Se llamaba Samuel

THELMA KIRSCH PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – El tren avanzaba impetuoso, con ritmo furioso y entrecortado. Tenía que detenerse, cada vez con mayor frecuencia, en estaciones de poca monta donde permanecía unos momentos esperando con impaciencia la señal para volver a embestir la pradera.

Mientras que yo observaba lerda por la ventana y mordisqueaba una pajilla que tomé del suelo en la última estación cuando entraba en aquella triste construcción para vaciar mi vejiga.

El cansancio me vencía y esperaba ardientemente el momento de llegar al pueblo que guardaba mis recuerdos en el reflejo plateado de sus montañas al atardecer.

En aquella época -lo veo hoy con tristeza- con la mano izquierda dibujaba en el aire el bosquejo de lo que sería una obra de arte. Ilusa de mi, desconocía entonces que el destino me enviaría a otro espacio, a otro lugar, donde los sueños se destejen, se des-sueñan (como mi hijo me contestó cuando aquel día no recibió el ansiado balón azul por ser su cumpleaños).

Los días pasaron. Copiados con papel carbón en aquella máquina de escribir que tenía el escribiente del último pueblo donde viví. No había nada que los hiciese diferentes. En algunas ocasiones -si corría con suerte- el papel carbón era más nuevo y las letras se definían y parecían más fuertes, más sólidas, menos etéreas, menos dolorosas y con ellas mi vida…

¡Figuraciones! decían los vecinos.

Dejé las ensoñaciones y los recuerdos a un lado. ¿Qué sucedía con este tren que vacilaba en continuar para llegar a tiempo a su destino?… mi destino.

Reiniciaba la marcha y al mismo tiempo el paisaje se tornaba grisáceo, montañoso, dejando atrás los verdes pastizales para adentrarse en el rocoso cañón, que invadía los rieles sin pedirles permiso.

Apenas cruzaba la montaña cuando nuevamente se detuvo el ferrocarril, pero ésta vez para dejar subir un par de mujeres que arrastraban consigo una maleta desvencijada y muy pesada. Ambas, apenas podían cargarla.

Sin tener otra cosa en que pensar, trataba de imaginar el contenido de la maleta. Las posibilidades de acertar eran escasas. Al observarlas detenidamente me di cuenta de que no parecían mujeres de dinero, (como les llamaban en el pueblo a los afortunados). Tampoco daban la impresión de mudarse de aldea, porque la maleta no contendría utensilios ni ningún otro tipo de instrumentos caseros. ¿Ropa quizá? Poco probable, hacía frío y ambas estaban titiritando por la falta de abrigo o de una manta para cubrirse.

Mi imaginación volaba, pero solo se topaba con respuestas negativas frente a cada intento.

Se sentaron cerca de la entrada, nadie quería ocupar esos puestos ya que allí el frío se metía tercamente por la vieja puerta.

Después de cuatro horas más y de quizá noventa y cuatro diferentes opciones para adivinar el contenido de la maleta, me vi recompensada con la llegada a mi pueblo.

No podría explicar la emoción que significó. Revivía los aromas del pasto seco, la leña quemada, el pan de papa recién horneado (pues el trigo entonces era escaso y pocos tenían oportunidad de comer un manjar como el pan)

Sentía arder la piel a pesar del frío recordando el fuerte sol del verano y los saltos que daba en el traspatio sobre una pila de paja. La suavidad del pelo del viejo caballo y la calidez de los aldeanos.

Pienso que los humanos somos afortunados; duran más los recuerdos que las vivencias. Si no fuese así, ¿como lograríamos sobrevivir?

Para mi sorpresa bajaron conmigo las dos mujeres del vagón. Con seguridad eran forasteras.

Corrí a casa de mi hermano cargando mis pocas pertenencias. Ansiaba ver a mis sobrinos. Seis, eran los hijos que habían procreado mi hermano y Ana, su mujer, que jamás había salido del pueblo.

Me pregunté en ese momento quien había sido más listo: ¿Yo? ¿La soñadora, la artista, la que salió y sólo conquistó un mal hombre que me dio dos hijos y una vida de trabajo e infelicidad?, o ¿él? que se había conformado con lo poco que tenía en su lugar de origen.

No quise pensar en la respuesta, me dediqué a hablar y hablar con mi familia, con los muchachos, con mi cuñada. ¡Qué falta me hacía pasar unas horas en éste; mi lugar! Y digo mi lugar porque nunca dejó de serlo a pesar de que los años transcurridos.

El hombre que fue mi compañero me arrastró de pueblo en pueblo tratando de ganar el sustento que nunca tuvimos y cuando finalmente se marchó para no volver más, nos dejó solos a mis dos hijos y a mí en medio de un lugar inhóspito y sin un centavo en la bolsa. Alquilé un espacio al que nunca llamé hogar y conseguí un trabajo de criada, lavando ropa ajena y entregándola perfumada y recién planchada todas las mañanas. No puedo decir que fui una mala madre. Nunca faltó comida en la mesa ni una palabra de cariño.

Sin embargo, mis hijos crecieron junto a mí y abrieron sus alas para volar por su cuenta. Fue justo en ese momento cuando entendí que ellos me decían que era mi turno, que sacara mis alas atrofiadas por el tiempo y dejase ese lugar.

Más que a una familia visualice una parvada diseminada por el cielo, cada uno con un destino distinto. El mío: el hogar que nunca debí dejar.

No acababa la conversación acompañada con café, cuando tocaron a la puerta; eran las dos mujeres que bajaron conmigo del tren. ¿Que querrían?.

-¿Tiene alguna habitación disponible? Le preguntaron a Ana,
-Si, contestó.

Me sorprendí pero no dije una palabra. Esperaba otro comentario o alguna explicación.
Las cosas no habían marchado bien desde la muerte de mi padre. La sequía había sido muy larga y se vieron en la necesidad de acondicionar el granero y una habitación para rentarla a forasteros.
Ana se desempeñaba como ama de casa y administradora de un hostal de 2 habitaciones.

-No te preocupes
Tenemos la habitación de los muchachos disponible para ti, ellos ya han decidido vivir por su cuenta, aunque me siguen ayudando en el corral.

Me sentí aliviada, no tendría que preocuparme por conseguir un techo y por otro lado pensé que podría ganarme el pan ayudando a Ana en el quehacer de la casa. Se le veía ajada y marchita. Era una mujer fuerte y saludable pero los años cobran diariamente su impuesto.

Finalmente, tras varias horas de trajín, la cena estaba lista, las camas tendida y todo en su lugar. Solo tenía que avisar a las forasteras que las esperábamos en el único cuarto restante de la casa que servía como estancia, cocina, comedor y sala; reuniendo todas las funciones confortablemente.

Inicié un largo viaje en ferrocarril, accidentado y lleno de incomodidades, pero ahora finalmente estaba de nuevo en casa.
Mi mente volvió a volar como lo ha hecho siempre y recordé la maleta de las dos mujeres.

Llevaban puesta la misma ropa, no encontraba nada nuevo o diferente en ellas, no las escuché mover armarios o cajones y mucho menos les vi salir de la habitación.

Nos sentamos a la mesa y la conversación giró en torno a la familia fallecida, a aquellos que como yo habían partido, acerca de los matrimonios y nacimientos que sucedieron en el pueblo desde el día que me fui.

Me extrañaba la seriedad de estas dos huéspedes, no hablaron más que para presentarse como un par de hermanas que venían de otro país y que sufrieron infinidad de contratiempos. Además, nos dijeron; no planeaban quedarse por mucho tiempo.

-Pues nada, ya saben que pagando por adelantado pueden estar con nosotros el tiempo que ustedes deseen, dijo mi hermano.

No contestaron, entregaron las monedas de plata y continuaron comiendo en silencio.

Esa noche dormí plácidamente, echando de menos a mis hijos, pero con la certeza de que se encontraban bien. Ambos tenían buenos trabajos y el mayor estaba próximo a casarse con una joven que conoció meses atrás.
Mi plan inmediato eran visitar por la mañana el cementerio donde descansaban mis padres.

Me levante al alba y con Ana terminé las labores de la casa, preparamos los alimentos y salimos a comprar las viandas que hacían falta.
Me sentía acompañada, por primera vez, cercana a la camaradería de otra mujer.
Al regresar nos encontramos con que las dos hermanas habían salido sin dejar aviso y no regresaron hasta ya entrada la noche.
Así sucedió por varios días.
La curiosidad no me dejaba quieta. Los interrogantes acerca de su historia comenzaron desde el momento en el que abordaron el ferrocarril.
Lo comenté con Ana y nos dispusimos a descubrir lo que ocultaban. Era como tener dos huéspedes inexistentes. Comían escasamente y tomaban lo mínimo necesario.

Cuando hubieron salido, subimos a su habitación. La maleta se encontraba cerrada y tenía un candado. No pudimos averiguar más.

Decidimos seguirlas. Caminaban con la seguridad del que ha transitado miles de veces por el camino. Nos asombró su celeridad. Ana, conocía el paraje pero no podía entender la loca intención de adentrarse en el cañón pedregoso.

Entraron en una cueva, pasaron allí parte del día y finalmente reaparecieron para iniciar el camino de vuelta.

¿Habría otra salida por la parte posterior? ¿Esconderían algo de valor? Poco probable eran ambos razonamientos.

El sábado se quedaron en casa sin mencionar una sola palabra del porque del cambio. Nadie preguntó nada.

Por la tarde, decidimos ir hacia aquel lugar.

Llegamos antes del anochecer, por lo que utilizamos una vela para entrar. Fue inmensa nuestra sorpresa. Allí estaba escondida una familia completa. Un hombre muy parecido a las dos mujeres que ahora eran nuestras huéspedes, una mujer a la cual supusimos su esposa y 3 niños.

Definitivamente se trataba de una familia, pero ¿porqué vivían allí?

A los niños se les veía pálidos y debilitados, el hombre estaba postrado y sin fuerza y la mujer apenas era huesos y piel.

No hablaron.

Por la mañana nos enfrentamos a las mujeres, temblaban al saber que conocíamos su secreto. Huyeron, no volvimos a verlas.

La maleta se había quedado en su lugar.

Regresamos al cañón con la intención de ayudar a aquella familia pero se encontraba ya vacío. Solo quedaron los rastros de alguien que habitó el lugar y algunas monedas de plata olvidadas, iguales a las que usaron para pagar el hospedaje.

Regresamos tratando de olvidar el incidente y convenciéndonos mutuamente de que no debíamos hablar de esto con nadie, ni siquiera con los más allegados, que para nuestra desgracia eran ya muy pocos.

Pasaron varios meses y recibimos la noticia de que una familia fue capturada por el ejercito Nazi y asesinados al ser reconocidos como hijos de un joyero de Berlín que falsificaba monedas con la plata de las cuchillerías y los juegos de té para ayudar a escapar a sus congéneres de los horrores de los campos de concentración.

Callamos. Guardamos luto por nuestra indiscreción. No nos atrevimos a contar lo que vimos, ni a pedir perdón por la curiosidad que nos llevó a poner en riesgo aquellas vidas.

Callamos.

Qué lejos había estado de la realidad.

Su nombre era Samuel.

Una sola cosa quedaba como el filo del cuchillo que no fue usado y jamás le abandona : La maleta llena de monedas de plata en la habitación superior.

No las podíamos usar. No había nada que comprar. La guerra… no era tiempo para ningún tipo de lujos.

Preguntando a los vecinos y forasteros que encontraba en los caminos cercanos, nos pusimos en contacto con una organización dedicada a la ayuda de los judíos perseguidos. Les entregamos la maleta y desde ese día pertenezco a la resistencia.

La cueva que costó la vida a Samuel ha servido para salvar otras vidas. Las monedas de aquella maleta, causa de ociosos devaneos , tuvieron como fin el pagar visas y billetes de ferrocarril para sacar habitantes de los guetos. Y yo; encontré una razón para continuar. Mi sueño de niña, ser artista y dibujar obras de arte con la mano izquierda, era una realidad.

Ahora trazaba líneas imaginarias, caminos de salvación y creaba obras de arte al rescatar hombres, mujeres y niños ayudando a la insurrección. Me encontraba bien conmigo misma. Me arriesgaba, pero no era la primera vez. Esta vez lo hacía por alguien con un propósito, no solamente por mí.

Progresaba la guerra y veía los trenes de prisioneros transitar por la misma estación a la que llegué, no recuerdo cuantos meses atrás.

Un tren que frenaba impetuosamente esperando el permiso para seguir adelante, así como lo venía haciendo mi vida. Entre una y otra estación con ritmo furioso y entrecortado hasta encontrar mi objetivo.

A Samuel jamás lo olvidaré.

Cuento presentado en el certámen de “Cuentos para contar” reconocido con mención honorífica, y se ha convertido en una pieza de teatro.

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