AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO
«La banalidad del mal». El famoso aforismo de Hannah Arendt aparece en uno de los cuadernos de Abe Lucas (Joaquin Phoenix), profesor de filosofía atormentado por sus fantasmas que despierta a la vida cometiendo un acto atroz en la última película de Woody Allen, «Irrational Man», proyectada en Cannes fuera de concurso.
La frase de Arendt venía al pelo para definir «The Lobster», de Yorgos Lanthimos y, sobre todo, la húngara «El hijo de Saul», la gran sorpresa de lo que llevamos de certamen.
En rueda de prensa Allen habló de lo que significó para él leer sobre las experiencias de Primo Levi en los campos de concentración. «Sobrevivió a los horrores del Holocausto porque era comunista. Y el comunismo, aunque luego demostrara su fracaso como sistema, le sirvió como estímulo». Curioso que Allen cite a Primo Levi pocas horas después del estreno de «El hijo de Saul», en la que el debutante László Nemes, ex colaborador de Béla Tarr, consigue lo imposible; esto es, evitar los clichés sobre el cine de la Solución Final sumergiéndonos en una experiencia inédita gracias al rigor de su puesta en escena.
Primo Levi, que fue superviviente de Auschwitz, decía que los «sonderkommandos» eran colaboracionistas, y que no había que confiar en su testimonio porque querían «rehabilitarse a sí mismos a expensas de la verdad». Saul forma parte de un «sonderkommando», uno de los equipos de judíos y no judíos que, a cambio de unos meses más de vida y un plato de comida extra, conducían a los prisioneros a las cámaras de gas, las limpiaban de cadáveres, los llevaban a los hornos crematorios y tiraban montañas de cenizas al río. La cámara de Nemes se pega a la cara o la espalda de Saul, y el formato académico de proyección, cuadrado ergo asfixiante, condena a lo que ocurre a su alrededor a un fuera de campo que no lo es del todo. El horror que le rodea está desenfocado o se expresa a través de un espectacular trabajo sonoro. Es decir, la película se desarrolla en el intervalo entre lo visible y lo invisible, un «entre imágenes» que hace aún más insoportable su visionado. Cuando Saul cree reconocer en uno de los cadáveres a su hijo ilegítimo y se impone como meta enterrarlo bajo el ritual judío, el espectador ya está dentro del campo, vive el caos, el miedo, el absurdo, la crueldad de lo que allí ocurre. La película lo atrapa y no lo deja escapar hasta el final.
«Ante la realidad de la vida no hay posibilidad de respuesta, a pesar de lo que digan los curas o los filósofos. Lo que nos lleva a tener que explicar por qué la vida vale la pena. Al final todo desaparecerá. Las obras de Beethoven o Shakespeare desaparecerán. La única manera de sobrevivir es distraerse, y distraer al público». La visión del mundo de Allen, fatalista pero vitalista, se manifiesta en «Irrational Man» del mismo modo en que se manifestaba en «Delitos y faltas», «Match Point», «El sueño de Cassandra» o «Blue Jasmine». El ánimo depresivo de Abe Lucas, que define la filosofía como «masturbación verbal», no encuentra consuelo en las teorías de Kant, Kierkegaard o Heidegger. Tampoco en la doble relación que, recién llegado a una universidad de provincias, establece con una colega harta de su matrimonio (Parker Posey) y una estudiante entusiasta (Emma Stone). Sólo el crimen, entendido como acto de justicia poética, le empuja a reconciliarse con el universo. Allen siempre ha retratado a los que reflexionan sobre el sentido de la vida –léase el filósofo que salta por la ventana de «Delitos y faltas»– como personas incapaces de lidiar con el día a día, especialmente cuando tienen que calibrar la moralidad de sus actos. La película, una más en su larga lista de títulos menores, convierte, como acostumbra el último cine de Allen, al «deus ex machina» en su principal motor narrativo, pero la ingeniosa brusquedad de su «twist» final y la ambigüedad con que el director despacha su identificación con el supuesto villano de la función, la convierten en una fábula con más mala leche de lo que su ligereza y su desaliño permiten adivinar.
Fuente:larazon.es
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