. Su nuevo hogar. Volver a empezar de nuevo.
Coloca en una esquina sus rústicos utensilios de trabajo, y en un pequeño mueble con cajones acomoda su ropa. Luego se asoma por la ventana, un poco nervioso, para ver que en el improvisado corral del patio de la casa su burro esté durmiendo tranquilo.
Hace casi veinte años -dieciocho, para ser exactos- que huyó de su casa, y desde entonces se ha dedicado a todo y a nada. Comprar y vender, trabajar el campo, presentarse con su nombre falso y no hablar de su pasado. A ratos, fingirse católico para no meterse en problemas con la población del Bajío mexicano, tan nostálgica de aquellos cristeros que secuestraron a su hermano y le provocaron la muerte.
Dos veces ha intentado localizar a su familia en Puebla, pero los esfuerzos han sido inútiles.
Se acuesta en el camastro y saca esa última foto que se tomó en su antiguo hogar y la ve por enésima vez. Su papá, su mamá, su hermana y la prima Raquel.
¿Qué habrá sido de ella? ¿Cómo habrá sorteado todos los brotes de antisemitismo que hubo antes de la Segunda Guerra Mundial? En Río Blanco, Veracruz, donde ella vivía, hubo una comunidad alemana muy nutrida gracias a la gran fábrica textil que mandó a construir Porfirio Díaz. Muchos de ellos eran judíos, como el último novio que le conoció a Raquel. ¿Se habrán casado? Joseph Davidovitz, se llamaba.
Raquel era la mujer más hermosa que hubiera conocido. Su piel blanca, delgada, siempre rosada; sus ojos color miel, siempre brillantes y puros. Un alma cargada de amor, una sonrisa siempre contagiosa, ese tipo de personas que te hacen sentir amado y en paz. Para ese momento ya debería tener más de cuarenta años, y seguramente estaría casada y con hijos.
Como tantas veces, quiso imaginarla como la esposa de ese alemán, su antítesis: pequeño, cabeza y nariz enorme, lleno de pelo por todos lados, disciplinado y duro como una piedra, culto como nadie en este mundo. ¿Cómo serían sus hijos?
Se durmió con deseos de soñarlos, pero -como de costumbre- no lo logró. Nunca recordaba sus sueños.
En la mañana se dio un rápido aseo con el agua de la pileta del patio, y luego desayunó un par de huevos frescos que le robó a alguna de las gallinas del lugar. Luego, lo único que no le podía faltar a un distribuidor de lácteos -su oficio durante los últimos tres años-: natas en un pan y un vaso enorme de leche. Y un poco de queso.
Se arregló lo mejor que pudo y desamarró a su burro para atender una importante junta de negocios. De ella dependía si optaría por quedarse alli, en Atotonilquillo. Un pueblo que, conforme avanzaba por la rústica calle de tierra, le parecía lo suficientemente agradable como para intentar echar a andar su plan: uno o dos años más de trabajo, y habría logrado juntar el dinero suficiente para comprar dos vacas lecheras. Con eso, podría dejar de ser solamente un distribuidor al servicio de otros productores, y así empezar con su propio negocio.
Y Atotonilquillo se antojaba un buen lugar para intentarlo, porque allí el negocio de la producción de leche todavía estaba en la prehistoria. Apenas había una familia recién llegada de Asia -según le dijeron- que había pueso un pequeño rancho, y por esos chismes que van de boca en boca se había enterado de que necesitaban alguien para ayudarlos a distribuir la leche.
Y a eso iba. A hacerse cargo de un negocio que, con un poco de esfuerzo y suerte, podría ser suyo un poco más adelante.
¿Qué clase de asiáticos serían los dueños del ranchito? Los rumores sólo mencionaban que habían llegado huyendo de la guerra, así que podrían ser japoneses.
¿Hablarían buen español, o Heracles tendría que comunicarse a señas?
Todavía estaba con la duda cuando se paró frente al desvencijado zaguán de una cochera anexa a lo que evidentemente era el establo de las vacas, y tocó la puerta.
Esperaba ver a una japonesa o a una china, pero cuando le abrieron se quedó pasmado.
Tenía enfrente a la mujer más hermosa del mundo. Nada que ver con Japón o China. Esa mujer venía de Europa. La piel rosada, blanquísima, como la de su prima Raquel. El cabello dorado y brillante. Los ojos azules profundo, con una sutil expresión melancólica. Lo único que, repentinamente, le hizo un poco de ruido en la cabeza a Heracles fue que esa mujer no tenía más de quince años.
Ella saludo con un acento extraño, mientras detenía con sus manos un cántaro con leche, y lo invitó a pasar. Abrió bien el zaguán para que también entrara el burro.
Y entonces apareció un hombre -seguramente el papá-, que se presentó en un torpe español: León Klemchak, lechero. Apenas si pudo pronunciar su oficio. Conversaron sobre los términos del servicio que Heracles podía prestarles, y todavía no llegaba a un acuerdo sobre el modo de repartir las ganancias, cuando el señor Klemchak se quedó atorado con otra frase en español que le resultaba impronunciable, y se limitó a balbucear “Arele di miljman ton nit visn sfardi…”.
El corazón le dio un vuelco a Heracles. No entendió del todo lo que acababa de murumurar ese tipo, pero reconoció el idioma porque lo había escuchado hablar alguna vez entre los conocidos de sus tíos, los papás de Raquel.
Era yiddish. Esos “asiáticos” eran judíos.
En ese momento apareció la que a todas luces era la mamá y que pronto sería también la intérprete, y antes de que pudiera decir algo, Heracles se adelantó para presentarse.
Shalom. Mi nombre es Pedro Calderón. También soy judío, un yid, y pueden llamarme Heracles.
La pequeña familia “asiática” lo miró sorprendida. Los padres no salían de su estupor, pero la hija sonrió discretamente.
Bienvenido, señor… Cal…
Puede llamarme Heracles, señora.
Hera… clio.
Puede llamarme Heraclio, señora.
Bienvenido, señor Heraclio. Pase a tomar algo a la mesa.
Heracles los siguió al interior de la casa, mientras observaba a la hija llevar al burro al interior del establo.
El negocio de la leche en Atotonilquillo, Jalisco, había empezado mejor de lo que podía soñar.
IV
Cuando Teresa salió silenciosamente del depósito de cobijas sucias en la lavandería del Campo de Concentración todavía no lo podía creer. Willhelm, un viejo amigo de su papá, compañeros en la facultad de medicina en Berlín cuando jóvenes, y que varias veces los había visitado en Varsovia antes de la guerra, las había salvado.
Reconoció de inmediato sus ojos girses y su nariz larga y afilada, que le daban un aspecto casi de águila. Él, tan magnífico amigo, enfundado en un uniforme alemán de la Gestapo y -Teresa lo entendería más tarde- decidiendo quién viviría y quién moriría en ese preciso momento.
Willhelm se desconcertó por una fracción de segundo al ver a Teresa y a su mamá, pero de inmediato recuperó la compostura. Las puso en la fila de mujeres que se irían a los campos de trabajo, pero luego las mandó a sacar de la barraca asignada. Los demás guardias no sospecharon nada. Sólo se rieron cuando su jefe les dijo que esas dos judías le habían gustado como para divertirse un poco.
Las llevó a su oficina en donde se encerraron, y les dio de comer y beber. Luego las escondió en la lavandería, en uno de los depósitos con cobijas y manteles sucios.
Teresa se quedó petrificada enterrada bajo las cobijas, y casi gritó cuando sintió unas manos que removían los trapos y la dejaban al descubierto.
Afortunadamente, era otra vez ese rostro de águila amable que le pareció, por un momento, el de un ángel.
Willhelm la cargó y la metió en un tambo de ropa sucia que luego subió a un pequeño camión. Sólo les pidió que no se movieran ni hicieran ningún ruido hasta que no lo volvieran a ver.
Sintió cómo el camión arrancó y salió hacia la carretera justo cuando comenzaba a sentirse el frío de la noche.
Curvas de más, curvas de menos, a veces sentía que el movimiento del carro iba a hacer que los tambos se cayeran. Después de un rato que le pareció eterno -pero que no debió ser mayor a una hora-, el camión se detuvo y escuchó pasos de varias personas que llegaron a dónde estaban los tambos.
Estaba aterrada.
Los pasos eran de botas, así que seguramente eran soldados alemanes. Sintió cómo dos personas tomaron el tambo donde ella estaba, y después un vacío en el estómago le dijo que, aunque no lo creyera, estaba literalmente volando. El tambo cayó en el duro piso de la carretera y rodó unos metros hasta detenerse junto a unas piedras.
Teresa estaba un poco torcida, pero los montones de ropa sucia le habían amortiguado el golpe. Escuchó que después de ella caía otro tambo -el de su mamá-, y luego el ruido del pequeño camión alejándose, aunque se quedó con la sensación de que sólo un poco.
Estuvo a punto de salir a buscar a su mamá, pero recordó las instrucciones de Willhelm: esperar hasta que él la buscara.
Otra vez, el tiempo se hizo eterno, aunque en esta ocasión sólo debieron ser unos quince minutos.
Le faltaba casi nada para empezar a llorar cuando otra vez la ropa fue removida por unas manos y después, bajo la poca luz de una mediocre luna de cuarto menguante, el rostro de Willhelm apareció sonriendo. Teresa salió del tambo y de un brinco se puso de pie para, de inmediato, ir a abrazar a su mamá que ya la estaba esperando.
No se veía el camión del ejército por ningún lado.
Willhelm se acercó a las dos y le dio a Janka una cantimplora llena con agua y una mochila pequeña con dos hogazas de pan y medio queso. Luego les dio un tierno abrazó y un beso a cada una.
Lamento mucho que esté sucediendo todo esto. No sé… la guerra, los…
Las palabras se le quedaron atoradas en la garganta. Después de tomar aire y tragar saliva, continuó.
Caminen en esa dirección, siguiendo siempre la carretera. Dentro de tres, cuatro o cinco días van a llegar a territorio que ya controlan los rusos. Identifíquense como judías. Las van a mandar a un campo de refugiados donde estarán a salvo. Caminen sólo de noche. De día, intérnense en el bosque y busquen un lugar donde puedan enterrarse bajo las hojas y las ramas. Cuando estén escondidas, no se muevan ni hagan un solo ruido.
Janka no dijo nada. Abrazó la pequeña mochila como lo que era -la vida misma-, y le dio un beso en la mejilla a Willhelm. Luego, tomó la mano de su hija y empezaron la caminata.
Teresa recordó su sensación al ser llevada de su casa al ghetto y luego al subir al tren que las trajo a Auschwitz: otra nueva etapa del viaje empezaba, y era imposible saber a dónde las iba a llevar.
Por un instante, una súbita sensación de iluminación le dijo apenas que las llevaría lejos, muy lejos.
Pero lo único importante en ese momento era que las dos estaban juntos. Que su indestructible madre no había tenido que sacrificar la vida para salvarla, y todavía tenían la opción de cuidarse la una a la otra.
V
El negocio resultó más sencillo de lo que pensó en un principio, o tal vez sólo sería que se había enamorado, y pasar horas y horas en los establos de León Klemchak no le resultaba gravoso a Heraclio.
Ya se había olvidado de la S al final de su nombre postizo, y le daba risa pensar en el afortunado tino de ponerse Heracles y no Hércules, porque de lo contrario ahora se llamaría Herculo. O algo así.
Entró con los dos burros al establo y bajó los tambos que quedaron vacíos después de vender toda la leche. Otra vez, la venta había sido completa. Si las cosas seguían así, pronto se podría mandar a ampliar el lugar e incluso poner un gallinero en forma.
Ya estaba perfectamente trazado el plan para integrar una sociedad. Unos meses atrás, Heraclio había renunciado a su idea de comprar tres o cuatro vacas lecheras con el dinero que tenía ahorrado, y había optado por comprar un toro semental. León aceptó la idea más que feliz. Era una alternativa para que el negocio creciera de manera natural, y donde comían tres podían comer cuatro.
Aunque, por supuesto, ya sabía que las intenciones de Heraclio eran más ambiciosas que sólo asociarse en la adquisición de animales.
Aquella tarde no dijo nada. Desde el fondo del establo donde estaba acomodando la pastura para que comieran las vacas, se limitó a ver cómo su socio entró a la casa para tener una conversación privada con las dos mujeres, madre e hija.
Por su parte, Heraclio simplemente se apersonó en la cocina donde la mujer más hermosa que había conocido en la vida se encontraba preparando la comida junto con su mamá. Saludó cortesmente y después de algunas preguntas y respuestas sin importancia, pasó al tema verdaderamente relevante.
Vengo a pedir la mano de su hija.
Las dos mujeres se miraron una a la otra. La mayor no se terminaba de sentir cómoda, pero sólo era por la diferencia de edad: veinticinco o veintiseis años. La menor, en cambio, estaba radiante. Sus ojos brillaban felices. Más allá de la edad, Heraclio había demostrado ser un hombre más que valioso: leal, trabajador, responsable y, además, el único judío en muchos kilómetros a la redonda.
La respuesta que escuchó Heraclio lo tomó por sorpresa.
Pero si todavía no ha terminado de crecer…
Los tres sonrieron. Era cierto: la hija todavía no alcanzaba la estatura de la madre, y era evidente que podía crecer más. Tal vez tanto como Heraclio, o incluso pasarlo.
Eso no le va a quitar lo hermosa.
Los tres volvieron a sonreír. No había demasiado que discutir, ni siquiera que negociar la dote como en otros tiempos. Simplemente, eran cuatro judíos aislados que sobrevivían de criar vacas y vender leche. La boda permitiría estabilizar más esa situación, y todos lo sabían.
León estaba a punto de dejar la paja cuando escuchó un plato quebrándose en el piso. Sonrió discretamente. Sabía que no era lo manera tradicional de hacer las cosas, pero dado que no había más judíos en el pueblo y no había modo de saber si la mamá de Heraclio seguía viva, de ese modo su esposa había aceptado el compromiso.
“Así que, después de todo lo que hemos sufrido, por fin tendremos fiesta en México. La primera fiesta”.
Cuando León entró a la cocina, ya llevaba la botella de schnaps destapada. La última que conservaba de Europa, y que había guardado para una ocasión que lo ameritara.
Como esta.
VI
El campamento de refugiados no era cómodo, pero por lo menos Janka sabía que ella y Teresa estaban seguras.
Tal y como lo previó Willhelm, caminaron cuatro días hasta topar con una patrulla rusa que, de inmediato, las tomó en calidad de prisioneras. Al llegar al cuartel y corroborar que eran judías, fueron enviadas en un camión a un pequeño poblado en la parte central de Polonia, y allí las reunieron con otros judíos que también habían sobrevivido.
Al final se integró un grupo de unas cuarenta personas, y fueron enviados en tren hacia Novgrod.
Teresa sospechó que algo no andaba bien con semejante viaje tan largo (casi el doble de distancia entre Polonia y Moscú), y -una vez más- adivinó que a la travesía que había comenzado ese día que los nazis entraron a su casa todavía le faltaba mucho para terminar.
Pasaron cerca de medio año en las afueras de Novgrod, trabjando en una granja para generar sus propios alimentos, y luego el mismo grupo fue subido otra vez a un tren y enviado a Bakú, en Azerbaján. Tras unos meses en otro campo de refugiados, una pequeña embarcación los llevó por el Mar Caspio hasta Turkmenbashi, y desde allí otra vez en tren hasta Peshawar.
Casi un año desde que habían abandonado su casa en Varsovia.
La estancia en Peshawar se prolongó por cuatro meses, y de nuevo al tren. Esta vez, para llegar a Karachi, en la costa del Océano Arábigo.
En otras circunstancias, Teresa no hubiera tenido idea de dónde estaban, pero uno de los compañeros de viaje -sobreviviente y refugiado como ella y su madre- le explicaba animosamente cada detalle de la ruta. Pareciera conocer de memoria toda Asia.
Claro: a Teresa no le agradaba esa disposición. Era, fuera de toda duda, un abierto y descarado coqueteo con su madre. Pero Teresa todavía tenía muy fresca la imagen de su padre, Wladislav Diducziak, médico. Alto, carismático, brillante.
Un día, cuando la pesadilla nazi ya había llegado a Varsovia, simplemente salió de casa y no regresó. No volvieron a saber nada de él.
Mientras Teresa observaba como su madre y el espontáneo profesor de geografía conversaban después de la frugal comida que les obsequiaban en ese campamento de las Naciones Unidas, supuso que tenía que soltar el recuerdo de su papá y permitir que su mamá rehiciera su vida.
Al día siguiente iban a zarpar en otro barco en busca de un lugar definitivo en donde quedarse. Imaginó, no sin cierto desosiego, que todos sus recuerdos tenían que quedarse en el continente. Habían sufrido tanto y, sin embargo, habían sobrevivido. Tenían que empezar desde cero, pero se lo merecían.
A la mañana siguiente, cuando el barquito se iba alejando de Karachi, Teresa se juró a si misma que cuando se establecieran en un nuevo país, aprendería su idioma y no volvería a hablar en polaco, una lengua que le recordaba los horrores de la guerra, ni en yiddish, un idioma que siempre le iba a traer a la memoria la imagen del padre al que, simplemente, se tragó la noche.
VII
Heraclio levantó al bebé en sus brazos.
Willfred, aunque estando en México sería inevitable que terminara por convertirse en Wilfrido. No estaba mal. A fin de cuentas él mismo había sufrido una metamorfosis acaso más extrema, más trágica: se llamaba Pedro, pero en su huida se convirtió en Heracles. Luego, una señora incapacitada para pronunciar el español lo había reducido a Heraclio.
Pero su hijo no iba a sufrir eso. Si su nombre era cambiado, sólo sería porque a la gente local no se le daban bien los nombres extranjeros, no porque tuviera que huir.
Pronto se acostumbró a que le preguntaran que por qué un nombre tan extraño para el niño. Se limitaba a contestar que era el nombre de su hermano fallecido, y la gente entonces dejaban de curiosear. Mejor así. No le daban ganas de ampliar la explicación y hablar de los judíos sefarditas de Amsterdam que se habían extendido por Italia, Grecia, los Balcanes, Turquía, luego Estados Unidos y finalmente México. Por muy normal e hispano que sonara su apellido original -Calderón-, su historia familiar no tenía nada de común y corriente. Y de todos modos la gente lo conocía como el señor Dávila.
Así que ni para qué contar de su huida.
Lo único que en ese momento lo llenaba de felicidad era ver que ese pequeño bebé que comenzaba a crecer era el regalo que D-os le había dado para llenar el hueco que había dejado su hermano. Como si de ese modo el Willfred volviera a vivir.
Dejó al bebé en la cuna, que quedó al cuidado de una abuela radiante y luminosa. Tenía que regresar al establo para hacer la ordeña vespertina de las vacas y alimentar a los becerros que pronto serían sementales o bisteces.
Por fin, después de casi quince años de haber huido de su casa, sentía que empezaba a echar verdaderas raíces en un lugar.
Un negocio, una esposa, un hijo.
Tal vez era momento pra nuevamente intentar recuperar el contacto con su familia. La guerra cristera había terminado mucho tiempo atrás, y había rumores de que las comunidades judías empezaban a organizarse en la capital del país sin ningún problema.
Por primera vez en mucho tiempo se acordó de Raquel, aquella prima que había sido una suerte de amor platónico en su infancia, y que lo último que supo de ella es que era novia de un judío alemán.
Salió del establo para pararse en la carretera y esperar un camión a Guadalajara, y ya en la ciudad se dirigió a la oficina de correos. Sacó el viejo papel que había guardado desde esa noche en la que huyó de su casa, y copió la dirección en el sobre donde metió la carta que había escrito para sus papás.
No era la de su casa, naturalmente. Era la de sus tíos, los papás de Raquel, que tal vez en el pequeño pueblo de Río Blanco, Veracruz, no habían tenido que mudarse.
Cuando entregó la carta en la ventanilla para que le pusieran las estampillas y la metieran al buzón, su corazón latía aceleradamente. Después de haberse reconstruido de pies a cabeza, el otra vez Pedro Calderón no sabía que iba a traer de regreso esa misiva.
Vamos, ni siquiera sabía cuánto tiempo tenía que esperar.
Tratando de fingir tranquilidad, conforme los meses fueron pasando Heraclio se fue haciendo a la idea de que el intento había fracasado, y que tal vez nunca podría recuperar a su familia. Su otra familia. A fuerza de esperar en vano durante casi medio año, prefirió asumir que el saldo de la guerra cristera era ese: él, el fugitivo, era el último vestigio de los Calderón en México, y de ese modo terminaba la estirpe. Su hijo estaba creciendo con un apellido distinto.
Hasta esa tarde.
Hasta esa tarde en la que terminó de arreglar la pastura para las vacas, y el silbato del cartero lo obligó a abrir la puerta. Jacinto, el viejo empleado del servicio postal, lo saludó cordialmente y puso en sus manos un sobre blanco en cuyo centro estaba escrito su nombre y la dirección con una letra hermosa que inmediatamente le pareció familiar. La letra de alguien educado con modos que, en México, podían definirse como aristocráticos.
En la esquina, los datos de la remitente.
Su corazón se detuvo por varios segundos. Decía, simplemente, “Raquel”. Todavía no empezaba el camino de regreso a la casa cuando su esposa salió al patio acompañada por el médico que la acababa de revisar.
Heraclio, te tengo una buena noticia…
No contestó. No podía. No era cierto: no había mejor noticia que la que empezaba a imaginarse en el interior de ese sobre. Por fin la respuesta. Por fin la familia.
Pero se equivocó. Su esposa realmente tenía algo que decirle.
Estoy embarazada. Vamos a tener otro hijo.
Heraclio se guardó la carta en el overol y decidió leerla después. Había tiempo para eso. Por un segundo tuvo un arrebato de lucidez y entendió que tenía que dedicarle el momento a su esposa, cuya situación era radicalmente distinta: ella jamás iba a recibir una carta semejante del otro lado del mar. Toda su familia había sido exterminada en una guerra sin sentido.
Lo único que ella tenía era a él y a sus hijos. Sus dos hijos. Se merecía, sin duda, lo mejor.
De todos modos, mientras cenaban esa noche y celebraban con el médico de la familia por la buena nueva, Heraclio pensó que, a fin de cuentas, recuperando a la otra familia -los Calderón, los DeJong, los De Meza, los Konstantin, los Henriques, los Vieyra, los Cardozo, los De Castro, los Cano-, su esposa también iba a encontrar en ellos un poco de lo que la barbarie nazi le habia quitado.
Esa noche, antes de dormir, miró con ojos distintos su pequeño establo y su inicio de gallinero.
No se parecía en nada a su vieja y magnífica casa en aquellos años prósperos cuando su padre había podido pagar un rescate de mil monedas de oro por su hermano, que de todos modos no sirvió para nada.
El suyo todavía era un ranchito pobre, aunque con esperanzas de mejorar. Un semental y siete vacas lecheras casi lo garantizaban.
Pero el mejor presagio, esa noche, eran la noticia de su segundo hijo y la carta de Raquel.
Por primera vez en la vida pudo entender, claramente, que su huida por fin había terminado. El círculo estaba completo otra vez.
VIII
Cuando Teresa bajó del barco seguía sin creerlo. Era la última vez que lo hacía. La travesía había concluido. Por fin un país les permitiría quedarse.
Los llevaron a una oficina donde su no tan querido profesor de geografía, luego capitán improvisado del barco, y ahora hasta novio de su mamá, fue el encargado de hablar a nombre de todo el grupo. Era el único que sabía inglés y poquísimo de español, aunque lo suficiente como para completar el trámite migratorio.
Teresa vio a gente yendo y viniendo por las oficinas del puerto. Eran de estatura más bien pequeña, morenos, sonrientes y animados. Su idioma resultaba completamente incomprensible. Nada parecido a lo que había escuchado durante los más de diez meses que habían navegado desde Karachi hasta las playas de Mazatlán, en la costa mexicana. Un largo suplicio buscando refugio, recibiendo sólo combustible para el barco y comida -poca comida- para los refugiados.
Nada había cambiado. Nadie quería hacerse cargo de ese grupo de judíos.
Hasta que llegaron a Mazatlán. Atracaron y, como de costumbre, su inminente padrastro bajó con otros dos refugiados para exponer su caso a las autoridades del puerto. Regresaron una hora después con la misma noticia de rutina: tendrían que esperar hasta que tuvieran una respuesta definitiva. Pero, por lo menos, habían mandado algo de comer.
Dos días estuvieron atracados en ese muelle sin saber si el viaje continuaría, y menos aún hacia dónde. Entonces, en uno de tantos momentos en los que Teresa simplemente se sentaba en un rincón del barco para quedarse sola con sus pensamientos, las risas de su mamá la obligaron a levantarse y buscarla. El júbilo poco a poco empezaba a correr de boca en boca entre los pasajeros del barco.
Por fin les habían dicho que sí. Que podían quedarse.
Cuando su mamá la abrazo sin dejar de repetir “nos quedamos en México, nos quedamos en México”, Teresa se sintió más desubicada que nunca. ¿Qué de bueno había en quedarse allí? Daba lo mismo que quedarse en cualquier otro lugar. De todos modos eran un grupo de personas sin patria, sin nada. Luego razonó y se dijo a sí misma que, dado lo extremo del caso, la misma lógica aplicaba en sentido inverso: ¿qué de malo tendría volverse mexicanos?
Miró a su mamá, que no dejaba de abrazar y besar al indeseado capitán del barco, representante legal de refugiados, profesor de geografía.
Por primera vez en mucho tiempo, la vio feliz. Realmente feliz.
Miró al cielo. El cielo mexicano. Un cielo impresionantemente azúl y limpio, tan distinto al de su vieja Polonia, que ahora en sus recuerdos parecía estar siempre sumida en un invierno gris y frío.
Luego recordó su promesa de aprender el idioma del lugar y no volver a usar el polaco ni el yiddish.
Los siguientes días le hicieron ver que, de todos modos, no iba a tener mucho tiempo para sufrir por lo que pudiera significar quedarse en México. Y es que empezaba la parte difícil: durante casi dos años, esas cuarenta personas se habían acostumbrado a ser refugiados. Casi sin trabajar, dependiendo de los magros apoyos de la ONU, en lo único que estaban especializados era en buscar un lugar donde vivir.
Ahora ya lo tenían. Ahora tenían que trabajar, ganarse la vida, establecerse.
Durante meses y meses, Teresa vio los esfuerzos de su mamá y su nuevo padrastro por acoplarse a los modos de vida de este país, haciendo todo tipo de trabajos y vendiendo todo tipo de cosas. Así empezó otro nuevo periplo, esta vez desde Mazatlán hacia el interior del país, aunque con dos importantes diferencias: la primera es que iban solos, ellos tres, sin los demás refugiados; la segunda, que ya no estaban huyendo.
De pueblo en pueblo, de oficio en oficio, de hambre en hambre, un día León Klemchak tuvo la suerte de ofrecer sus servicios de traducción a unos empresarios alemanes en Guadalajara. Cobró una buena cantidad de dinero, suficiente para comenzar un negocio.
Sólo había que decidir cuál.
Después de varios días de explorar en los alrededores, se sentó con Janka y Teresa y les explicó lo que había visto: en los pueblos adyacentes a Guadalajar no había una industria de lácteos en forma. La gente rara vez tomaba leche y casi nadie comía queso, por la simple razón de que no había ranchos lecheros allí.
Janka estuvo de acuerdo. Acostumbrar a la gente a tomar leche no sería tan difícil. Podía resultar un buen negocio.
Después de una semana haciendo cálculos y tomando todo tipo de precauciones, León se lanzó al proyecto: adquirir un terreno y cuatro vacas lecheras.
No fue sencillo. El único predio que logró conseguir era adecuado para las vacas, pero necesitaba reparaciones. En ello se le fue el dinero para dos vacas, así que el negocio tuvo que comenzar con dos.
Para colmo, necesitaban alguien como ayudante para la distribución de la leche, porque era obvio que Teresa, apenas con catorce años de edad, no podía hacerse cargo de eso.
Eso le molestó a Teresa. Por un momento se sintió inútil. Después de una fuerte discusión con su mamá, se recluyó en su cuarto furiosa y apenas si pudo dormir. Sin embargo, al despertar ya se había calmado. Simplemente, se dejó llevar por su lógica de sobreviviente: cierto, contratar a alguien era reducir las posibilidades de ingresos y complicarlo todo, pero ¿quién le podía venir a contar a ella de complicaciones? Los dos días en un vagón de tren con olores a orín y mierda, las filas en el Campo de Concentración y los ojos de águila que la salvaron a ella y a su mamá de una muerte inevitable, las cuatro noches que caminaron por una vieja carretera europea hasta ser rescatada por rusos comunistas, el peregrinaje por Asia para terminar subiendo a un barco que fue su hogar por casi un año.
Tal vez empezar un negocio con dos vacas y cuatro personas no era tan malo.
Al levantarse en la mañana para comenzar sus labores, se detuvo un momento frente al espejo. Hacía tanto que no se observaba con detenimiento.
Se veía delgada. Demasiado, diría su abuela, pero era lógico. Tanto tiempo viajando no podía causar otro tipo de estragos. Y, con todo y lo difícil que se ponían las cosas, había recuperado su color verdadero. La palidez de la refugiada sin hogar que vivía en un barco se había ido, tal vez para siempre.
Ese día quiso jugar a ser la mujer más bonita del mundo. Todo lo que hizo lo hizo con ademanes de reina que ella misma se inventaba, y sus acompañantes imaginarios en todo momento le dedicaban miradas de admiración y le decían lo hermosa que era, y que por tanta hermosura merecía no tener que dedicarse a la distribución de la leche.
Todavía estaba siendo halagada por un judío imaginario, cuando alguien tocó a la puerta del pequeño establo.
Corrió a abrir, y al hacerlo se topó con lo que menos se esperaba en ese extraño pueblo de ese lejano y soleado país.
Un hebreo.
Porque no había dudas: el hombre que estaba enfrente de ella era en definitiva un hebreo, tan judío como ella misma. No tan alto como su papá, y no parecía ser demasiado joven. Pero había algo sobresaliente en él.
¿Qué era?
Los ojos. Grandes, adornados por unas tupidas cejas, oscuros y expresivos. Todavía en su juego que no concluía, Teresa se imaginó que esos ojos también le estaban diciendo que era la mujer más hermosa del mundo.
Quiso saludar con su pésimo español, pero el silencio del visitante la dejó aturdida. ¿Por qué tampoco decía nada?
Los ojos. Otra vez los ojos, que parecían haberse integrado a su juego. Eran los ojos de un hombre que sabe que está viendo a la mujer más hermosa del mundo.
Estaba empezando a sonrojarse cuando, para fortuna suya, apareció su padrastro por detrás, presentándose en su limitado español: León Klemchak, lechero. Desesperado por su pésimo español, acabó refunfuñando en yiddish, y por unos segundos el recuerdo del padre desaparecido lanzó a Teresa hacia esa vieja melancolía que, de todos modos, siempre estaría allí.
Y entonces apareció su mamá para intentar poner orden en la conversación, gracias a que ya casi dominaba el español, y cuando nadie se lo esperaba, el visitante pronunció la palabra mágica que le dijo a Teresa que su futuro estaba allí, con él.
Shalom…
Esa noche, ya acostada y sin quererse dormir, Teresa recordó el día en que unos soldados alemanes la habían lanzado a un viaje que no sabía a dónde la iba a llevar.
Pero había terminado, por fin. Estaba segura de ello.
Se dio la vuelta sobre su costado y se tapó la cabeza con sus cobijas, sonriendo y empezando a maquinar las futuras conversaciones que habría de tener con el nuevo socio de sus papás, ese judío de mediana edad, fornido y de bigote negro y espeso, con los ojos más dulces del mundo.
Los ojos de quien ha conocido a la mujer más hermosa de todas.
Pero también los ojos de alguien que había sufrido, y Teresa quería escuchar su historia, su viaje. Cómo había llegado hasta ese lugar y ese momento.
Porque era obvio que Heraclio también tenía algo que contar, un dolor en el alma. Teresa lo podía adivinar sin ningún problema. A fin de cuentas, si había alguien que conocía en persona el rostro de la muerte y la atmósfera del infierno mismo, era ella.
Una sobreviviente.
Epílogo Primero
Isidoro sale a la calle y recibe a la prima Bertha con una sonrisa enorme. Han pasado casi veinte años desde aquel día en que la conoció, cuando ella y el tío Misha se acababan de casar y llegaron al pequeño rancho con dos rollos de tela que le cambiaron la vida a toda la familia.
Ahora todo es distinto. El rancho ha crecido, y la familia también. Él tiene otros dos hermanos, y los tíos Misha y Bertha llegan con cuatro hijos.
Pero también con dos abuelos, los papás de Bertha: ese viejo y gruñón judío alemán que lo sabe absolutamente todo, y Raquel, esa prima que parece la encarnación de un ángel y que durante las últimas dos décadas ha sido la adoración de sus papás, Heraclio y Teresa, los lecheros polacos de Atotonilquillo, Jalisco.
Isidoro los observa con curiosidad. Acaso es el único de sus hermanos que se da cuenta que hay demasiada historia detrás de cada uno de ellos.
A cuentagotas, ha logrado sacarle la información a su mamá, siempre renuente a recordar Polonia y los años oscuros. La mayor parte del viaje se la contó, en su momento, su abuelo postizo León Klemchak. Pero su papá también ha tenido lo suyo que contar: los cristeros, un secuestro, una huida, y el hermano por el cual Willfred, el hermano mayor de Isidoro, lleva ese nombre.
El tío Misha tiene lo suyo: hijo de un inmigrante que llegó de Damasco y de la hija de un judío alemán cuya familia fue la dueña de la mejor fábrica de sombreros de Berlín, y de los cuales sólo sobrevivieron dos sobrinas que después de la guerra se fueron a Israel.
A Isidoro le sorprende que ninguno de sus hermanos parezca interesarse en toda esa historia que hay detrás de sus padres, sus primos y sus tíos. Historia que, a fin de cuentas, ha determinado lo que ellos son como familia.
Pero no importa. Seguirá, pacientemente, preguntando y recopilando los datos. No es muy bueno escribiendo, pero tiene excelente memoria. Será cosa de prepararse para que todo quede bien escrito y en orden. Tal vez hasta sirva para que se haga una novela.
Tal vez algún día.
Epílogo Segundo
Isidoro está radiante. Pocas cosas lo ponen tan contento como ver a la prima Bertha, aquella la de los dos rollos de tela. Ahora entiende un poco lo que sentían sus papás cuando llegaban los díos Joseph y Raquel. Es lo mismo que él siente cada vez que ve a la prima Bertha, la que esta vez llegó a Atotonilquillo sin el tío Misha, que falleció el año pasado. Pero llegó con sus hijos y sus nietos, la parte de la familia que Isidoro todavía no conocía bien.
Cenan, ríen, brindan, comentan cualquier cosa. Y por fin, después de los festejos, lo que Isidoro tanto ha estado esperando.
Mira, él es Mauricio. Lo conociste cuando tenía cuatro o cinco años y lo trajimos al rancho. No había regresado a Atotonilquillo desde entonces. Él es quien quiere escuchar toda la historia de la familia para escribirla.
Mucho gusto, Mauricio.
Es un placer, tío.
Isidoro observa al joven. Tendrá unos treinta y cinco años y no es alto. Ha heredado más de la familia siria de su papá que de la familia europea de su mamá. Pero le encanta la Historia. Será que creció muy apegado a su abuelo, el judío alemán que se casó con la prima Raquel y que lo sabía todo, absolutamente todo. Poco a poco, Isidoro se enterará que en largas caminatas a las que era obligado por su abuelo desde muy pequeño, Mauricio fue enamorándose de la Historia. La del mundo, la de México, la del pueblo judío y la de su familia.
De ese modo, poco a poco y noche tras noche durante esas vacaciones, Isidoro se dedicará a hablar y Mauricio tomará las notas de todos esos viajes indeseados y golpes fortuitos de la vida que, en conjunto, salvaron del infierno a dos mujeres.
Una inquebrantable y decidida a salvar a su hija, al costo de lo que fuese.
La otra, apenas una niña que un día abrió las puertas de su casa y se topó con otro judío perseguido que la miró como quien mira a la mujer más hermosa del mundo.
Este cuento está dedicado a la memoria de Teresa Diduzciak, mi tía. Naturalmente, en un texto como este he mezclado la ficción con lo que realmente sucedió. Duele decir que las partes ciertas son las partes trágicas: la forma en la que fue sacada de su casa, el viaje en tren, su milagrosa salvación del Campo de Concentración, su periplo por Asia y los meses interminables en barco hasta llegar a México. La dura vida que ella y su esposo, un hombre admirable también y verdadero sobreviviente de la persecución cristera, tuvieron cuando apenas comenzaban como familia. Y, por supuesto, esos rollos de tela que les hicieron las cosas un poco más sencillas cuando mis papás eran recién casados.
Finalmente, el último dato verdaderamente biográfico fue esa noche cuando, durante mis últimas vacaciones en Jalisco, uno de mis tíos me obsequió un tesoro invaluable: la historia de sus papás, desde Varsovia y Puebla, desde los nazis hasta los cristeros.
Ha sido un honor para mí conservarla y darle esta forma literaria.
Irving Mauricio Gatell
Ciudad de México, Día del Holocausto 2015 – 5775
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