EDUARDO ABRAHAM SCHÑADOWER MUSTRI PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO
Estimado lector, quiero pedirle que por favor se imagine lo que voy a relatar como si usted mismo lo estuviera viviendo, por más dificultad que esto pudiera tener.
Eres un niño pequeño que vive en un pueblo humilde. Un día, por órdenes del gobierno, eres deportado sin víveres ni un medio de transporte eficiente, te obligan a vagar junto a tu madre por el desierto. Tu padre ya había muerto unos meses antes en un campo de trabajos forzados, por lo que no podía cuidarlos. En el camino, antes de salir, las multitudes lanzan piedras y les gritan a ti y a tu comunidad toda clase de insultos, son tildados de traidores. La marcha dura varias decenas de kilómetros, y el destino final no se vislumbra en ningún momento. La sed y el hambre te invaden, pero no hay nada que puedas hacer. En las noches tienes que dormir en la arena, en el espantoso frío, y en el día el terrible calor hace que te deshidrates cada vez más. Empiezas a ver cómo tus amigos y familiares se colapsan en el desierto. Tú no sabes cómo has podido aguantar tanto. Eventualmente, todo se vuelve oscuro y, a pesar de tus intentos de aferrarte a la vida, a pesar de que tratas de abrir los ojos de nuevo, ya no puedes más. Tu vida termina por extinguirse.
Si escucharlo desde el punto de vista de una sola persona suena terrible, ahora imagínese millones de historias similares. Esto es lo que ocurrió durante el genocidio Armenio, a manos del imperio Otomano, hace cien años.
En plena Primera Guerra Mundial, el Imperio Otomano estaba en decadencia y había un movimiento llamado los “jóvenes turcos”, que buscaban que éste se modernizara para asemejarse un poco más a Europa, y había tomado el poder por medio de un golpe de estado. Este país había decidido aliarse con las potencias centrales (Alemania, Austria-Hungría y Bulgaria), debido a una vieja enemistad que ya se tenía con los rusos, y a su deseo de recuperar territorio perdido en conflictos anteriores con éstos. En la Gran Guerra las derrotas de los turcos ante Rusia continuaron, y se empezó a acusar a los armenios de apoyar al enemigo. Bajo este pretexto se justificaban las intenciones de llevar a cabo el exterminio masivo de todos los armenios, ya que era un tema de “seguridad nacional”
Se comenzó primero mandando a todos los armenios miembros del ejército Otomano a trabajos forzados que terminaron por matarlos, dejando así a la población armenia con escasos defensores capaces. Posteriormente, el 24 de abril de 1915, doscientos cincuenta intelectuales y líderes comunitarios armenios fueron arrestados y finalmente asesinados.
Después comenzaron las deportaciones, las llamadas “marchas de la muerte”, tal como se describió más arriba. El número total de muertos oscila, según diferentes estimaciones, entre ochocientos mil y millón y medio.
Este fue el primer gran genocidio del siglo XX, y a pesar del tiempo que ha transcurrido, el actual sucesor de este imperio, Turquía, se niega a reconocer dicho genocidio. No es que no reconozca que las matanzas ocurrieron, sino que se argumenta que fueron muertes naturales de la guerra y que por lo tanto no puede calificarse de genocidio.
La evidencia documental de que se trató de un genocidio existe. Por ejemplo, se sabe que en 1918, Otto von Lossow, un general alemán aliado del imperio Otomano, declaró en una conferencia: “El gobierno de Taalat Pasha (Gran Visir del imperio en ese momento) quiere destruir a todos los Armenios, no solamente en Turquía sino también afuera”.
¿Por qué entonces Turquía se niega a reconocerlo? Desde el punto de vista político, sería dañar el orgullo nacional, poner en vergüenza al país entero al aceptar un suceso así, y reconocer la culpa, lo cual sería una medida bastante impopular y afectaría el apoyo que su propio pueblo le daría al gobierno en turno. Tayyip Erdogan, actual presidente de Turquía, ha insistido en que los occidentales han sido hipócritas al hablar de este genocidio sin hablar del sufrimiento del pueblo Turco (que perdió la Guerra), y al dejarse convencer por las “mentiras” armenias, como si hubieran estado en una condición de combatientes de igual a igual. Por otra parte, está el aspecto económico, en que reconocer dicho genocidio obligaría a Turquía a dar compensación a los descendientes de las familias afectadas, muchas de las cuales pasaron a formar lo que hoy en día es la diáspora armenia, y al actual estado independiente de Armenia, que se formó tras el desmembramiento de la URSS.
Existen solamente 25 países que reconocen estos eventos como “genocidio” de manera oficial: Argentina, Armenia, Austria, Bélgica, Bolivia, Bulgaria, Canadá, Chile, Chipre, República Checa, Francia, Alemania, Grecia, Italia, Lituania, Líbano, Holanda, Polonia, Rusia, Eslovaquia, Suecia, Siria, Uruguay, Vaticano y Venezuela.
¿Por qué tan pocos países lo reconocen? Muchos países tienen relaciones diplomáticas y alianzas con Turquía, así que para no dañarlas, se limitan a hablar de ello de manera extraoficial o a no usar la palabra “genocidio”. En el caso de Estados Unidos, el congreso ha intentado reconocerlo pero ha sido vetado por el presidente. En el caso de Israel, el presidente hace poco declaró que fue genocidio pero por la naturaleza de su puesto eso no puede ser considerado como una posición oficial del estado, y así tenemos gran cantidad de ejemplos.
En sí, esta situación se resume de la siguiente manera: Turquía es un país con 77 millones de personas, un PIB nominal de 861 mil millones de dólares y una alta importancia estratégica para toda la región, mientras que Armenia tiene 3 millones de habitantes, un PIB nominal de 10,361 millones de dólares, más de 80 veces menor que el de Turquía, y una relevancia muy inferior (datos obtenidos del CIA World Fact Book). Cuando un gobierno tiene que elegir con cuál de los dos tener relaciones cordiales, con tristeza les digo que el poder, en la mayoría de los casos, puede más que la verdad.
La única manera de forzar a un gobierno a reconocer un evento de esta naturaleza sería que su propia población se lo demandara, por medio de marchas, de manifestaciones, de presión política y económica. Y lamentablemente, el pueblo Armenio no tiene la suficiente simpatía del resto de la humanidad como para que esto ocurra.
Cuando a mí me enseñaron historia en la escuela, este negro episodio ni si quiera figuraba en los libros de texto, y la única mención que se hizo del Imperio Otomano es que formaba parte del grupo de países que perdió la guerra, y Armenia no fue más que uno de esos países “nuevos” que “aparecieron” cuando se desmembró la URSS y que desde 1991 había que aprenderse en la clase de geografía. No es disparatado suponer, entonces, que muchas personas en todo el mundo han sido educadas de la misma manera.
Aquellos que sí sabemos lo que ocurrió tenemos la obligación moral de difundirlo más allá del cansancio, que literalmente todo el mundo lo sepa para que, aunque sea con más de un siglo de retraso, eventualmente la presión que haya para el reconocimiento de este evento sea la suficiente como para que el número de países que lo reconozcan sea igual al número de países que existen, y sólo así podremos decir que para todos aquellos que sufrieron, como el niño del que se habló al principio de este texto, se ha hecho justicia.
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