¿Por qué odia Obama a Netanyahu, y viceversa?

SILVIA SCHNESSEL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – La enemistad entre los dos líderes sobre el acuerdo con Irán está en un punto álgido, pero es un odio más grande y más profundo que no terminará independientemente de cómo se resuelva la crisis

Por Haviv Rettig Gur

Netanyahu y Obama

En noviembre de 2009, la canciller alemana, Angela Merkel, invitó al presidente de EEUU, Barack Obama, todavía en su primer año en el cargo, para asistir al 20º aniversario de la caída del muro de Berlín. La conmemoración anual recuerda a los europeos la derrota final de los sangrientos excesos ideológicos del siglo 20, la superación de una terrible historia – más que cualquier otra cosa, mediante el poder y el idealismo de Estados Unidos. Es difícil pensar en una narrativa política más pro-estadounidense que la experimentada y recordada por muchos millones de europeos en ese día.


Los líderes de Europa
asistieron al completo, desde el primer ministro de Gran Bretaña a los presidentes de Francia y Rusia. Obama, sin embargo, no estuvo.

El presidente estaba ocupado, dijo la Casa Blanca, citando “compromisos para un próximo viaje Asia”.

Los europeos se sorprendieron. “Barack está demasiado ocupado”, decía el titular mordaz en Der Spiegel.

Realmente el evento no chocaba con su agenda, sino más bien con su sensibilidad política exterior. Obama viajaría a Copenhague un mes antes del evento para presionar al Comité Olímpico Internacional para que otorgue los juegos de verano 2016 a su ciudad natal de Chicago, y regresaría a Europa un mes después de la conmemoración para aceptar el Premio Nobel de la Paz en Oslo. Su itinerario de viaje como presidente señalaba algo sobre su visión del mundo y del lugar de América y su administración en el mismo. La conmemoración del rescate de Europa por parte de América no ocupaba un lugar privilegiado en esa visión.

El presidente estadounidense Barack Obama y la canciller alemana, Angela Merkel saludan a los espectadores antes del discurso de Obama ante la Puerta de Brandenburgo en la Pariser Platz en Berlín, Alemania, miércoles 19 de junio, 2013 (Foto archivo: AP / Michael Kappeler)

Lo mismo respecto al primer viaje de Obama a Oriente Medio, en abril de 2009, cuando fue a Turquía. “La democracia de Turquía es su propio logro. No le fue impuesta por ningún poder externo”, dijo al parlamento turco en un reproche evidente a su antecesor en la Casa Blanca.

Su propia experiencia de vida, dijo a los legisladores, le indicó su decisión de ir a Estambul. “Estados Unidos se ha enriquecido con los musulmanes estadounidenses”, dijo. “Muchos otros estadounidenses tienen musulmanes en su familia, o han vivido en un país de mayoría musulmana. Lo sé, porque yo soy uno de ellos”.

Su segundo viaje a Oriente Medio lo llevó el 4 de junio de 2009 a El Cairo, donde pronunció su famoso discurso a los musulmanes del mundo, un discurso en el que reconoció que Estados Unidos con mucha frecuencia había sido parte del problema en el mundo musulmán y no parte de la solución.

De viaje en viaje, algo importante sobre las prioridades y sensibilidades de Obama iba quedando claro. Y para los israelíes, como antes para los alemanes, era difícil no darse cuenta de que los planes de viaje de Obama, y ​​con ellos sus prioridades de política, parecían pasar por encima de ellos.

Chicago

En una reunión reciente del Consejo israelí de Relaciones Exteriores, el eminente ex director general del Ministerio de Relaciones Exteriores, el Prof. Shlomo Avineri, llama a la política exterior de Obama “provinciana”. Era una extraña elección de palabras para describir las políticas de un presidente con semejante perspectiva cosmopolita y tanto afán de participar en el mundo.

Pero Avineri tenía un fondo.

La notable autobiografía de Obama, “Sueños de mi padre”, incluye un poderoso relato de cómo sus experiencias como joven organizador social agudamente observante en el sur de Chicago le inculcaron la sensibilidad que vendría a definir su presidencia.

En el libro, describe su reacción al escuchar a los niños de un barrio pobre de Chicago dividido en “niños buenos y niños malos – esa distinción no entraba en mi cabeza”. Si un niño en particular “acababa en una pandilla o en la cárcel, ¿eso probaría su esencia de alguna manera, un gen díscolo … o simplemente las consecuencias de un mundo desnutrido? “

El presidente Barack Obama frente a una oficina de campaña en la jornada electoral, Martes, 06 de noviembre 2012, en Chicago. (Foto AP / Carolyn Kaster)

“En toda sociedad, los jóvenes tendrán tendencias violentas”, le dijo un educador en una escuela secundaria de Chicago de mayoría negra a finales de 1980. “O esas tendencias son dirigidas y disciplinadas en actividades creativas o las tendencias destruyen a los jóvenes, la sociedad, o a ambos”.

El libro está lleno de este tipo de reflexiones, y se hacen eco en toda la retórica de Obama como presidente. En su último discurso ante la Asamblea General de la ONU, afirmó que “si los jóvenes viven en lugares donde la única opción está entre los dictados de un estado o el señuelo de una clandestinidad extremista, ninguna estrategia anti terrorista tendrá éxito”.

Para Obama, el terrorismo es, en el fondo, un producto de la desintegración social. La guerra puede ser necesaria para contener la propagación del Estado islámico, por ejemplo, pero sólo la reforma social realmente puede curarla.

Obama en Turquía

Añádase a esto la visión social de la experiencia de un marginado consumado – mitad-blanco y mitad negro, con una infancia y una familia repartidas por todo el mundo – y uno empieza a ver el perfil de un hombre con una empatía automática por los marginados y un sentido casi instintivo de que los problemas más importantes del mundo tienen su origen no en la ideología, sino en las estructuras sociales y económicas opresivas que refuerzan la marginación. Esta sensibilidad es más amplia que cualquier ortodoxia económica, y se basa en la dura experiencia del sur de Chicago.

Después de tomar el timón de la superpotencia más importante del mundo en enero de 2009, este organizador social, se dedicó a la construcción de una política exterior que tradujo esta conciencia en acción geopolítica.

“El imperativo que él y sus asesores sentían era no sólo introducir un relato post-Bush, sino también una comprensión post-11/9 de lo que había que hacer en el mundo”, James Traub señaló en un reciente ensayo de Política Exterior. “Ellos creían que los grandes problemas que enfrentaban los Estados Unidos no eran cuestiones tradicionales de estado a estado, sino otras nuevas que buscaban avanzar bienes globales y requerían la cooperación mundial – cambio climático, el suministro de energía, los Estados débiles y fracasados, la no proliferación nuclear. Era precisamente en este tipo de temas que había que conseguir el apoyo de los ciudadanos, al igual que el de los líderes”.

El mundo era un gran Chicago, sus problemas esenciales no categóricamente diferentes de los de los negros del sur de Chicago, y las soluciones a esos problemas estaban arraigadas en la misma capacidad humana esencial para superar las divisiones sociales y las desigualdades. Este era el “provincianismo” de Obama – su visión del mundo, que favorecía a los desfavorecidos y los oprimidos, que veía los enfrentamientos ideológicos y políticos entre gobiernos como secundarios a las crisis más universales y en última instancia sociales que preocupaban a un mundo tumultuoso.

Jerusalén

Fue esta expansiva visión humanitaria lo que llevó a Obama a cometer su primer error estratégico importante cuando se trató de Israel. De hecho, fue en Israel que su narración de los asuntos del mundo se estrelló por primera vez en las realidades implacables de la geopolítica.

Obama con Mubarak en El Cairo

En su discurso de El Cairo, mientras se comprometía a defender a Israel y exaltaba la alianza de Estados Unidos con el estado judío, Obama también dijo al mundo musulmán que los asentamientos de Israel eran ilegítimos, a diferencia de la insistencia estadounidense en el pasado de que simplemente no eran prudentes, y sugirió que el reclamo judío a Israel tenía sus raíces en la devastación del Holocausto y no en el apego judío milenario a la tierra.

Este insulto a la legitimidad del sistema judío en Israel, tanto en la retórica como en el itinerario de viaje, era totalmente involuntario. Tuvo lugar apenas unos meses antes de que, sin saberlo, insultara a los alemanes durante la conmemoración del Muro de Berlín. En ambos casos, el motivo fue el mismo: el próspero, poderoso Israel, al igual que Europa, no eran parte del mundo que Obama estaba tratando de salvar. En virtud de su éxito era irrelevante para su visión de política exterior.

Con una excepción: la injusticia social, económica y política impuesta por Israel a los palestinos desventurados.

El conflicto palestino-israelí parecía compartir mucho con los males sociales americanos que él había combatido toda su vida adulta: un conflicto entre dos comunidades divididas, sostenidas por el fanatismo, mutuas narrativas exclusivas de victimización y la ausencia debilitante de empatía y esperanza.

El compromiso enérgico y temprano de Obama por la paz entre Israel y Palestina no estaba arraigado en los cálculos estratégicos habituales que impulsan la política exterior, sino en el sentido de que encaja tan bien en la nueva sensibilidad que ahora define su presidencia.

Pero la geopolítica no es trabajo social. Y lo que es cierto en Chicago puede no ser cierto en Jerusalén. La primera gran incursión de Obama en el conflicto, sacando del primer ministro Benjamin Netanyahu un congelamiento de 10 meses en la construcción de asentamientos fuera de Jerusalén, marcó la pauta para los próximos cinco años de esfuerzos.

La Casa Blanca de Obama estaba confundida y frustrada cuando se hizo evidente que la medida sin precedentes “de fomento de la confianza” de Netanyahu de hecho empujaba a los palestinos fuera de la mesa de negociaciones.

Obama con Mahmoud Abbas

El conflicto palestino-israelí no es una lucha contra la desventaja social o económica, sino entre identidades nacionales. Aunque quiera un acuerdo de paz con Israel, como Obama cree sinceramente, el Presidente de la AP Mahmoud Abbas debe maniobrar dentro de los confines de una narrativa nacional palestina que rechaza la causa nacional judía como irremediablemente ilegítima. Abbas simplemente no puede comprometerse; debe ser visto como ganador.

Así que el hecho de que la Casa Blanca había exigido y obtenido una congelación de los asentamientos sin precedentes de Israel no demostró a los palestinos que Israel era susceptible de comprometerse – sino más bien que sus propios líderes exigían menos del odiado ocupante que la descaradamente pro-Israel Casa Blanca. La Casa Blanca, un bastión de los sionistas por su propia admisión, había extraído sin esfuerzo una concesión que ningún líder palestino había exigido nunca.

En su primer esfuerzo en el fomento de la confianza entre las partes, la Casa Blanca de Obama había estrechado desastrosamente el margen de maniobra política interna de los dirigentes palestinos. Ese error inicial estableció la dinámica que obstaculizó los esfuerzos más concertados de Estados Unidos para reavivar las negociaciones. Cada vez que crecía la presión americana sobre Israel, la presión interna de los líderes palestinos para elevar sus demandas y condiciones previas crecía a buen ritmo.

La organización social no lidia con estas capas de la ideología y la identidad, con la lógica implacable de conflicto étnico, y los israelíes pronto llegaron a creer que Obama no podía verlos. Después de 2010, Obama seguía siendo una figura bien considerada en la cultura popular de Israel, pero de acuerdo a las encuestas perdió algo más importante que su simpatía: llegó a ser visto como peligrosamente ingenuo. Los israelíes confiaban en sus intenciones, pero no en su juicio.

La política exterior de Obama ha variado en los seis años desde que llegó a presidente. Su optimismo inicial se ha visto atenuado por las revisiones de la realidad de Ucrania, Siria y otras crisis. Los políticos estadounidenses siguen luchando para encontrar formas de traducir la visión que define su presidencia en acción geopolítica inteligente. Fuertemente aplaudido donde quiera que iba, Obama pasó esos primeros años en silencio y en su mayoría sin querer quemar puentes con algunos de los aliados más cercanos de Estados Unidos. Seis años después, ha perdido el brillo. El celo optimista por un compromiso global se ha desvanecido en un puñado de principios minimalistas: matar a cualquier terrorista que amenaza a los estadounidenses, evitar costosas guerras, estar cerca de aliados estables.

Washington

La Casa Blanca de Obama odia a Benjamin Netanyahu. Es una antipatía que los observadores de las relaciones de largo plazo Estados Unidos-Israel a menudo señalan, pero rara vez tratan de explicar. La aversión del presidente Obama por Netanyahu es intensa, y el sentimiento a veces se filtra en las filas de los consejeros y altos funcionarios de ambos lados.

No hay duda que la burla se ha convertido en algo personal – un líder judío americano ha afirmado que fue el propio presidente Obama quien dio la entrevista en The Atlantic en el que un funcionario no identificado se burló de Netanyahu como “cobarde” – pero sus orígenes son más profundos que la antipatía personal.

Netanyahu en el Kotel

Netanyahu es descaradamente sectorial. Su retórica durante los últimos seis años está dominada por interminablemente repetidos tópicos sobre la historia judía y los derechos de los judíos. Incluso cuando se ofrece una rama de olivo retórica, como en su famoso discurso de 2009 en la Universidad de Bar-Ilan, se niega a incluir un lenguaje que acepte como una cuestión de principio, la legitimidad de las posturas antagónicas. En las horas antes de despegar al viaje contencioso de esta semana a Washington, Netanyahu se tomó tiempo para orar en el Muro de los Lamentos en Jerusalén e hizo una peregrinación a la tumba de su padre, un historiador de la historia judía y la persecución que se centra en el sufrimiento judío a través de las edades ocupa un lugar preponderante en la cosmovisión de Netanyahu.

Para Obama, Netanyahu es Rafiq al Shabazz, un ex miembro de la banda que se convirtió al Islam y se volvió un activista en la comunidad negra del sur de Chicago en la década de 1980.

En “Los sueños de mi padre”, Obama recuerda cómo Shabazz explicaba los problemas de la comunidad: “La gente de fuera de nuestra comunidad hace dinero con nosotros y muestra falta de respeto a nuestros hermanos y hermanas. Básicamente lo que tienes aquí es coreanos y árabes corriendo a las tiendas, los judíos todavía son dueños de la mayor parte de los edificios. Ahora, en el corto plazo, estamos aquí para asegurar que los intereses de las personas negras sean atendidos, se entiende. Cuando oímos a uno de los coreanos maltratar a un cliente, estaremos en medio. Vamos a insistir en que nos respeten y hagan una contribución a la comunidad – que financien nuestros programas, y todo lo demás”.

Shabazz veía intereses negros en términos estrictamente sectoriales de suma cero, no comprendía lo que Obama sabía: que en una economía interconectada, sea de Chicago o del mundo, la futura prosperidad y vitalidad social de los negros y los coreanos y los árabes y los judíos estaban inextricablemente ligadas.

Cuando Netanyahu insiste en hablar de la historia judía en la Asamblea General de la ONU mientras se niega a hablar de la desposesión palestina, cuando rechaza de plano y en repetidas ocasiones la idea de que la eventual rehabilitación de Irán podría ser más deseable que la confrontación permanente, Obama escucha ecos de aquellos activistas de Chicago cuyos chovinismo hizo más daño a sus comunidades que bien.

Los horizontes partidarios de Netanyahu, su profundo pesimismo acerca de los palestinos y la región, la política terca que reflejan e informan del escepticismo de sus votantes – para Obama, estos atributos encarnan todo lo que aflige al mundo. El “adversario mortal” de América y del mundo, Obama ha dicho, no es un enemigo geopolítico, sino la pérdida de la esperanza, el triunfo de la apatía, y el aplastamiento de las estructuras sociales (y por extensión, geopolítica) que inhiben la oportunidad y sostienen la desigualdad .

Netanyahu, un aliado demasiado cerca y demasiado vocal para ser ignorado, se irrita contra la visión de Obama del mundo y es un reproche permanente a la conciencia de mente amplia en que se ha convertido la identidad política de Obama.

Netanyahu también desprecia a Obama. La ceguera del presidente estadounidense a las realidades geopolíticas tiene sus raíces en una confianza no revisada de su propia superioridad moral, Netanyahu cree. E Israel sigue pagando un alto precio por esa peculiaridad de la personalidad, no sólo en los esfuerzos de paz mal gestionados sino en el campo de batalla mucho más peligroso de la crisis de Irán.

Netanyahu se crió en las políticas de identidad que han confundido a Obama. Él se aferra mientras su homólogo estadounidense no puede al papel que las narrativas de identidad nacional juegan en la política nacional e internacional. Este entendimiento le ha convencido de que la paz con los palestinos no puede lograrse sin la legitimación. A menos que el movimiento nacional palestino sea capaz de aceptar que hay una cierta legitimidad al reclamo judío a una patria en Israel, los líderes palestinos permanecerán congelados en su lugar incapaces de comprometerse para la paz. Mientras tanto, las concesiones israelíes a un liderazgo palestino que continúa rechazando la propia legitimidad de Israel no harán sino reforzar ese impulso de rechazo manteniendo la ilusión de que una victoria final contra la existencia de Israel es posible.

Para Netanyahu, entonces, cualquier estrategia americana que comienza con concesiones israelíes en lugar de buscar un cambio en la narrativa básica del otro lado pone el carro delante del caballo – y no hace más que asegurar un continuo fracaso.

(Hay que decir: La falta de voluntad palestina de que se haga justicia en Israel es correspondida en un impulso similar en la política israelí que rechaza toda legitimidad en la narrativa palestina – un impulso que se encuentra sobre todo en el lado del mapa político de Netanyahu. Para Netanyahu, también, el coste político del compromiso no es pequeño, y sólo crecerá mientras la política palestina permanezca empecinada en su narrativa de rechazo.)

Sobre Irán, la evaluación de Netanyahu de las capacidades estratégicas de Obama es igualmente poco favorecedora. Al abandonar el enfrentamiento de las sanciones en el que los EE.UU. tenían todas las cartas y el mundo estaba unido en oposición a las ambiciones nucleares de Irán, Obama ha concedido mucho y obtenido muy poco. Un país del tamaño de Europa occidental con antecedentes de ocultar instalaciones completas y mentir repetidamente a los inspectores de la OIEA y el Consejo de Seguridad de la ONU no se puede confiar que acate un acuerdo. Un mundo que apenas podría tolerar la perspectiva de una guerra ahora se volvería intolerante incluso a la mera restauración de las sanciones. La presa había sido violada, y nadie podría garantizar que pudiera restaurarse si Irán violase el acuerdo.

El argumento favorito de la Casa Blanca para el acuerdo – que la elección ante las potencias occidentales era llegar a un acuerdo o ir a la guerra – demuestra para Netanyahu la incompetencia que vio en la estrategia de la Casa Blanca. El argumento equivalía a una declaración a los iraníes de que los EE.UU. necesitaba el trato más que ellos.

Incluso la queja sobre su decisión de brindar el discurso el martes al Congreso granjeó poca simpatía del líder israelí. Después de todo, Obama fue el primero en viajar a la capital del otro y lo reprendió su propio pueblo. Cuando Obama llegó finalmente a Israel como presidente en marzo de 2013, deliberadamente rechazó una invitación para abordar el parlamento de Israel – la comparación con su ansiosa comparecencia en el parlamento en Estambul hace cuatro años no pasó desapercibida para los expertos israelíes – y en su lugar dio un discurso público ante un público de jóvenes israelíes en el Centro de Convenciones Internacional de Jerusalén.

El presidente estadounidense, Barack Obama pronuncia un discurso en el Centro de Convenciones de Jerusalén, 21 de marzo de 2013. (Foto: Yonatan Sindel / Flash90)

Era un discurso “para el pueblo de Israel”, no para su liderazgo, dijo la Casa Blanca – al igual que el discurso de El Cairo se dirigió no a los gobiernos sino a los musulmanes. “Les prometo esto”, dijo Obama a los israelíes de su primer ministro, “los líderes políticos nunca asumen riesgos si el pueblo no los empuja a asumirlos”.

Netanyahu desprecia a la Casa Blanca de Obama como un fracaso; con anteojeras por su pomposa seguridad en sí mismo, no es confiable para gestionar de manera competente la seguridad del mundo. Obama desprecia a Netanyahu como un obstáculo, un partidista hipócrita cuya visión estrecha de la política se interpone en el camino del progreso significativo en cualquier asunto en el que está involucrado.

Para ambos, la diferencia va más allá de la división demócrata-republicano, es más profunda que la cuestión palestina, más profunda aún que la batalla por Irán. Obama trató de introducir una nueva conciencia en los asuntos mundiales, una conciencia que define su identidad política. Netanyahu desafiantemente defiende las viejas formas de hacer negocios – de las que, según él, depende la seguridad de su nación.

Fuente: The Times of Israel

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Silvia Schnessel: Silvia Schnessel es corresponsal de Enlace Judío en España. Docente y traductora, maneja el español, el hebreo, el francés, el inglés y el catalán. Es amante del periodismo, del sionismo y de Israel.