Cuando apoyar a Bashar al-Asad no es la mejor opción en Siria…

AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – ¿Es realista pensar que el régimen sirio– responsable de la guerra en la que está sumido hoy el país- puede ser la solución?

Por Naomi Ramírez Díaz y Laura Ruiz de Elvira

Desde hace ya muchos meses, los medios de comunicación internacionales se hacen eco de las posturas de aquellos políticos, intelectuales, expertos y periodistas que defienden que Bashar al-Asad es “la mejor opción” en y para Siria. Sin Bashar al-Asad, dicen, a Siria le esperan décadas de guerra fratricida y más y más radicalización. Sin Bashar el Asad, no podemos erradicar al autodenominado Estado Islámico. Sin Bashar al-Asad, no habrá estabilidad en la zona. Sin el dictador – al que ya no definen como tal –, las minorías étnicas y confesionales serán masacradas. En resumen, a su entender, Bashar al-Asad, es un mal necesario para los sirios, Oriente Medio, y la comunidad internacional. Dichas afirmaciones toman fuerza en un contexto de confusión en el que la barbarie perpetrada por el autodenominado Estado Islámico hace olvidar aquélla, más antigua y de mayor magnitud, perpetrada sistemáticamente por el régimen, en la que mueren a diario cientos de sirios, independientemente de su adscripción confesional o étnica. De este modo, los bombardeos de algunos barrios de la ciudad de Alepo por parte de la aviación leal a al-Asad, constantes desde el 2013, se atribuyen erróneamente a grupos “rebeldes” o se justifican como una reacción (¿licita?) a tal o cual acto cometido recientemente por los “rebeldes”, según la premisa de que el Estado tiene el monopolio de la violencia legítima en el país. Es más, rebeldes, islamistas, salafistas y yihadistas forman parte, en el imaginario colectivo, de un bloque homogéneo contrario a los intereses de Occidente.

Los defensores de la “rehabilitación” de Bashar al-Asad, no obstante, acompañan raramente sus reflexiones de un análisis completo de lo que un apoyo activo a Bashar al-Asad implicaría, limitándose a considerarlo como la mejor o única opción para poner fin al conflicto. A menudo son incapaces de responder a las preguntas que dicho apoyo plantearía de cara a una solución global: ¿Qué forma concreta adoptaría ese apoyo? ¿Apostar por Bashar traería realmente la ansiada estabilidad? ¿Podría Bashar erradicar completamente el autodenominado Estado Islámico, a cuya gestación y ascenso ha contribuido como muestran numerosos datos? ¿O, por el contrario, el sentimiento de ser víctimas de una injusticia y una solidaridad e indignación selectivas derivado de tal actuación empujaría a más yihadistas a ir a combatir a Siria (y a regresar, posteriormente, como los temidos “lobos solitarios”)? ¿Qué pasaría con el resto de combatientes? ¿Podrían volver los millones de sirios hoy en exilio forzado por su activismo, oposición o filiación, muchos de los cuales han perdido además sus casas en bombardeos por parte de las fuerzas leales al régimen? ¿Qué pasaría con los activistas que aún quedan en el país? ¿Tendrán que irse también del país, o resignarse a morir en la cárcel, como ya lo han hecho muchos otros, en su mayoría bajo torturas bien documentadas? ¿Con Bashar en el poder, podrían los sirios olvidar la experiencia traumática derivada de los casi 50 años de dictadura asadiana y de la represión bárbara – como la acontecida en la ciudad de Hama en 1982 –, instituidas precisamente en nombre de la estabilidad del país? ¿No es lógico pensar que el odio, la frustración y la dictadura terminarían por conducir de nuevo a un conflicto violento? En otras palabras, aquellos que señalan a Bashar al-Asad como la mejor opción en Siria parecen no plantearse como sería el futuro del país ante una potencial rehabilitación del dictador.

¿Es realista pensar que el régimen sirio – responsable de la guerra en la que está sumido hoy el país, de la muerte de cientos de miles de personas, de la desaparición de tantas otras y de la destrucción de ciudades enteras –, con el que se intenta negociar sin resultado desde 2011, puede ser la solución en Siria? ¿Es razonable creer que un régimen que ha potenciado la expansión del yihadismo, como ya hizo en Iraq en la pasada década, y previamente en los 80 y los 90, está dispuesto y es capaz de combatir ese fenómeno internacional que tanto aterra y que siempre ha usado como arma de negociación y presión internacional? ¿Es sensato pensar que un régimen que lleva manipulando las diferencias confesionales desde sus inicios es una muralla contra el odio sectario por el que apostó como estrategia desde el primer grito a favor de la libertad en Siria y que se nutre de milicias sectarias extranjeras? ¿Es lógico creer que un régimen de esas características puede imponer una estabilidad duradera en la zona y garantizar el bienestar de la población siria en su conjunto?

Los que apoyan su rehabilitación arguyen que lo que debe hacerse es negociar con el régimen, llegar a un acuerdo que conllevará un armisticio para todos los sirios que han participado en la revuelta y que han huido del país. Sin embargo, ¿está el régimen dispuesto a negociar algo que no sea su propio mantenimiento y estabilidad? ¿Cuántos acuerdos firmados con Bashar al-Asad han sido respetados por este? ¿Respetó las treguas enmarcadas en iniciativas como la diseñada por la Liga Árabe, o por los distintos enviados de Naciones Unidas? ¿No ha habido nuevos ataques químicos desde el acuerdo del 2013 en que el régimen se comprometió a deshacerse de su arsenal químico, a cambio – bajo cuerda – de no ser acusado formalmente del ataque contra al-Ghoutta en Damasco? ¿Qué pasó con el acuerdo que tuvo lugar en Homs en 2014 para romper el bloqueo?: Muchos de los jóvenes que salieron fueron detenidos inmediatamente y algunos siguen en paradero desconocido. Hoy igual que ayer, como prueba la larga lista de procesos inconclusos de conversaciones con la rama local de los Hermanos Musulmanes, los acuerdos firmados con al-Asad (padre e hijo) son un mero papel mojado.

Los partidarios de al-Asad como única solución afirman también que no se puede confiar en una oposición política sin un líder claro, ni en una oposición armada atomizada y dependiente de las fuentes de financiamiento y sus caprichos. Sin embargo, ¿cabe preguntarse si para construir un futuro sin al-Asad se necesita realmente a un solo líder? ¿No se puede concebir un gobierno de transición con múltiples fuerzas y personalidades representadas para llegar a un consenso? Véase el ejemplo de Túnez, donde cada uno de los diferentes gobiernos y gabinetes han sido mixtos; algo que no ha impedido que el país vaya, no sin dificultades, hacia delante. Dicho modelo es especialmente interesante para un país, Siria, cuya oposición – que ha visto los líderes políticos y militares sucederse hasta vaciar sus instituciones de contenido – está hoy extremadamente debilitada y se enfrenta a dos caras del fascismo: el pretendidamente religioso del autodenominado Estado Islámico y el pretendidamente laico de al-Asad.

Obviamente, la presencia de Al Qaeda, a través del Frente de al-Nusra, en Siria no es un buen augurio, ni que activistas de gran renombre hayan sido secuestrados por grupos militares islamistas, como tampoco lo es que el odio sectario se haya apoderado de algunos de los que tomaron las armas contra el régimen. Seamos realistas: Siria no volverá a ser lo que era. Sin embargo, el argumento “los otros no son mejores” es insuficiente para defender la rehabilitación de al-Asad, que pasa por un apoyo activo al régimen. Si se trata de estabilidad, las soluciones han de ser tanto globales – es decir que tengan en cuenta la realidad siria y regional – como realistas – no basadas en premisas de tipo “Asad debería” o “los rebeldes tendrán que”.

No tenemos en nuestra mano la solución perfecta, pero sí sabemos cuál de ellas es inviable porque parte de la falacia de que Al-Asad garantizará la estabilidad y el futuro de un país que ha reducido ya a escombros. Claramente, apoyar a Bashar al-Asad no es la mejor opción en Siria.

Fuente: El país

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