JULIÁN SCHVINDLERMAN
Un modo de evaluar la calidad política del acuerdo en ciernes entre las potencias mundiales y la República Islámica de Irán consiste en contrastar el comienzo con el final.
Durante la última década, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas logró adoptar seis resoluciones que le prohibían a Teherán enriquecer uranio; el acuerdo actual, con ciertas restricciones, le permitirá seguir haciéndolo. Según trascendidos de la prensa, la planta procesadora de agua pesada en Arak no será cerrada, como tampoco el reactor subterráneo en Fordo. Teherán ya recuperó diez mil millones de dólares de fondos que habían sido congelados por Washington y espera que las sanciones sean levantadas. Ello a pesar de que todavía no respondió satisfactoriamente una serie de interrogantes clave para disipar toda duda sobre la naturaleza de su programa nuclear. A saber:
Si Irán posee vastas reservas de gas y petróleo, ¿qué necesidad tiene de invertir en reactores para generar electricidad? Si Rusia le ofreció recibir su uranio y devolverlo enriquecido a gradaciones civiles, ¿por qué Irán se rehúsa a ello? ¿Por qué ocultó algunas de sus instalaciones nucleares bajo tierra, las rodeó de defensas antiaéreas y obstruyó el acceso de los inspectores internacionales? Si el proyecto nuclear tiene finalidades pacíficas, ¿por qué continúa el país persa desarrollando misiles balísticos intercontinentales con capacidad para transportar ojivas nucleares a larga distancia? ¿Y hemos de creer que se expuso a sanciones económicas severas, ostracismo global e incluso al prospecto de un ataque militar israelí sólo para defender su derecho al uso pacífico de la tecnología nuclear?
En el plazo de negociación con las potencias, Irán realizó ejercicios navales en los que explotó un falso transportador norteamericano en el estrecho de Ormuz, encarceló al corresponsal del Washington Post en Teherán e intentó atentar contra la embajada israelí en Uruguay. Hoy, hombres de sus Guardias Revolucionarias están combatiendo en Irak y en Siria y el régimen está respaldando a milicias sublevadas en Yemen, como lo hizo antaño en Bahrein. Esto en adición a su apoyo a grupos fundamentalistas en Gaza y el sur del Líbano. Mayores concesiones al gobierno ayatolá no lo harán más benigno, sino más peligroso. Este punto lo comprenden demasiado bien los israelíes, los sauditas, los egipcios, los jordanos, los turcos y otros varios aliados de Occidente en el Medio Oriente. A excepción de los P5+1, muy pocas naciones comparten su entusiasmo con las negociaciones presentes.
Un acuerdo que no disipe las ansiedades bien fundamentadas de los países árabes sunitas en torno a las ambiciones nucleares de Irán, bien podría disparar una carrera armamentista nuclear en la región. No será ni fácil ni gratuito para muchas de estas naciones embarcarse en sus propios programas nucleares para contener a un Irán atomizado, pero lo harán si creen que como resultado de las tratativas el Irán chiíta emergerá como una potencia nuclear a la larga. Considerando que la lucha contra la proliferación nuclear a escala global ha sido un objetivo ostensible de la Administración Obama, este desenlace posible sería extremadamente irónico… además de sumamente inquietante.
En el mejor de los casos, el acuerdo actual limitará -pero no detendrá- el programa nuclear de Irán, apoyado en la premisa de que el país persa honrará sus compromisos. Dada la naturaleza opaca, violenta y fanática del régimen clerical iraní, creer en su palabra será la apuesta geopolítica del siglo.
Fuente:larazon.es
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