Diez mil muertos en Nepal, que a nadie son reprochables, ni a nada. Composición de vectores, fuerzas tectónicas que anudan tensiones ajenas a intervención mundana. A la constancia de ser nada en los sigilosos automatismos que anudan el universo, llamamos absurdo los hombres. Nada.
Lo más duro de las grandes tragedias es que no tienen sentido. Tienen causas. Anónimas. Frente las cuales, esta máquina de tejer fantasías que somos se desvive en proyectar atributos morales: artificios. Allá donde la tragedia es absoluta, nada pone sentido ni consuelo. Sucedió; se conjugaron brutales determinaciones, frente a las cuales un humano todos es bastante menos que una pulga. Se abrió la tierra, la paciencia milenaria en que divagan las capas tectónicas cristalizó su punto de fractura. En el espacio y el tiempo: Nepal, abril de 2015 y prosiguió su curso indiferente. Sucedió ya: miles, millones, miles de millones de veces antes que la especie humana estuviera aquí para proyectar sobre esa secuencia causal su desconsuelo. Sucederá: miles, millones, miles de millones de veces, sobre el planeta, cuando de la anécdota humana no quede ya ni un pliegue. Eso a la cual llamamos naturaleza, despliegue inabarcable de fuerzas materiales puede ser figurado bajo cualquier metáfora. Menos bajo esa, estúpida, de lo bueno o lo bello, que tantísimo satisface a bucólicos y ecologistas.
De oscuros vectores de fuerza está hecha la fantasía a la cual llamamos tierra estable. Tan fantasía como la que nos hace ver, cada mañana, al sol girar en torno nuestro. Y ese fingido aplomo tiene sus ritmos, que no son los nuestros, que en nada se corresponden al raquítico ciclo de nuestros relojes, de nuestros calendarios. Diez mil humanos triturados por un deslizamiento inexorable de placas tectónicas es, para nuestras mentes, el paradigma del absurdo. Pero es y nuestro absurdo no es más que un empecinado no querer saberlo. Peor: un no querer saber que lo sabemos. Somos motas de polvo en el juego descomunal de fuerzas al cual damos metáfora de mundo o de naturaleza. Con mayúscula, si uno es lo bastante cursi.
Me he pasado media mañana buscando el pasaje de La Eva futura en que Villiers de lIsle Adam daba fórmula a esa certeza en su destellante prosa de final del siglo XIX. Es éste: «Que quede entre nosotros, pero la Naturaleza es una gran dama a la que ya me gustaría ser presentado. ¡Todo el mundo habla de ella y nadie la ha visto!». Una inteligencia básica debería bastarnos para sospechar que decir «naturaleza» es decir «no sé y no quiero saber que ignoro». Decir «desastre natural» es enunciar un triste pleonasmo. Todo, en lo natural, es desastre para los humanos. No llamamos trágico a lo doloroso, sino que a lo insoluble, eso que escapa a cualquier intervención deliberada. Casi todo si hablamos, claro está, de las cosas serias.
Y eso nos deja mudos. Se llama pánico y nos guía, una vez más, hacia el silencio de la biblioteca que ningún consuelo ofrece. Porque entender, nada cura. Blaise Pascal en la penumbra. Pensamientos: «El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo; un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Mas, aun cuando el universo lo aplastara, el hombre seguiría siendo más noble que lo que lo mata, puesto que él sabe que muere y sabe la ventaja que el universo tiene sobre él. El universo nada sabe». Diez mil muertos, por nada. Todo frágil.
Fuente: gentiuno.com
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