IGNACIO VARELA
No esperen encontrar en este artículo la respuesta a la pregunta que obsesiona a millones de argentinos. En primer lugar, porque no la tengo (iba a añadir que nadie la tiene, pero no: estoy convencido de que hay alguien en algún rincón del aparato del Estado argentino que sí). Y, en segundo lugar, porque creo que nunca llegaremos a tenerla. Hay demasiada gente demasiado importante que está dispuesta a hacer todo lo que sea necesario (y todo quiere decir todo) para que no se sepa jamás qué ocurrió aquel domingo en aquel apartamento de Puerto Madero. A día de hoy, no hay en Argentina un juez que esté dispuesto a hacerse cargo de la investigación del caso Nisman; se pasan el asunto de unos a otros como una patata hirviendo. Visto lo visto, no me extraña.
El asunto tiene trazos de “serie negra” que resultan a la vez apasionantes y espeluznantes. Hay cadenas de televisión en Argentina que desde hace dos semanas están dedicadas monográficamente, las 24 horas, a desmenuzar todos los detalles de este episodio macabro. Pero si te dejas arrastrar por la trama detectivesca puedes quedarte prendido de ella hasta perder por completo la perspectiva de lo que significa en términos políticos la muertedel fiscal Alberto Nisman. Así que, a la espera de la novela o de la serie televisiva que sin duda alguien está ya incubando, permítanme señalar tres aspectos del lado político de la cuestión que quizás ayuden a comprender cómo se ha podido llegar a esta situación.
El primero es la proximidad de las elecciones. Nada de esto habría ocurrido si las elecciones no estuvieran a la vuelta de la esquina. Tengan en cuenta que, en 2015, los argentinos, como los españoles, no sólo van a elegir un nuevo presidente; además, se renovarán la mayoría de los Gobiernos regionales (Argentina es un Estado federal en el que las provincias tienen tanto poder o más que nuestras comunidades autónomas), muchas alcaldías y la mitad del Parlamento.
Todo el poder, pues, está en juego en los próximos meses. Y, por primera vez en mucho tiempo, las encuestas dicen que hay una probabilidad real de que el peronismo pierda en las urnas. Será sumamente interesante comprobar si el peronismo –en este caso el kirchnerismo, que es el que se ha quedado con la marca peronista en el siglo XXI– es capaz de dar paso a la alternancia en el poder de forma pacífica y sin desestabilizar al país. Por lo que hemos visto en este terrible mes de enero, los síntomas son preocupantes.
El segundo elemento a considerar es la descomposición institucional a la que ha llegado la democracia argentina. Este es un efecto asociado a los populismos, y el peronismo es la madre de todos los populismos latinoamericanos. Se empieza asegurando que la voluntad popular está por encima de las leyes y de las instituciones (¿les suena?), se continúa erigiéndose en intérprete único de la voluntad popular, y se termina destrozando las leyes y las instituciones en el nombre del pueblo.
La ‘institución’ que manda en Argentina
El Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner ha llevado esta anomia hasta el paroxismo. Hoy, la institución que más manda en Argentina no es ninguna institución: es una especia de “partida de la porra” de rasgos claramente mafiosos, llamada La Cámpora, dirigida por uno de los hijos de la señora presidenta, que, además de mandar en la calle, pone y quita ministros y presidentes de empresas públicas, administra la verdad verdadera de la doctrina oficial, vigila y castiga a los sospechosos de deslealtad, señala amigos y enemigos y organiza el tráfico de la corrupción en todos los niveles del Estado. Todo ello bajo la atenta y complaciente mirada de la madre de la criatura.
Se entiende bien que la perspectiva de perder el poder provoque algo más que temor en esa casta (esta, de verdad), que se ha enquistado en el aparato del Estado y lo maneja como si fuera su hacienda. Se entiende que estén dispuestos a todo para lograr que eso no suceda.
Y esto nos lleva al tercer elemento que explica la situación: la guerra que se ha declarado entre el Gobierno y el poder judicial. El motivo de esta guerra sólo tiene una palabra: impunidad. Ante la perspectiva de tener que abandonar el poder, sus actuales ocupantes quieren estar seguros de que nadie les va a dar un disgusto judicial si por desgracia quedan desprotegidos de sus fueros actuales. Y, para ello, se han lanzado a una operación masiva de copar los tribunales y las fiscalías con militantes kirchneristas de estricta obediencia.
El problema ha sido que muchos jueces y fiscales no se dejan someter tan fácilmente; y a la guerra han respondido con la guerra. En los últimos meses han caído sobre la cúpula del Gobierno (empezando por la presidenta y el vicepresidente) más investigaciones judiciales por corrupción que en los doce años anteriores. Si a esto le añadimos una sucia batalla en el interior de los servicios secretos, con complicidades y ajustes de cuentas que apenas llegamos a intuir, el plato está completo.
La oscura muerte del fiscal se inserta en este cuadro. Porque, en realidad, el señor Nisman era una pieza más en esta guerra de poderes siniestros en la que se ha convertido la política argentina. Formaba parte del elenco, estaba en una de las bandas en presencia (o, quizás, primero estuvo en una y luego en la otra y por eso le pasó lo que le pasó). Lo cierto es que, aunque todo esto sea el resultado de un largo proceso de deterioro, estamos bajo la impresión de que la democracia en este país ha retrocedido 30 años en 30 días. Hoy en Argentina vuelve a hablarse más de la muerte que de la vida.
Ernesto Sanz, líder de la UCR y candidato presidencial, dice que sólo hay dos cosas que pueden hacer ganar esta vez al kirchnerismo: la fragmentación de la oposición y el miedo. La primera, de momento, está servida. Y la máquina del miedo ha comenzado a funcionar, y me temo que no se va a detener en los próximos meses. Por eso nunca sabremos quién mató al fiscal.
*Ignacio Varela trabaja actualmente como consultor en la campaña de las elecciones presidenciales en Argentina.
Fuente:elconfidencial.com
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