GABRIEL SILVA LUJÁN
La imagen de la canciller alemana, Ángela Merkel, y François Hollande, presidente de Francia, sentados en Moscú al lado de Putin produce un déjà-vu muy inquietante. Trae a la memoria los Acuerdos de Múnich de 1938, donde Chamberlain –primer ministro inglés– y Daladier, su par de Francia, le aceptaron a Hitler, sin la presencia del gobierno checo de la época, que Alemania se quedara con la región de Sudetes, en Checoslovaquia. El argumento de los nazis de que allí hablaban alemán fue suficiente para justificar esa monstruosidad, sin importar fronteras o circunstancias históricas.
El mismo banal argumento del idioma común lo ha usado Putin para justificar el envío de sus paramilitares y sus armas ofensivas, para apoyar a los insurrectos en Ucrania. Él cree que tiene ese derecho simplemente porque allí hay un puñado de personas que hablan ruso y que eso le da licencia para hacer lo que se le dé la gana.
La estrategia de apaciguamiento de Merkel y de Hollande parece fracasar a pesar de que todos les deseamos lo mejor a las vías diplomáticas. Desafortunadamente, la reunión mencionada empoderó aún más a Putin por cuanto proyectó ante el mundo un Occidente arrodillado. Eso mismo ocurrió con Hitler después de su triunfo político en la conferencia de Múnich. Todos sabemos qué vino después.
El Estado Islámico asesinó recientemente de la manera más cruel a un piloto jordano, a dos japoneses y a una estadounidense. Crucifican niños sirios e iraquíes. Raptan mujeres y niñas de las minorías para ofrecerlas como esclavas sexuales a sus combatientes o venderlas como animales a ávidos compradores que las envían a servir en los lugares más remotos, de los cuales nunca podrán escapar. Decapitan a miles de prisioneros para no tener que alimentarlos y para eliminar el riesgo de que vuelvan a combatir. Sus seguidores masacran la libertad de prensa en pleno centro de París. Y a pesar de todo esto, de verdad, no se ve un plan, una estrategia o un liderazgo real de parte de Occidente para enfrentar eficazmente la amenaza de una barbarie que no veía el mundo desde hace siglos.
La fragmentación de Occidente es igualmente trágica. En el pasado, la unidad de propósitos, de instituciones y de estrategias les permitió a las democracias derrotar al nazismo y al comunismo. Hoy, las potencias europeas tratan de apaciguar a Moscú al tiempo que Obama quiere dotar a Kiev de los medios para contener la escalada rusa. Mientras en Grecia, y próximamente en otros países mediterráneos, hay un clamor general para dejar la ortodoxia económica y permitir un margen de crecimiento que impida que estalle socialmente la Unión Europea, los países más ricos que la componen se obstinan en sus políticas de estrangulamiento.
Occidente ha perdido el rumbo, su unidad de propósito, su férrea defensa de la libertad y de la democracia. La mezquindad, los intereses, los cálculos políticos –y, ante todo, el miedo– han dejado en evidencia ante el mundo a un Occidente pusilánime. Fueron circunstancias muy similares las que consolidaron en el poder a monstruos como Hitler.
Los líderes que tienen hoy la responsabilidad de administrar tan complejo panorama, en nombre de la libertad y de la democracia, tendrán que decidir si prefieren seguir el ejemplo de Chamberlain –que con sus vacilaciones abrió la puerta al ascenso del nazismo– o el de Winston Churchill, De Gaulle y Roosevelt, que prefirieron, ciertamente a un costo inmenso, impedir el triunfo de los tiranos y de la barbarie.
Díctum. Abraham Lincoln decía que no se puede otorgar la fuerza al débil debilitando al fuerte y no se puede ayudar al pobre arruinando al rico.
Fuente:eltiempo.com
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