GABRIEL ALBIAC
¿Y si la libertad nada tuviera que ver con la política? ¿Y si fuera su contrario exacto?
Hace años que desarrollé esa tesis en un libro, Contra los políticos, que se volvía a los clásicos. Tan clásicos como los que sientan las bases del pensar a partir del siglo del Barroco. La única virtud del Estado es la seguridad. La única virtud del individuo es la libertad, o sea la sabiduría: puesto que sólo aquel que sabe puede completar el mapa del laberinto en que actúa.
Lo divertido de retornar a los clásicos es que te acaban por tomar siempre por un excéntrico. Eso pasó. El libro fue bien acogido. Y no sirvió para nada. Un libro no altera un átomo el curso de las cosas. Nuestra sociedad es conmovedoramente analfabeta. Y desea siempre lo mismo.
El hombre de inicio del siglo XXI ya no conoce; reconoce. No hace; repite. Los pensadores del Barroco sabían que eso era la servidumbre: verlo todo en las lógicas y códigos que nos lo dan ya interpretado; volver siempre a seguir haciendo lo que se nos ha susurrado que se debe hacer y es lo único posible. La libertad es elegantemente empaquetada en vistoso envoltorio de jerga política. Y, al final, acabamos tan abobados que hasta aceptamos que ser o no ser libres dependa de nuestro voto.
Se vota sumisión. Y, a veces, no es tan malo hacerlo. Aunque yo, en particular, no lo haga nunca. Pero entiendo a quienes juzgan más sensato tratar de elegir de quién van a ser siervos que abandonarse al azar del que les toque. Es sensato elegir la servidumbre menos degradante. Pero llamar a una servidumbre grata libertad, es poco serio. Ni derecha, ni izquierda, ni socialismos, ni populismos conciernen a la libertad. Conciernen a los usos del Estado. A los diversos modos en que el Estado juzga mejor blindadas las tramas de autoridad, administración y fuerza que garantizan eficazmente la seguridad. Que es virtud estatal única. Porque nada compete al Estado que no sea el hacer estables las reglas de juego dentro de las cuales los ciudadanos deben desarrollar sus precarias actividades individuales.
Es libre el que conoce. El que conoce, sobre todo, el poquísimo margen autodeterminativo que deja a un individuo una sociedad moderna. Vivimos en un mundo ajeno. Regido por gigantescas estructuras productivas de una complejidad inexpugnable; por dispositivos de violencia material colosales y en confrontación permanente, brutal a veces, siempre furtiva y al acecho; por redes de control social que lo atraviesan todo, que hacen que todas cuantas evidencias vemos estén planificadas, que todos cuantos afectos fantaseamos nuestros sean, en realidad, mercancía tan bien elaborada como cualquier otra que aspire al éxito. El éxito es nuestra sumisión. Voluntaria. Complacida. Hasta feliz, si conseguimos ser los bastante tontos.
Ningún partido va a dar la libertad a nadie. Ni reaccionario, ni progresista, ni populista, ni cavernario… Libertad es lo que cada uno araña al Estado. Nada tiene que ver con la política. Es su adversaria.
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