GABRIEL ALBIAC
Cuando en enero de 2017 Barack Obama salga de la Casa Blanca, los Estados Unidos habrán perdido una guerra mucho más trascendente que la de Vietnam.
La imágenes son demasiado atroces. Y yo no tengo ya la fuerza de soportar lo atroz innecesario. La información es lo bastante horrible: un prisionero quemado vivo en una jaula de hierro. Y lo bastante verosímil: para un yihadista, quemar a un enemigo de Alá es tan trivial como dar lumbre a un cigarrillo. Que el enemigo de Alá haya nacido musulmán, sólo intensifica su culpa. No he querido ver esas imágenes. Ya basta con la fría información: un prisionero quemado vivo en una jaula. Por el Estado Islámico. Es culpa nuestra. También nuestra. Por no haber aniquilado militarmente al Estado Islámico antes de que llegara a ser este monstruo.
Cuando, en enero de 2009, Barack Obama entra a la Casa Blanca, los Estados Unidos han ganado ya su guerra en Iraq. A un precio muy alto: en coste material y humano. El precio que George Bush hubo de pagar, sobre todo, durante una posguerra larga y plagada de escaramuzas. Fue un coste que derivaba de un error previo: haber dejado vivo a Sadam Husein en 1991, y haber dejado buena parte de su capacidad militar operativa. Las guerras se ganan o se pierden. No se interrumpen. Menos aún se abandona el territorio después de la victoria. De una victoria, que en la segunda intervención americana tardó años en estabilizarse. Ese abandono fue exactamente lo que decidió hacer Barack Obama. Abriendo, con esa decisión suya, la peor masacre de cuantas ha sufrido una zona que sólo conoce masacres: la que ha instaurado el régimen coránico que alza su Califato entre Iraq y Siria.
¿Qué ha pasado? Algo ligado a la especificidad del Presidente actual. Barack Obama fue un acontecimiento histórico. No político. Representaba el cierre último de una segregación racial que sólo en los años sesenta fue legalmente borrada y cuya herida aún no ha cicatrizado en el inconsciente americano. Las elecciones del año 2009 se asentaban sobre un vértice clave para los ciudadanos estadounidenses. En rigor, todo en las primarias del Partido Demócrata se había jugado sobre el plano de la historia; no sobre el de la política. Por primera vez una mujer, o por primera vez un no-blanco. Los demócratas rompían así una barrera, fuera cual fuera la opción triunfante: Hillary Clinton o Barack Obama. A los de cierta edad nos vino enseguida a la cabeza una canción de John Lennon, que, en 1972, evocaba como última negritud de su tiempo la de las mujeres: perdió Clinton. Un político inexperto venció a una política experta. Y las elecciones consumaron el acontecimiento histórico. Luego vino lo peor que le puede pasar a un político: que le den el Premio Nobel de la Paz, el más enfangado de los premios. Obama no tuvo coraje para rechazar ser miembro del mismo club que Arafat. Fue un error. Nada fútil. Configuraba una imagen a la cual el nuevo Presidente iba acabar por identificarse: la del aquel que antepone su benévola imagen personal a las desagradables lógicas de la política, que son lógicas de fuerza.
Cuando, en enero de 2017, Barack Obama salga de la Casa Blanca, los Estados Unidos habrán perdido una guerra mucho más trascendente que la de Vietnam: la guerra de Iraq. De un modo estúpido: por abandono después de la victoria. La matanza de chiíes, de cristianos y de cualquiera que no sea suní y yihadista, habrá sido espantosa; lo es ya. Y Europa se habrá llenado de combatientes formados por el EI. Muy bien armados. Es difícil entender tantos errores. La imágenes son demasiado atroces. Y yo no tengo ya la fuerza de soportar lo atroz innecesario.
Fuente:abc.es
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