GABRIEL ALBIAC
El día en que Turquía entre en Europa, seremos definitivamente bárbaros.
Francia ha igualado el genocidio armenio al judío. Incluido el trato penal para sus negadores: el gobierno turco, por ejemplo. Y el germinal Califato de Erdogan arremete contra Francia. Está bien. Califato y democracia son incompatibles. Lo son islam y racionalidad política. Lo es el islamismo con la Europa que se construyó en guerra defensiva frente el Imperio Turco a las puertas de Viena. Ya está bien de mentiras. Permitir que los apologistas del genocidio –del armenio como del judío– entren en la UE es suicidio. Moral. Si alguien es tan estúpido o tan perverso como para pasar por eso, es que Europa está más podrida de lo que sabíamos.
Turquía inventó el genocidio moderno. En 1915, Stalin era un nadie al cual sus camaradas tenían por inofensivo e imbécil. En 1915, Hitler era un tarado en las trincheras. Pasará mucho, antes de que uno invente el Gulag y el otro los Campos de exterminio. Del proyecto del primero resultará la aniquilación de más de veinte millones. La épica wagneriana del segundo hará humo de seis millones de judíos. De ambos tomará el siglo su distinción: siglo del genocidio. Y no es que los hombres del XX fueran peores que los de antes. En cualquier tiempo, la capacidad para matar de los humanos no está limitada más que por sus maestrías. Nuestro siglo se dotó de la técnica adecuada. Es todo. Tuvimos el infortunio de nacer en el siglo que puso la industrialización de la muerte al alcance de quien quisiera usarla. Una fábrica. Una más. Eso es el genocidio. Los nombres de Hitler y Stalin son sólo etiquetas de tal innovación: la producción en cadena. De la muerte.
Pero no la inventaron. Al comienzo de la Gran Guerra, Stalin era sólo el tonto de la clase, ante la cultísima vieja guardia bolchevique. Hitler, un chusquero que acabaría, tras la derrota, en piltrafa de albergue para mendigos. No existen en 1915, cuando se alza el invento del siglo: borrar a una población entera –sin distinciones, ni de edad, ni de sexo, ni de creencia, ni de nada– de la faz de la tierra.
Fue una idea brillante. Tras una campaña militar catastrófica en Transcaucasia, el Imperio Otomano encarriló la ira popular hacia el linchamiento de armenios. Entre 1915 y 1916, un millón y medio fueron asesinados. Cientos de miles huyeron. Y el mundo supo que exterminar a un pueblo era posible. Y barato. Y rentable. Ese día empezaba el siglo XX. Todos los gobiernos turcos negaron la evidencia. Ahora, el islamista Erdogan declara guerra moral a la Francia que salva, esta vez, el honor moral del Continente.
El día en que Turquía entre en Europa, seremos definitivamente bárbaros.
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