La filantropía y el Sistema de Prestigios Comunitario entre los judíos mexicanos de origen sirio

AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – En este artículo se explora la ideología, creencias y valores que subyacen a la filantropía en el marco de un sistema de prestigios premoderno que se fomenta en la comunidad judía de origen sirio en México, y que motiva a la donación para la realización de obras congregacionales, la redistribución de los recursos colectivos para la asistencia social y labores de carácter religioso. Las prácticas religiosas y la cohesión de las familias han sido el soporte de las instituciones comunitarias, ese espacio público donde se reactualizan y refrendan las relaciones interpersonales. En México, la sinagoga constituye un sitio de socialización donde los ritos y símbolos de la liturgia judía permiten la reactualización de las tradiciones. Al actuar públicamente, las personas se identifican con un proyecto colectivo que les brinda una idea de sí mismas que valoran. El discurso comunitario ofrece modalidades de organización y sentido de pertenencia que ayuda a los sujetos a dar significado a lo que están experimentando y vincular el presente con el pasado y el futuro. Los lazos comunales mediante la movilización de afectos cohesionan y establecen lazos fuertes entre los miembros de la congregación para ligarlos en una identidad compartida.

Liz Hamui Sutton

Relato

Era la mañana de Rosh Hashaná en la colonia Polanco de la Ciudad de México, Jacobo se despertó temprano para ir a la sinagoga a rezar con su papá y su hermano como lo había hecho desde que era niño. Era un día especial para él, pues por primera vez iba con la intención de hacer un donativo durante los rezos. A sus 26 años, se dedicaba al comercio de múltiples productos que su empresa importaba de China y vendía en las cadenas de autoservicio del país. Tenía gran talento para negociar y los contactos adecuados en el medio para colocar sus mercancías. Ese año había tenido buenas ventas y le agradecía a Di-s por ayudarlo en su trabajo. Sentía que de alguna manera tenía que compartir esa benevolencia haciendo tzedaká, y los ritos en la sinagoga le daban esa oportunidad.

Antes de la lectura de la Torá, se interrumpió el rezo para proceder a la venta de las alyot, lo que llevó una hora o más. El rabino, el shamosh y el gobernador del templo, organizaron la subasta en donde se ofreció darles honor a las personas que donan para las distintas organizaciones comunitarias sin fines de lucro (el kitab, ayuda a las novias, la colecta de damas, becas, …). Tanto para el rezo de shajrit (mañana) como minjá y arbit (tarde/noche) se subastaron las siguientes posiciones: la petijá (apertura de las puertas donde se guardan los sefarim), los seis rimonim de tres Sefer Torá que por lo general son ofrecidos para los niños, cargar tres Sefarim desde el Aaron HaKodesh hasta la Tebá dando la vuelta por la sinagoga para que todos los asistentes lo vean y hagan sus peticiones a Di-s para el nuevo año con la Torá cerca; este honor se le ha dado comúnmente a los novios y es un momento emotivo pues las mujeres desde la parte de arriba piden y mandan besos a la Torá. Al llegar los Sefarim a la Tebá, se leen los versículos, en la subasta se ofrecieron también las alyot de quienes suben a leerlos. Además de las oraciones del cohen, levy e israel, se ofertaron los rezos de shlishi, rebii, hamshi, shishi, además del maftir y mashlig para recitar el kadish. Algunas de estos pasajes hablan de la parnasá y existe la creencia de que quien compra esta alyá tendrá abundancia el año por venir, por eso la compran los empresarios más acaudalados y se vende más cara. Finalmente la última subasta se refiere a la distinción de regresar el Sefer al Aarón HaKodesh.

La subasta para algunos es un momento de descanso, pero para aquellos que participan en ella es la oportunidad de mostrar su prestigio en público. Jacobo se quedó atento a lo que sucedía. El rabino anunció el inicio de la venta, comenzó por la petijá, Jacobo estaba nervioso y decidió esperar, tampoco pidió los rimonim, pero cuando llegó la subasta para cargar uno de los tres sefarim, decidió ofrecer una cantidad, otro prometió más y él elevó la oferta hasta que se le asignó y el rabino mencionó la frase “Barejú le Hashem”, que esté bendecido por Di-s. En ese momento decidió no hacerlo él sino darle el honor a su padre, un abogado querido y respetado por la comunidad, lo hizo además porque se sentía demasiado joven con relación a los otros hombres de negocios y empresarios que aprovechaban la ocasión para lucirse con su filantropía. El momento de cargar el Sefer Torá y dar la vuelta por la sinagoga estuvo lleno de emotividad, su padre la colocó en la Tebá y al bajar sus clientes y conocidos se acercaron para saludarlo con la frase “Hasac u Baruj”, que seas fuerte y bendecido. Al llegar a su lugar Jacobo abrazo a su papá emocionado y el momento fue especial y lleno de gozo para ambos. El joven pensó que cada año haría un donativo similar para ayudar a su comunidad.

La comunidad como orden simbólico y espacio político

A principios del siglo XX, se establecieron en la Ciudad de México, entre otros sitios del continente americano, comunidades de judíos originarios del Imperio Turco Otomano, principalmente de Alepo y Damasco. Ellos portaban tradiciones transmitidas en la larga duración, en el tiempo civilizatorio (1) que trajeron consigo al inmigrar. La etnicidad, la religión y la ayuda mutua fueron elementos fundamentales en la reconfiguración grupal. La práctica de la endogamia se conservó y cuando los jóvenes estaban en edad de casarse, las familias les encontraban parejas para que se casaran con alguna pariente o conocida de la misma comunidad de origen. Los núcleos familiares constituyeron la base de la estructuración comunitaria, de los usos y costumbres. Las mujeres cumplieron con la tarea de tener hijos con lo que se aseguraba la reproducción genealógica y cultural, preservaron el judaísmo en la casa, por ejemplo en la observación de la dieta alimenticia (kashrut) y la gastronomía siria (2), el fomento de relaciones familiares y sociales a través de la hospitalidad, así como la ayuda mutua entre parientes y conocidos, entre otras cosas. Entre los valores y creencias que reactualizaron por generaciones estaba el reconocimiento a la autoridad del padre, el rabino o líder comunitario (3), éstos últimos por lo general tomaban las decisiones relativas a la vida de sus familiares en áreas como la educación, matrimonio, empleo, número de hijos, disposición del patrimonio y la herencia, etc. Comúnmente se dio mayor importancia al buen nombre de la familia y la pertenencia comunitaria que a los proyectos de vida individuales, lo que en no pocas ocasiones provocó conflictos y resentimientos en las complejas relaciones de parentesco. La familia extensa y la convivencia entre generaciones eran comunes así como las reuniones en ocasión de las celebraciones religiosas (4).

Otro de los rasgos que caracterizaron a los inmigrantes judíos de origen sirio fueron sus prácticas religiosas y su profunda convicción y devoción en la divinidad. Los judíos sirios provenían de una sociedad tradicional y pluralista, en la cual la religión desempeñaba un rol central en la vida social, económica y política. Las comunidades etno-religiosas estuvieron conformadas por individuos muy observantes y conservadores, que mayoritariamente daban por sobrentendido el cumplimiento de los preceptos bíblicos, la legitimidad del poder ejercido por sus dirigentes religiosos y elites económicas, así como el respeto al orden político y social vigente (5).

Se trataba de una religiosidad ritualista con escrupulosas normas rabínicas que pautaban todos los aspectos de la vida de los miembros de la congregación. Los varones adultos tenían la obligación de asistir a la sinagoga a la liturgia diaria dos veces al día, los niños varones debían asistir al Talmud Torá o Kitab, (escuela religiosa de estudios básicos), las mujeres y las niñas encargarse de las labores domésticas. Las celebraciones del calendario hebreo y los rituales del ciclo de vida eran estrictamente observados (6) . No obstante, también se caracterizaron por creer en supersticiones, comunes entre los musulmanes de las localidades donde habitaban, por ejemplo, creían en el mal de ojo (einhará) del que había que protegerse con amuletos, en el destino (nasiv), en las señales del entorno a las que les otorgaban significados existenciales (lectura de las cartas o de la taza de café), la suerte (mazal) jugaba un papel importante en la vida y ésta era dada por Di-s, igual que el bienestar económico (parnasá). En suma, la vida no les pertenecía del todo y había que tener fe en Di-s ante la adversidad. El carácter pesimista de la existencia, llena de pruebas y pesares, donde el mal siempre estaba al acecho, era compensado por la convicción en un Di-s protector, omnipresente, misericordioso y redentor, pero exigente en el mantenimiento de la fe, los actos rituales del judaísmo y la conducta moral de los sujetos.

Las prácticas religiosas y la cohesión de las familias contaban con el soporte de las instituciones comunitarias, ese espacio público donde se reactualizan y refrendan las relaciones interpersonales. En México, la sinagoga ha sido el sitio de socialización colectiva, aunque no el único. Los ritos y los símbolos basados en el judaísmo son el formato en el cual se reactualizan las tradiciones. Al actuar públicamente las personas necesitan ser capaces de identificarse con un proyecto colectivo que les brinde una idea de sí mismas que valoren. El discurso comunitario ofrece no sólo modalidades de organización, sino también identidades que ayudan a los sujetos a dar sentido a lo que están experimentando, y, a la vez, esperanza en el futuro (7). Los lazos comunales mediante la movilización de afectos cohesionan y establecen vínculos fuertes entre los miembros de la comunidad, para ligarlos en una identidad compartida, en un “nosotros”. Según la teoría lacaniana, lo que permite la persistencia de las formas sociales de identificación es el hecho de que proporcionan al actor una forma de goce que anima el deseo humano en una relación compartida respecto a algo. En el campo simbólico comunitario las identificaciones juegan un rol central y el vínculo afectivo no es un asunto menor. En el relato de Jacobo, la emoción de participar en la subasta y poner a prueba su capacidad como filántropo era más que un cálculo racional, implicaba poner en práctica las disposiciones culturales en las que creció, así como actualizar el entramado de creencias religiosas que sustentan el orden comunitario.

Al intentar comprender el sistema de prestigios que opera en las sinagogas de la comunidad judeo-alepina en México, surgen las siguientes preguntas: ¿cómo están estructuradas, económica y simbólicamente, la reproducción y la diferenciación social?, ¿cómo se articulan lo económico y lo simbólico en los procesos de reproducción, diferenciación y construcción del poder?, ¿qué es lo que constituye a un campo? Para responder a estos cuestionamientos habría que considerar dos elementos: la existencia de un capital común y la lucha por su apropiación.  Quienes participan en el intercambio, en este caso la subasta, tienen un conjunto de intereses compartidos, un lenguaje, una “complicidad objetiva que subyace a todos los
antagonismos” (8); por eso, el hecho de intervenir en la lucha contribuye a la reproducción del juego mediante la creencia en su valor.
Sobre esa complicidad básica se construyen las posiciones enfrentadas. Quienes dominan el capital acumulado, fundamento del poder o de la autoridad de un campo, tienden a adoptar estrategias de conservación y ortodoxia. En la sinagoga, es fácil reconocer a los hombres notables que detentan el capital simbólico, por lo general se les asigna un lugar adelante, se reconoce su apellido y la trayectoria familiar, se conocen sus historias y actividades empresariales, y son quienes participan en la compra de alyot distinguiéndose por su filantropía comunitaria. A pesar de que luchan simbólicamente por el honor y el reconocimiento público en las formas rituales establecidas, en el fondo el objetivo de ayuda es el mismo, y todos se distinguen por dar “tzedaká”.

En el judaísmo, la relación entre los seres humanos es primordial en los motivos y contenidos del corpus sagrado, la consigna “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, es la piedra angular del compromiso y la solidaridad que mantiene el capital simbólico y social (9) de las comunidades y que se manifiesta en las decisiones políticas y económicas públicas y privadas. El Pirke Avot 1:14 (Libro de la Ética de los Padres) dice: “si yo no me ocupo de mi, ¿quién lo hará?, pero si solamente vivo para mi, ¿quién soy?”. La tensión entre el yo y el tu se supera afirmando a ambos en la búsqueda de la justicia, en la solidaridad, en la humildad y en la fe. “Vivir correcto” implica ser una persona justa, con actitudes consecuentes en lo individual, lo familiar, lo comunitario y lo universal. Una de sus dimensiones centrales tiene que ver con afrontar los problemas sociales y buscar justicia.

La tzedaká es un concepto central de la ética judía, explica Kliksberg (10), la pobreza no forma parte de la naturaleza social, la desigualdad económica es evitable y debe ser erradicada. El meollo está en la forma en que las sociedades se organizan, en el judaísmo existen fórmulas que equilibran las diferencias sociales y que nos sólo son administrativas, sino morales. El concepto de tzedaká alude a la noción misma de la justicia, ayudar a los pobres y desfavorecidos, no es un acto de caridad, se entiende como una forma de reparar situaciones injustas que tiene dimensiones materiales y espirituales. Por eso, la ayuda en el judaísmo no es un acto de bondad, sino una obligación ética al interior y al exterior de las fronteras comunitarias. La pobreza no es una maldición inexorable, su ampliación o reducción depende de la voluntad de los seres humanos, y la insensibilidad frente a ella es entendida como una falta moral grave. Cuando la pobreza es colectiva, las sociedades se debilitan en la base, de ahí la importancia de dar y preocuparse por la situación del prójimo.

La solidaridad con el prójimo tiene una base firme no sólo en el conocimiento sino en los sentimientos, en los afectos y las emociones, y eso es una tarea educativa. Desear el bienestar de nuestros semejantes es algo que se siente y que impulsa a comprometerse con él, y la educación es la gran vía para eso. Se trata de una pedagogía práctica, activa y no es unilateral, el individuo participa en las empresas de generosidad y solidaridad con su mente y con su corazón. En el judaísmo dar es educar, esto es, no sólo se aporta dinero, sino una actitud, la de comprometerse activamente con el bienestar del otro.

La tzedaká forma parte de lo que Bourdieu llama “habitus”, el proceso por el que lo social se interioriza en los individuos y logra que las estructuras objetivas concuerden con las subjetivas. Si hay una homología entre el orden social y las prácticas de los sujetos es porque esas acciones se insertan -más que en la conciencia, entendida intelectualmente- en sistemas de hábitos, constituidos en su mayoría desde la infancia. La acción ideológica más decisiva para constituir el poder simbólico no se efectúa en la lucha por las ideas presentes en la conciencia de los sujetos, sino en las relaciones de sentido, no conscientes, que se organizan en el habitus y sólo podemos conocer a través de él. El habitus, generado por las estructuras objetivas, genera a su vez las prácticas individuales, da a la conducta esquemas básicos de percepción, pensamiento y acción. Por ser “sistemas de disposiciones durables y transponibles, estructuras predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes” (11), el habitus sistematiza el conjunto de las prácticas de cada persona y cada grupo, garantizando su coherencia con el desarrollo social (12).

El habitus encuentra sentido en el campo, donde existen un conjunto de estrategias de las cuales se sirven los agentes que participan en él, para abrirse paso, para alcanzar posiciones, prestigios, para afirmar su existencia, empujar los límites, movilizarse, aliarse y antagonizar, buscando articulaciones para fortalecerse. Estas tácticas denotan huellas e indicios de los modos específicos de desplegarse del campo. En la medida en que todo ordenamiento social se constituye como un intento por detener el flujo de las significaciones, fijar identidades y sus fronteras, se conforma al mismo tiempo como una arena de contiendas y negociaciones, de antagonismos y articulaciones. En el ambiente existen posibilidades de acceso y disfrute de bienes culturales específicos, y los sujetos dirigen sus acciones a la búsqueda de sus objetivos, necesarios o contingentes, en distintos tiempos y escenarios. Los movimientos sucesivos de un agente en un espacio estructurado y jerarquizado en la estructura de distribución donde se disputan diferentes tipos de capital constituye la trayectoria. Se da el nombre de capital a los recursos puestos en juego en los diferentes campos (mercado de bienes materiales o simbólicos) y puede ser económico, cultural, social (red de relaciones movilizables).

Además de las últimas tres formas de capital, Bourdieu introduce lo que denomina el capital simbólico como aquel que detentan los sujetos y que se expresa como autoridad, prestigio, reputación, el crédito, la fama, la notoriedad, la honorabilidad, el buen gusto, entre otros. Así entendido, el capital simbólico es el reconocimiento del capital económico y cultural, en un ámbito de poder específico que corresponde con esquemas clasificatorios inculcados socialmente. Cuando quien detenta el capital simbólico lo utiliza hace evidente su posición frente a otros que tienen menos. Los sujetos tienden a experimentar el poder simbólico y los sistemas de significado (cultura) como legítimos. En este sentido, para Bourdieu, la violencia simbólica consiste en la imposición de categorías de pensamiento y percepción sobre los agentes que ven el orden social como justo. La incorporación de estructuras inconscientes tiende a perpetuar la estructura de la acción de quienes dominan el campo. Los dominados ocupan su posición considerada correcta. La violencia simbólica es en cierto sentido mucho más potente que la violencia física pues impone una pantalla de legitimidad al orden social.

En la sinagoga, al mismo tiempo que se organiza la distribución de los bienes materiales y simbólicos, los individuos encuentran en la relación intersubjetiva sus aspiraciones y la conciencia de lo que cada uno puede apropiarse. Los sistemas simbólicos como “estructuras estructurantes”, actúan como instrumentos de conocimiento y construcción de lo real13. La legitimación del orden establecido por el establecimiento de distinciones o jerarquías obliga a los participantes a definirse por su distancia respecto de quienes detentan las posiciones dominantes. El campo cultural logra que sean aceptados como naturales sus sistemas clasificatorios, que sus construcciones intelectuales parezcan apropiadas a las estructuras sociales. La acción ideológica de la cultura se cumple entonces mediante la imposición de taxonomías políticas que se disfrazan, o se eufemizan, bajo el aspecto de axiomáticas (religiosas, filosóficas, artísticas, etcétera) propias de cada campo. En el poder simbólico se transfiguran las relaciones
para legitimarse, y lo político tiene su manera de expresarse en lo religioso.

Lo político está ligado a las prácticas que realizan los sujetos sociales y se entiende como proceso enfocado en las acciones de inclusión y exclusión que devienen en un ordenamiento específico más o menos sedimentado. Por su parte la política alude a la superficie, al espacio en donde tienen lugar las prácticas en el acontecimiento, ubicado en coordenadas espacio-temporales concretas (14), se refiere al sitio donde surge la negociación, la articulación y el consenso en las relaciones de poder.

En la dinámica comunitaria, existen instituciones capaces de gestionar los recursos colectivos materiales, sociales y simbólicos y con ello gestar un campo. En la ética comunitaria, la prosperidad económica es vista con beneplácito, ya que las instituciones comunitarias y la ayuda mutua dependen de la filantropía de los hombres acaudalados. La redistribución de la riqueza es administrada por una junta de notables en estrecha colaboración con las autoridades rabínicas para asegurar la prestación de los servicios religiosos y aliviar las necesidades sociales comunitarias (15). El sistema de prestigios está basado en la religiosidad, la riqueza, la filantropía y el buen nombre de la familia. Aunque la moral en los negocios no sea cuestionada y no siempre sea compatible con la ética familiar y religiosa, ambas esferas pueden ser aisladas sin que una afecte a la otra.

Análisis del campo comunitario

La filantropía y el sistema de prestigios comunitario heredados desde Siria y practicado por milenios entre los judíos oriundos de esos lares en México y el mundo, están estructurados para dar viabilidad económica a las instituciones comunitarias, así como para otorgar ayudas a los miembros necesitados. El binomio económico recaudación-distribución está revestido de símbolos religiosos en el espacio sinagogal cuyos ritos refrendan la identidad colectiva. El reconocimiento personal y familiar, el honor otorgado en la liturgia y la cercanía con la trascendencia son algunos de los bienes simbólicos que se ponen en juego en los intercambios de dones y contra-dones. Por su parte, quienes aportan, lo hacen con gusto, pues saben que esos recursos fortalecen la continuidad comunitaria y porque cumplen con el precepto de la tzedaká tan arraigado en las conciencias y el habitus de los judíos desde la niñez. Entre los judíos originarios de Siria, la creencia de agradar a Di-s a través de la filantropía, o la fe en que la generosidad retribuye en multiplicar los bienes, o para otros la tzedaká en por ejemplo, la obligación del diezmo, son poderosos impulsores de la filantropía.

Las mesas directivas actúan como eficientes gestores y administradores del capital económico colectivo, y además de los donativos mencionados cobran cuotas anuales a los miembros según su capacidad financiera (arijá) y esa aportación se negocia individualmente. Sin embargo, como se ha explicado, los grandes actos de filantropía suceden en los espacios públicos colectivos donde el sistema pre-moderno de honores y prestigios sigue siendo vigente e incluye importantes componentes afectivos y religiosos que movilizan y refrendan la identidad grupal.

El destino de los recursos es variado, está orientado a mantener los servicios religiosos, a dar ayuda a los necesitados (vivienda, alimentación, educación, salud, etc.), a subsidiar instituciones de todo tipo incluyendo las del grupo, de otras comunidades judías de México y el mundo, otras iniciativas de tipo nacional, etc. Habría que mencionar que no sólo los adultos varones logran recaudar y distribuir fondos, también las mujeres y los jóvenes organizan colectas, rifas, eventos y contribuyen a las labores asistenciales de la comunidad. Existe un número importante de comités formados por voluntarios que trabajan para apoyar la educación, a que las novias de familias poco acaudaladas se casen, a las viudas, a los discapacitados, a los niños que requieren becas en las escuelas comunitarias, entre otros, y el altruismo de estos voluntarios es tan apreciado como el de los filántropos.

El modelo es complejo y el valor de la generosidad, la justicia y la beneficencia juegan un papel central en su viabilidad material y simbólica. Para que funcione se requiere de personas acaudaladas, empresarios exitosos dispuestos a donar parte de su riqueza. De ahí que el sistema de prestigios comunitario fomente valores modernos como el progreso económico de sus miembros, el trabajo, la capacitación laboral, y la actualización educativa y tecnológica. Sin embrago, la riqueza sólo es valorada si es compartida, los valores morales que circulan en el sistema enfatizan la generosidad, la solidaridad, la ayuda mutua, la lealtad y el buen nombre familiar. Los rituales religiosos dentro y fuera de la sinagoga, la edificación de recintos institucionales, los proyectos asistenciales, el trabajo voluntario son ocasiones para expresar la pertenencia y compromiso, y en esa actividad actualizar las fronteras simbólicas del modelo comunitario.

En el fondo, en el campo comunitario juegan capitales económicos, sociales y culturales como la riqueza material, la etnicidad y la religión en un sistema simbólico que estimula la lucha por el reconocimiento colectivo a través de la filantropía. El perfil empresarial de los donantes es valorado y se convierte en un ejemplo a seguir para muchos jóvenes como Jacobo, cuyo interés en participar en esta dinámica forma parte de su habitus, de ese entramado de disposiciones culturales que legitima y refrenda las modalidades de interacción comunitarias, al buscar contar con los capitales adecuados para distinguirse en el campo.

Notas:

1 Fernand Braudel, La historia y las ciencias sociales. Alianza, Madrid, 1970, p. 25.
2 Poopa Dweck, Aromas of Aleppo: The legendary cuisine of Syrian Jews. Harper Collins Publisher, New Jersey, 2007, p. 31.
3 David Sutton, Aleppo, City of Scholars. Jack Admi Edition, USA, 2005, p. 94
4 Isaac Dabbah A, Esperanza y realidad. Raíces de la Comunidad Judía de Alepo en México. Libros de México, México, 1982, p. 77.
5 Susana Brauner, Ortodoxia religiosa y pragmatismo político. Los judíos de origen sirio. Lumiere-Universidad de Tel Aviv, Buenos Aires, 2009, p. 27-34.
6 Eduardo Cohen, Estudio Sobre la Comunidad Maguén David. Inédito, México, 1981, p.53.
7 Chantal Mouffe, En torno a lo político. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2007, p. 33.
8 Pierre Bourdieu, Le sens pratique. Minuit, París, 1980, p. 115.
9 Pierre Bourdieu, “The forms of capital”. En Richardson JG. (ed.) Handbook of Theory and Research for the Sociology of Education. Greenwood, New York, 1985, p. 49.
10 Bernardo Kliksberg, El judaísmo y su lucha por la justicia social. Fondo de Cultura Económica. Fundación Tzedaká, México, 2000, p. 43.
11 Pierre Bourdieu, “Quelques propriétés des champs”. En Questions de sociologie. Minuit, París, 1980, p. 88.
12 Pierre Bourdieu, La distinción. Taurus, Madrid, 1988, p. 437.
13 Pierre Bourdieu, “Sur le pouvoir symbolique”, Annales, núm. 3, mayo-junio, 1977, p. 407.
14 Rosa Nidia Buenfil, et al. “Elementos conceptuales y herramientas de inteligibilidad”. En De Alba, Alicia (coord.) Filosofía, teoría y campo de la educación. Perspectivas Nacional y Regionales. COMIE/Ideogeama [Programa de Fomento a la investigación educativa 1992-2002], México, 2003, p. 78-85.
15 Yaron Harel, Syrian Jewry in Transition, 1840-1880. Littman Library of Jewish Civilization, USA, 2010, p. 63.

Fuente: diversidadcultural.net

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