GABRIEL ALBIAC
Los errores iraníes de la política exterior estadounidense se iniciaron con Jimmy Carter. Cuando, frente a un tirano odioso, el Shah Pahlevi, la Casa Blanca optó por favorecer una oleada islamista, cuya dimensión no se supo calibrar y que iba a abrir el horizonte de la guerra religiosa que no ha parado de incendiar el mundo, desde aquel año 1979 en que el ayatolá Jomeini impuso en Teherán los fundamentos de su república teocrática.
Fue nuevamente Carter quien ahondó en el error y en la herida. Débil ante las presiones del nuevo régimen iraní, la administración americana había negado el visado de entrada a quien fuera, durante décadas, el aliado principal de los Estados Unidos en la zona. Que ese aliado fuera un bicho malísimo, no es argumento de peso en una política que, como la internacional, se mueve entre los delicados equilibrios y contrapesos que definen los conflictos mundiales. Y, en 1979, el esencial de esos conflictos era una guerra fría que nadie podía prever aún en trance de entrar en su fase resolutoria. Cuando, por motivos médicos, los Estados Unidos autorizaron, en octubre del 79, la entrada de Pahlevi en su territorio para ser tratado de su cáncer terminal durante dos meses, la imagen de debilidad ya proyectada produjo lo que la debilidad produce siempre en política internacional: lo peor. El tratamiento de un moribundo –que eso era ya el viejo tirano– en un hospital de Nueva York desencadenó el furor de las muchedumbres fanáticas agrupadas tras los ayatolás de la ciudad santa de Qom.
El 4 de noviembre de 1979 la embajada americana en Teherán fue sitiada por una multitud enfurecida. Asaltada, luego. Los 52 estadounidenses que no lograron huir, quedaron secuestrados durante 444 días. Todas las convenciones de la diplomacia internacional habían sido violadas. Y la respuesta de Carter fue lenta y torpe. Culminó con uno de los mayores fiascos sufridos por el ejército americano en su historia reciente: la operación “Garra de Águila”, diseñada para recuperar a los secuestrados mediante una operación de comandos, que, pésimamente planificada, acabó en accidente mortal en el desierto.
Nadie, desde la cadena de errores de Carter, se ha equivocado más a fondo en el problema iraní que un Barak Obama, cuya tolerancia con los planes nucleares de Teherán sienta las bases de un horizonte sombrío. Para todo el mundo, desde luego. Para Israel, claro está, puesto que los ayatolás iraníes han primado siempre la destrucción total del Estado judío sobre cualquier otro objetivo. Pero, no en menor medida, para las teocracias sunitas del Golfo, a las cuales el chiismo iraní ve como un obstáculo mayor en la unidad de la yihad islámica. Y Europa no debería perder de vista que buena parte de su costa mediterránea está al alcance de unos misiles iraníes cuyo equipamiento con ojivas nucleares no es más que una cuestión de tiempo.
La acogida, anteayer, de Benjamín Netanyahu en el Congreso Americano fue entusiasta. Pese al boicot de un Presidente Obama en quien todos, los demócratas igual que los republicanos, ven el gestor de una pérdida de prestigio internacional muy peligrosa. El primer ministro israelí no dijo nada que no supieran todos: que un Irán nuclear será un factor incontrolable de riesgo bélico en el mundo. Y que difícilmente Israel, que tiene al otro lado de su frontera libanesa acantonada esa unidad del ejército iraní que es Hezbolá, podría permitirse correr el riesgo de verla en posesión de armas nucleares. Con Tel-Aviv a tiro.
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