GABRIEL ALBIAC
30 escaños para el Likud. 24, laboristas. 11, los laicos. 14, los árabes. Detrás, los otros. Hasta diez partidos. Se gobernará en coalición. Nada nuevo. Nunca, en la historia de Israel, un partido obtuvo mayoría absoluta. La ley electoral busca evitarlo: el pueblo judío sabe, por trágica experiencia, hasta qué punto para la libertad son preciosas las minorías.
En cualquier país europeo, asentar una ley electoral sobre la proporcionalidad pura, se vería como insensatez. Europa prima la estabilidad sobre cualquier criterio. Un parlamento sin partido hegemónico y enlosetado en un rompecabezas de diez grupos, sería considerado inoperante. Y, en una hipotética coyuntura bélica, suicida.
Lo más extraordinario de la democracia israelí es que un país que soporta ya 67 años de guerra en todas sus fronteras, y en el cual el horizonte de una relación normal con los países vecinos es ciencia ficción, haya perseverado en ese criterio que da representación a todos: incluidos los partidos árabes (14 escaños), cuya razón de ser es la destrucción del Israel a cuya ley se acogen. Y que impide que ningún partido mayor pueda imponer su imperio excluyente sobre los pequeños. En Israel no gobierna el partido que más escaños consigue: porque esos escaños serán siempre pocos para imponerse a los demás: Netanyahu ha obtenido un resultado excelente; pero ni aun sumando los escaños de Likud y laboristas se alcanzarían los 61 de la mayoría absoluta. Gobierna el que logra sellar suficientes alianzas transitorias. Y que no puede, así, caer en tentaciones monopólicas sin ser descabalgado.
Ni eso ha impedido a Israel alzar la fuerza militar más operativa del Cercano Oriente, ni ha trabado la iniciativa de un país cuya economía está hoy entre las más innovadoras del planeta. Tampoco ha erosionado la fuerte identificación con su identidad nacional y la voluntad de resistencia frente al asedio que caracterizan a la ciudadanía israelí. En esto nunca hubo allí incompatibilidad crítica entre izquierda y derecha.
El socialismo de Ben Gurión fue pieza primordial del sionismo en el Israel naciente de 1948. Su hegemonía se prolongó hasta 1977, cuando la llegada del Likud de Menahem Begin al poder, que los apocalípticos europeos quisieron ver como un desastre, acabó por culminar las frágiles tentativas de paz y por sellar un primer tratado de fronteras con Egipto. Se entró, a partir de ahí, en un juego de convencional alternancia entre laboristas y conservadores, siempre atenuado por el peso de esos pequeños partidos, con frecuencia formados y extintos en plazos breves.
La decepción que siguió al fracaso de la más fuerte apuesta de paz con Palestina, la del laborista Barak en 2000, está en los orígenes del largo tramo de hegemonía conservadora culminada por la victoria de Netanyahu anteayer. Que nada cambia; que abre, de nuevo, el laberinto de alianzas. Pero en condiciones más sólidas que nunca para el Likud.
Visto desde lejos, el paisaje israelí puede aparecernos exclusivamente saturado por la guerra. El milagro de Israel es que no sea así. No sólo. La guerra, la defensa nacional para ser precisos, genera una unanimidad básica, transversal a los partidos: de izquierda o de derecha todo israelí sabe que será exterminado por sus vecinos árabes si flaquea. No hay divergencia en eso. Pero las elecciones se juegan también sobre cosas más humildes. Y más cercanas. Y más como las de cualquier país europeo: prestaciones sociales, vivienda, empleo… No sólo épica. Política.
Fuente:abc.es
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