BRET STEPHENS
Los recuerdos de la rendición de Alemania hace 70 años se están volviendo poco frecuentes y por lo tanto valiosos.
A principios de la primavera de 1944 un prisionero político en el campo de concentración de Buchenwald escribió una carta a su esposa Käthe en Hamburgo.
“Parece que tenemos que contar con una larga separación, pero tenemos que esperar con fuerza una reunión”, escribió el prisionero, un doctor llamado Hermann da Fonseca-Wollheim. “Hoy es Domingo de Ramos, un día soleado e invernal en nuestra montaña. Esta noche a las seis escucharé en la radio el concierto de Furtwängler. ¿Por qué no sintonizas también la radio los domingos y entonces podemos pensar uno en el otro fervientemente?”
Fué la última carta que recibiría Käthe de Hermann. Seis semanas más tarde, el 13 de mayo, ella fue notificada de su muerte, presuntamente por enfermedad.
Hermann había sido arrestado por la Gestapo el mes de agosto anterior y retenido bajo cargos de Ausländerfreundlichkeit, o xenofilia. Era sospechoso de ser amable con los trabajadores extranjeros, en su mayoría trabajadores forzados de Ucrania, a quienes trataba en su práctica. También había sido escuchado diciendo que tarde o temprano todos tendrían que aprender ruso, y él mismo estaba aprendiendo algo de ruso.
Sonaba a derrotismo. Después del incendio con bombas de Hamburgo, en julio de 1943, la Gestapo estuvo inclinada a dar el ejemplo a los posibles disidentes.
En cierto sentido, los nazis conocían a su hombre. Hermann hablaba en forma fluida en inglés, español, francés y persa, los primeros tres aprendidos como doctor de un barco, el último, de algunos años pasados en la ciudad persa de Sultanabad (ahora conocida como Arak). Su apellido doble—siendo el “da Fonseca” un honorífico portugués adquirido por un ancestro aventurero del siglo XIX, y el “Wollheim” traicionando raíces judías más distantes—sugería que la xenofilia no era apenas una desviación política. Corría por la sangre de la familia.
Hermann y Käthe tuvieron dos hijos. Friedrich, el menor, crecería para convertirse en doctor como su padre. Hermann, el primogénito, pasaría su carrera como diplomático al servicio de la Comisión Europea. Él, es también mi suegro. El 8 de mayo de 1945, el día de la caída del Tercer Reich, era su cumpleaños número once.
A una distancia de 70 años, los recuerdos vivientes de la rendición de Alemania se están volviendo raros y por lo tanto valiosos. Hermann recuerda las noches en los refugios durante los ataques aéreos, y las bombas que por poco cayeron en su casa en el Bahrenfelder Marktplatz. Recuerda la boda en la municipalidad de un pariente en abril de 1945, apenas días antes de la rendición, en la que a la pareja le fue entregada una copia de “Mein Kampf” y se la instruyó de tener hijos para el Führer. Recuerda salir de la municipalidad y sentirse agradecido porque el follaje de la primavera podría ofrecer alguna cobertura en el caso de un ataque aéreo. Recuerda las columnas interminables de blindados británicos, y de ver folletos, distribuidos por las tropas aliadas, con informes y fotos de la liberación de Bergen-Belsen.
“El día posterior a la liberación,” recuerda, “la Juventud Hitleriana organizó una especie de ceremonia de despeposguerradida, con un ceremonial llamativo del Reichsflagge. Mi madre me dijo: “No vas a ir a eso”. Pero la madre de un amigo me dijo después: ‘Qué vergüenza, Hermann, que no estuviste allí; fue tan bello.’ ”
Esto era Alemania en 1945. El gran Wirtschaftswunder—el milagro económico de la posguerra creado por el dinero contante y sonante, el genio industrial y la seguridad estadounidense—pronto limpió la destrucción material, al menos en el Occidente. ¿Pero qué hay de la destrucción moral?
El drama de la Alemania de la posguerra ha girado en torno a la campaña por enterrar el cadáver nazi exhumándolo constantemente para la re-examinación. La tarea acosa a Alemania cada vez, a menudo para buen efecto pero no siempre. ¿Los pecados de guerra de Alemania deben ser expiados subsidiando los hábitos derrochadores de los gobiernos griegos corruptos? ¿El temor a ser acusados de xenofobia requiere que los alemanes hagan la vista gorda ante el odio al judío y la misoginia violenta cuando el origen es la minoría musulmana de Alemania? No es fácil, o finalmente sabio, vivir la vida en un estado de expiación perpetua.
Para Hermann, la expiación no era la cuestión: ¿Qué se suponía que expiara un niño de 10 años de edad cuyo padre había muerto a manos de los nazis? El tema era qué hacer después. En la Universidad de Hamburgo en la década de 1950 se volvió miembro de los Jóvenes Federalistas Europeos, justo cuando el Tratado de Roma estaba llevando a la Comunidad Económica Europea por buen camino. El tratado ordenaba la libre circulación de personas, servicios y capital—el acto más xenófilo en la historia europea, y una reivindicación póstuma para un doctor que pereció en Buchenwald.
Hoy día la UE es acosada por problemas masivos, muchos de su propia hechura. Pero no todos ellos. En Francia, Marine Le Pen arremete contra los inmigrantes y la “globalizacion” en todas sus formas siniestras, incluyendo el libre comercio, y habla con admiración de Vladimir Putin. En Hungría, el Primer Ministro Viktor Orban dice que su objetivo es construir un “nuevo estado no liberal basado en bases nacionales”, citando a China, Rusia y Turquía como inspiraciones. La elección de esta semana en Inglaterra se encuentra parcialmente en manos del Partido de la Independencia del Reino Unido, que imagina que cortar al país de su principal socio comercial es una buena idea.
La Ausländerfreundlichkeit se está volviendo nuevamente prohibida. Piensen en esta columna como un recordatorio de la distancia que ha recorrido Europa en 70 años, y en por qué no debe volver hacia atrás.
Fuente: The Wall Street Journal
Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío México
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