ESTHER SHABOT
El panorama ya era de por sí ominoso. Los avances del brutal Estado Islámico (EI), también conocido como ISIS, habían sido notables a lo largo de los últimos días.
Dos localidades estratégicamente muy importantes cayeron en sus manos: la ciudad iraquí de Ramadi, situada a sólo 70 km de Bagdad, y Palmira, una antigua y valiosísima zona arqueológica en Siria. De ambos lugares decenas de miles de sus pobladores huyeron a fin de escapar de la barbarie del EI, impotentes para enfrentar a estos macabros conquistadores a los cuales ni el ejército iraquí —plagado de divisiones— ni los bombardeos aéreos de Estados Unidos y varios de sus aliados han logrado detener más que esporádica y parcialmente. A todo esto se le sumó el viernes pasado un nuevo hecho que amplifica aún más los riesgos inherentes al crecimiento de esta organización.
Se trató de un macabro atentado suicida no dentro de su habitual campo geográfico de operación, sino más allá, en territorio saudita, en una mezquita chiita ubicada en el centro mismo de la capital del reino. Hace seis meses un atentado similar cobró la vida de seis fieles del chiismo, mientras que en esta última ocasión el saldo fue de 22 muertos y decenas de heridos. El EI se atribuyó el acto a la vez que informó acerca del suicida: un ciudadano saudita cuyo nombre de guerra era Abu Amer al Najdi. Anunció también que vendrán más “días negros” hasta eliminar del sagrado territorio árabe a los herejes chiitas que ahí se encuentran. Pero es evidente que el atentado no sólo estuvo dirigido a dañar a los chiitas de Arabia —que constituyen una minoría de poco menos del 10% de la población total del reino que suma casi 30 millones de habitantes— sino que pretende, como lo denunció el gran mufti Sheik Abdulaziz, incitar a una “fitna”, concepto equivalente a sedición, con objeto de provocar una guerra civil. Y es que, en efecto, la dinastía saudita que gobierna al país constituye para el EI un enemigo que está participando activamente en la alianza multinacional montada para derrotar a estos nuevos cruzados de la causa islamista radical llevada a sus extremos.
Todo anuncia que la respuesta de los sauditas a este amenazador desafío será demoledora. Porque en este caso no se trata de un Estado fallido y fracturado por años de guerra civil y aguda fragmentación étnico-religiosa y del poder, como ocurre en Irak y Siria. En éstos, el EI ha podido prosperar al amparo de los vacíos dejados por sus respectivas confrontaciones internas, que han propiciado un río revuelto del que han sacado provecho las milicias fanatizadas del EI provenientes de una gran diversidad de lugares. Arabia Saudita, con todo y sus extremismos religiosos de corte medieval, es un Estado fuerte, regido con mano de hierro y respaldado por enormes recursos económicos derivados de su inmensa riqueza petrolera. Es un poder regional cuya organización y capacidad militar le posibilitan realizar una campaña eficiente para impedir avances del EI que, de alguna manera, afecten a sus intereses más inmediatos.
De cierta manera, este último atentado contra la mezquita en Riad puede convertirse en un boomerang para la causa del EI. Haber desafiado a los sauditas en su propia casa tiene altas probabilidades de convertirse en el punto de quiebre a partir del cual el esfuerzo por derrotar al EI cobre un ímpetu que no había tenido hasta ahora. Quizá la pretensión de extender el Califato hasta territorio de Arabia se revele a fin de cuentas, como un pecado de ambición y arrogancia desmedidas que el EI pagará muy caro.
Fuente:excelsior.com.mx
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