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Por María Papova
“Yo pertenezco a ti … Pero por esta misma razón no quiero saber lo que vistes; me confunde tanto que no puedo hacer frente a la vida.”
“Las relaciones son probablemente los mejores experiencias de aprendizaje”, dijo una mujer sabia una vez, refiriéndose a la memorable declaración de Rilke que el amor es “quizás la más difícil de nuestras tareas … la labor para la cual todo que hacemos es una preparación.” Cuando nos enamoramos, despertamos el amor – una fuerza polarizadora que abarca la mente en direcciones opuestas, mientras anhelamos entrega y seguridad simultáneamente.
El malestar de esta fuerza bidireccional salvajemente desorientadora es lo que Franz Kafka de 29 años, articula en una carta hermosa y desgarradora a Felice Bauer, una representante de marketing para una empresa de máquinas de dictado con quien el joven autor se había reunido en la casa de su amigo y futuro biógrafo Max Brod, en agosto de 1912. El joven Franz y Felice inmediatamente iniciaron una correspondencia de creciente intensidad. Kafka se exasperaba con frecuencia – así como le sucedía a Vladimir Nabokov en el inicio de su romance eterno con Véra – ante las escasas y poco románticas respuestas de su amada. En el transcurso de los cinco años de su turbulenta relación, principalmente por correspondencia, se comprometieron para contraer matrimonio en dos ocasiones, pese a que pocas veces se conocieron en persona. Durante ese período, Kafka produjo su obra más significativa, incluyendo La Metamorfosis. Quinientas de sus cartas sobreviven y se publicaron póstumamente en las Cartas para Felice (Public Library) una obra intensamente gratificante y reveladora.
En noviembre de 1912, tres meses después de conocer a Felice, Kafka escribe:
Fräulein Felice,
“Te pediré un favor, que suena bastante loco, y que yo debía considerar como tal, si yo a recibiese la carta. También es el mayor prueba de que incluso la persona más bondadosa puede poner en práctica: Escribe sólo una vez a la semana, para que tu carta llegue el domingo – porque no puedo soportar tus cartas diarias, soy incapaz de soportarlas. Por ejemplo, yo respondo una de tus cartas, me tumbo en la cama en aparente calma, pero mi corazón sigue latiendo intensamente por todo mi cuerpo y es consciente sólo de ti. Yo te pertenezco; no hay otra forma de expresarlo, y eso no es todo. Pero por esta misma razón, no quiero saber lo que vistes; me confunde tanto que no puedo hacer frente a la vida; y es por eso que no quiero saber que me quieres. Si lo sé, ¿cómo puedo entonces permanecer en mi oficina, o aquí en casa, en lugar de tomar el primer tren con los ojos cerrados y abrirlos solamente cuando estoy contigo?”
Ya sea por racionalización auto-protectora o por mero pragmatismo – la aparición de la tuberculosis fue finalmente lo que puso fin a la relación cinco años más tarde – Él lo explica como una consecuencia fisiológica, casi como excusa para el motivo psicológico:
“Oh, hay una triste razón para no hacerlo. Seré breve: Mi salud apenas alcanza para mí mismo, no para el matrimonio, o una paternidad. Sin embargo, cuando leí tu carta, siento que podría pasar por alto, incluso lo que no puedo ignorar.”
Kafka reitera su petición, que parece ser dirigida a sí mismo más que a ella:
“Si sólo hubiese enviado la carta del sábado, en la que yo te imploro que no escribas más, luego de comprometerme a hacer lo mismo. Oh Dios, ¿qué me impidió que enviara la carta? Todo iría bien entonces. ¿Será posible una solución pacífica ahora? ¿Ayudaría si escribimos el uno al otro sólo una vez por semana? No, si mi sufrimiento pudiese ser curado de esa manera no sería tan grave. Ahora siento que no sería capaz de soportar las cartas del domingo, incluso. Y, para compensar la oportunidad perdida del sábado, te pido con la escasa energía que me queda energía al final de esta carta …”
El autor finaliza con una auténtica expresión kafkiana:
“Si valoramos nuestras vidas, abandonemos todo… Estoy encadenado a mí mismo eternamente, eso es lo que soy, y con eso debo intentar vivir.”
Esto tiene sentido, por supuesto, para un hombre que asocia el placer con el dolor. Mediante su conocida declaración que “un libro es el hacha para el mar helado en nuestro interior” Kafka refleja su definición del amor como regocijante y angustiante a la vez. Pero la paradoja del amor es tal vez el mismo que el del arte, definido elegantemente por Jeanette Winterson como “la paradoja de la rendición activa” – a fin de que cualquiera de ellos nos transforme. debemos permitir que nos mueva dentro y fuera de nuestro ser. Eso es lo que Rilke llama la gran demanda del amor, y en esa demanda se encuentra su recompensa final.
Traducido desde Brain Pickings para Agencia de Noticias Enlace Judío México
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