Enrique Krauze presenta a sus “maestros íntimos” del Colegio Israelita de México

ENRIQUE KRAUZE

Este texto fue publicado ayer en el diario Reforma.

He evocado alguna vez a mis maestros de Ingeniería e Historia. Ahora quisiera recordar a ciertos maestros inolvidables de primaria, secundaria y preparatoria.

Amalia Corona fue mi profesora de primero de primaria, en el antediluviano año de 1954. Tendría entonces casi setenta años, por lo que deduzco que fue formada en tiempos porfirianos. Era menuda, morena, de rasgos afilados. Aún percibo su penetrante perfume (una esencia española de las que ya no se usan), sus mejillas polveadas y el carmín que rebasaba la comisura de sus labios. En su salón reinaba un silencio sagrado. Nos enseñó a escribir con letra Palmer llenando planas de cuadernos cuadriculados. Con ella le perdimos el miedo a la aritmética. A los pocos mal portados los reprendía dándoles golpes en las palmas con su larga regla de madera o pellizcándoles el lóbulo del oído. A los perezosos les ponía orejas de burro y los sentaba en un rincón. Todos la respetábamos y muchos la queríamos.

De la secundaria recuerdo a la eminente tabasqueña Rosario María Gutiérrez Eskildsen. Formada en la cruzada vasconcelista, era autora de una gramática española. Nos enseñó reglas de oro para escribir con claridad y nos dio a leer literatura hispanoamericana del XIX: José Eustasio Rivera, Ricardo Güiraldes, Rubén Darío, Amado Nervo. Discutíamos los libros y luego escribíamos pequeños ensayos. Yo tildé de “cursi” la novela María de Jorge Isaacs y ella, con tolerancia, me dio algunas claves secretas para su lectura. Con frecuencia nos hablaba del amor y el desamor: “si uno encuentra el más mínimo defecto en el ser amado, ya no lo ama”.

“¿Eres algo de Moisés?”, me preguntó Celia Terrés, la maestra de dibujo. Le dije que era mi padre. (Me tocó en suerte que muchos maestros de secundaria que entre 1959 y 1962 estaban por retirarse -el músico Piña, el químico Nájera, el historiador Montaño, el licenciado Roca, el geógrafo Cedillo- hubiesen sido maestros de mi papá en 1938, año de apertura de la secundaria del Colegio Israelita de México en las calles de San Lorenzo y Mayorazgo). “La Terrés” (delgada, de ceño duro pero alma gentil) nos dio consejos prácticos: el lápiz horizontal para las líneas, vertical para los círculos, el uso del yeso en las esculturas y hasta recetas de bicarbonato contra el sudor de las manos. Muchos años después caí en la cuenta de que era tía de Jaime García Terrés y había sido novia de Julio Torri. ¡Lo que le habría querido preguntar sobre el mundo literario del Ateneo!

Un personaje impresionante era el maestro Baca. He olvidado su nombre pero no su pinta: rollizo, güero casi albino, muy bien trajeado, de una voz profunda y actitud imperiosa. Dedicó la primera clase a la biografía de Tales de Mileto, Euclides de Alejandría y Pitágoras de Samos (insistía en los lugares de origen) y de ahí desprendió el fascinante curso de Trigonometría. ¡La magia de calcular alturas y profundidades con el solo uso de los ángulos, catetos e hipotenusas! Se solazaba en enseñarnos el empleo de logaritmos porque se los sabía de memoria.

El pintoresco Daniel Huacuja era el más viejo de todos. Había nacido en 1883 y fue Académico de la Lengua. Llegaba en camión (como casi todos) y debajo del traje se le salía la pijama de franela roja a cuadros. Nos daba Literatura Española. En su libro de texto recorrimos el Poema del Mío Cid, Los siete infantes de Lara, las novelas de Cervantes, La Celestina, Lope de Vega. Recitaba con donaire la poesía española y en las obras de teatro él mismo encarnaba a los personajes, moviéndose con gracia en el escenario. Un día nos contó que su maestro Guillermo Prieto era un poco astroso porque llegaba a su cátedra de la Preparatoria con manchas de huevo en la solapa.

Dejo al final a Alicia Huerta, la maestra de Historia Universal. Su curso era deslumbrante por el orden riguroso de esquemas, cronologías, personajes, circunstancias. Para los exámenes finales nos encargó críticas de libros. Yo comenté la biografía de Napoleón de Merejkowski, y ella me alentó a seguir. No sé si sus compañeros, los maestros de literatura e historia judía, conocieron su historia personal. Me la narró hace un par de años, poco antes de morir. El director del Colegio Alemán, donde daba clases, la había formado en sus estudios históricos. Un día, aquel hombre descubrió que para completar su ingreso trabajaba también en el Colegio Israelita. Le propuso duplicar el sueldo pero lo condicionó a que dejara su segundo empleo. Ella se negó a hacerlo y renunció al primero. La historia, para doña Alicia, no era sólo una construcción intelectual sino moral.

www.enriquekrauze.com.mx

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