Trípoli, septiembre de 1981. En el aniversario del golpe de Estado que le llevó al poder, el coronel Gadafi felicita a las primeras graduadas de la Academia Militar de Mujeres por él fundada:
Nosotros, en la Yamahiriya y la gran revolución, afirmamos nuestro respeto por las mujeres y alzamos nuestra bandera (…) Llamamos a una revolución de las mujeres de la nación árabe (…) Hoy no es un día normal y corriente, sino el comienzo del fin de la era del harén y de las esclavas.
Durante su mandato, fijó los veinte años como edad legal mínima para el casamiento, denunció la poligamia y la sociedad patriarcal y otorgó a la mujer divorciada más derechos que en otros países musulmanes. Estableció el Primer Festival de la Moda Africana, se hizo custodiar por una guardia personal compuesta por mujeres –conocidas como las Amazonas– e instó a crear un movimiento de monjas revolucionarias:
¿Acaso las monjas cristianas son más abnegadas que la nación árabe? Con su abnegación, la monja revolucionaria es sagrada y pura, y se sitúa por encima de los individuos comunes para estar más cerca de los ángeles.
Roma, noviembre de 2009. Muamar Gadafi participa de una reunión de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura y aprovecha la ocasión de su visita a Italia para convocar, por medio de una agencia de modelos y azafatas, a doscientas jóvenes italianas: deben medir al menos 1,70, ser bellas y vestir tacos altos, aunque sin minifaldas ni escotes. Se reúnen en un hotel, se les paga sesenta euros y son transportadas hacia la embajada libia. Allí las recibe el líder del país árabe, quien, tras descender de una limusina blanca, les ofrece un largo discurso proselitista en el que las invita a convertirse al islam, les obsequia el Corán y el Libro Verde de su autoría y les revela una delirante hipótesis histórica:
Ustedes creen que Jesús fue crucificado, pero no es verdad: Dios se lo llevó al cielo. Crucificaron a otro que se le parecía.
Esa misma agencia italiana llevará grupos de entre 12 y 26 mujeres a Libia, con gastos cubiertos por el Gobierno de Trípoli, para “profundizar en el conocimiento de la cultura y el modo de vida libios”. Con los paseos por el desierto, los desayunos con dátiles y leche de camello y los encuentros con Gadafi, las chicas quedarán encantadas. “Se trata mejor a las mujeres en Libia que en ninguna otra parte”, dirá posteriormente una de ellas. Cuando la OTAN comienza sus bombardeos contra el régimen en el contexto de las revueltas iniciadas en 2011, algunas de estas ragazze saldrán a manifestarse en Roma a favor del coronel libio.
Sirtre, abril de 2004. Soraya acaba de cumplir quince años y está en el liceo. El director llama a todas las alumnas al patio y les anuncia que el Guía visitará el centro al día siguiente. Deben presentarse puntuales, impecables y dar ejemplo. Soraya es bonita y es elegida para entregar un ramo de flores al líder de la nación. ¡Qué honor! Está excitada y contentísima. Llegado el momento, se aproximó a Gadafi y le entregó las flores, le besó la mano y se inclinó en un gesto de deferencia. El coronel la observó fríamente, posó su mano sobre su cabeza y le acarició el cabello. Ese instante marcó un giro trágico para la vida de la niña. Gadafi había hecho su toque mágico: la señal para sus guardaespaldas que significaba que él la deseaba.
Al día siguiente, Faiza, Salma y Mabruka –la trinidad proxeneta del coronel– fueron a por Soraya. Se presentaron como miembros del Comité de la Revolución, la metieron en una 4×4 y enfilaron hacia Bab al Azizia, el palacio presidencial. Sin explicación alguna, la desvistieron, le pusieron una tanga, un vestido blanco escotado, la maquillaron, perfumaron y llevaron a la habitación de Gadafi. Abrieron la puerta y la empujaron adentro. El coronel estaba desnudo sobre la cama.Soraya se tapó los ojos, pensó que se trató de una equivocación y salió del cuarto espantada. “No está vestido”, le dijo a Mabruka, pero ésta le ordenó que regresara. El coronel la agarró de la mano y la sentó a su lado en la cama. La niña miró para otro lado. “¡Mírame, puta!”, le espetó. Él se abalanzó, ella se resistió, lloró, protestó y luchó, y Gadafi, enfadado, llamó a su guardiana:
¡Esta puta se niega a hacer lo que yo quiero! ¡Enséñale, edúcala y trámela de vuelta!
Así describió Soraya su siguiente encuentro con el Guía:
Gadafi estaba desnudo. Acostado en una gran cama de sábanas beis, en una habitación del mismo color sin ventanas: parecía enterrado en la arena. El azul de mi ropa contrastaba con el resto. “¡Ven aquí, mi puta!”, dijo abriendo los brazos. “¡Ven, no tengas miedo!”. ¿Miedo? Yo estaba más allá del miedo. Iba al matadero. Quise huir, pero sabía que Mabruka vigilaba detrás de la puerta. No me moví. Entonces él se puso de pie de un salto y, con una fuerza que me sorprendió, aferró mi brazo, me arrojó sobre la cama y se acostó sobre mí. Intenté rechazarlo, pero era pesado y no pude hacerlo. Me mordió el cuello, las mejillas, el pecho. Yo me debatía gritando. “¡No te muevas, sucia puta!”. Me golpeó, me aplastó los senos y luego levantó mi vestido, inmovilizó mis brazos y me penetró violentamente. Nunca lo olvidaré. Profanó mi cuerpo, atravesó mi alma con un puñal. La hoja nunca volvió a salir.
Soraya permaneció el siguiente lustro secuestrada en un sótano de la residencia presidencial, en un cuartito sin ventanas, con un camastro y un televisor donde debía ver películas pornográficas para aprender a complacer a su amo. Era llamada a cualquier hora del día y de la noche para verse con Gadafi. A veces la llamaba junto a otra de las varias adolescentes cautivas y las hacía bailar y turnarse para tener sexo con él. “¡Vengan a bailar, zorritas! ¡Vamos! ¡Hop! ¡Hop!”. Hizo que viera cómo otra niña le hacía sexo oral para que la próxima vez ella se lo hiciera. Cierta vez, se le ordenó ir a la habitación de Gadafi y presenciar cómo sodomizaba a un muchacho llamado Alí mientras otro, un tal Husam, bailaba vestido de mujer. “Amo, Soraya está aquí”. Soltó al joven y fue a por ella. Por cinco largos años, Gadafi golpeó y abusó de Soraya, orinó sobre ella y la forzó a drogarse, fumar y alcoholizarse, incluso durante el mes del Ramadán. Soraya sangraba profusamente y más de una vez despertó en la enfermería con una máscara de oxígeno en la cara.
Con el tiempo se le permitió salir brevemente del palacio a visitar a su familia, y en una ocasión su padre aprovechó para sacarla del país. La envió a París, donde la pobrecilla, que no tenía el menor conocimiento del mundo, no pudo adaptarse. Se relacionó con las personas equivocadas de la comunidad árabe local y, sola, desesperada y sin dinero, tomó la decisión increíble de regresar a Libia. “Era como un pajarito que, al querer emprender vuelo, se estrella una y otra vez contra el vidrio de la ventana”, describió un conocido. Al poco tiempo de su arribo, Mabruka fue a buscarla; el Guía la requería.
La revolución que terminaría derrocando a Gadafi estalló el 17 de febrero de 2011, día en que Soraya cumplía 22 años. Para entonces fumaba tres paquetes de cigarrillos al día. Su familia la despreciaba: la ley islámica prohíbe las relaciones sexuales premaritales. Así se trate de una relación forzada, la mujer es vista en la sociedad árabe como una prostituta y los parientes varones deben matarla para redimir el honor familiar. Una crueldad sobre otra que arruinó para siempre la vida de una niña. Debió ocultarse al enterarse de que los asesinos a sueldo del régimen –los temibles kataebs– estaban buscando a las cautivas de Gadafi: en sus horas finales, el coronel no quería dejar testigos de sus perversidades. Los rebeldes le dieron refugio; uno de ellos abusó de ella.
Su relato es narrado en un libro imprescindible, Las cautivas: el harén oculto de Gadafi, de la periodista del diario francés Le Monde Annick Cojean. Publicado en 2012, fue traducido a diez idiomas, entre ellos el español, aunque es todavía muy poco. Esta obra debe ser traducida a cada idioma y a cada dialecto que se hable en el mundo, debe ser ofrecido en código braille, nadie debe dejar de conocer las historias sórdidas e inimaginablemente tristes de estas chicas, secuestradas para ser ofrendadas al ogro sádico y bestial que gobernó Libia durante 42 años: violó a cientos –posiblemente miles– de mujeres y hombres, y su apetito sexual insaciable se transformó en política de Estado que amenazaba a toda presa sobre la que posara sus ojos lascivos. La autora da cuenta de cómo el servicio de protocolo del coronel actuaba en realidad de eficiente proxeneta: buscaba jóvenes para Bab al Azizia en las escuelas, universidades, prisiones y peluquerías del país, incluso filmaba las bodas de los ministros y generales del régimen para dar con sus esposas, hermanas e hijas. Libia era el burdel de Gadafi.
Las víctimas del monstruo eran presionadas con acusaciones infundadas contra sus hermanos o padres y obligadas a brindarse al líder para salvarles el pellejo. Algunas fueron entregadas como carnada sexual a ministros y diplomáticos que el régimen quería extorsionar. Otras, ya liberadas de Bab al Azizia, fueron llamadas a ver al coronel el mismo día de sus bodas. Las obligaban a besar cariñosamente al líder en la televisión o en actos oficiales. Las fugitivas eran escarmentadas a modo: a unas capturadas en Turquía las repatriaron, les raparon la cabeza, las acusaron de traidoras, las presentaron en televisión como prostitutas y las ejecutaron. Un general del Ejército enloqueció al enterarse de que Gadafi había poseído a su esposa y a su hija, y murió tras un derrame cerebral. Unos oficiales que se opusieron a que el coronel violara a sus esposas fueron linchados ante los ojos de toda la nación. Tal como se lamenta Soraya, “¿A quién se le ocurriría quejarse del diablo en el infierno?”.
Gadafi también se hacía traer prostitutas del Líbano, Irak, los países del Golfo, Bosnia, Serbia, Bélgica, Italia, Francia y Ucrania. Pero anhelaba con especial lujuria a las esposas e hijas de otros jefes de Estado, de miembros de su clan, de aristócratas. Odiaba a las clases acomodadas, que tenían naturalmente la cultura y el refinamiento de los que él, hijo de beduinos, carecía. A la esposa de un primo suyo la sometió con tal brutalidad, dijo un pariente, “que llegó a detestar el hecho de ser mujer”. Cierta vez se obsesionó con una hija del rey Abdulá de Arabia Saudí, y sus proveedores debieron contratar a una simuladora marroquí que había vivido en Riad para que se hiciese pasar por ella a cambio de una cuantiosa suma. En otra ocasión creó un incidente diplomático con Senegal cuando las autoridades notaron que docenas de ciudadanas de ese país estaban por despegar a bordo de varios jets con destino a Libia para un presunto concurso de belleza organizado por Gadafi.
El tirano de Trípoli promovió las violaciones como arma de guerra, y sus tropas la usaron profusamente contra rebeldes y opositores. “A veces violábamos a toda la familia”, admitió uno de sus esbirros. “Niñas de ocho, nueve años, muchachas de veinte, sus mamás (…) Ellas gritaban, nosotros las golpeábamos con fuerza”. Tenían órdenes de filmarlo todo. Y así lo hicieron: la obediencia debida al líder lo mandaba. Gadafi hizo de toda Libia una gran orgía.
La política de sometimiento sexual de Gadafi aún es un tema tabú en Libia. Annick Cojean observa con perspicacia:
Como la violación de una muchacha provoca el deshonor de toda su familia, y en particular el de los hombres, la violación de miles de mujeres por parte del exlíder del país suscitaría el deshonor de toda la nación. Una idea demasiado dolorosa. Una hipótesis insostenible.
Con la revolución aparecieron grafitis en las paredes de Trípoli que mostraban a Gadafi travestido. No mucho más se debatió acerca de las prácticas sexuales enfermizas del líder. Cuando su régimen cayó, Gadafi fue atrapado por los sublevados, violado con un palo y ejecutado in situ. Bab al Azizia fue demolido. Antes de dejar Libia, la autora recorrió esos escombros y halló en ese suelo maldito un corpiño de encaje rojo. Habrá pertenecido, con toda seguridad, a alguna desdichada a la que el toque mágico del coronel sumió en la ruina existencial.
Fuente:libertaddigital.com
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