La FIFA Nostra: las dos caras de Qatar

JULIÁN SCHVINDLERMAN

Por decisión de la Fédération Internationale de Football Association (FIFA) adoptada en diciembre de 2010, con 12 años de anticipación, (cosa de por sí llamativa) por primera vez en la historia de los campeonatos mundiales de fútbol una nación árabe será anfitriona: Qatar en 2022. (Este artículo es de mayo de 2011 pero plenamente vigente ante los sucesos de notoriedad).

La fecha lucirá exageradamente distante; las temperaturas del Medio Oriente, inclementemente calurosas; los cincuenta mil millones de dólares necesarios en infraestructura podrán sonar cuantiosos; pero el pequeño país del golfo parece dispuesto al desafío.

La elección de Qatar fue cuestionada por Australia, el Reino Unido y los Estados Unidos, cuyas candidaturas fueron desechadas a pesar de haber recibido mejores puntajes técnicos y financieros por parte de consultores de la propia FIFA.

Conforme ha informado Matthew Futterman en el Wall Street Journal, la victoria de Qatar como sede mundialista “estuvo marcada por una parranda de gastos” que abarcó el reclutamiento de figuras estelares del fútbol de la Argentina, España, Francia y otros países dentro de una agresiva campaña de relaciones públicas, así como de inversiones importantes en los países de origen de varios de los ejecutivos miembros de la junta selectora de la FIFA.

Según el informe del diario estadounidense, basado en documentos y correos electrónicos del comité responsable de la candidatura, Qatar, a través de su academia de entrenamiento de fútbol (conocida por el nombre de ASPIRE, controlada por la familia real) expandió sus actividades a un total de quince países, de los cuáles seis tienen delegados ante el pequeño comité selector de la FIFA. ASPIRE ofreció ampliar el entrenamiento deportivo a nivel popular en Nigeria, construir una academia de fútbol en Tailandia y llevó su programa “Sueños de Fútbol” a diez países africanos, entre ellos Camerún, Costa de Marfil y Nigeria, que tienen representación en el comité ejecutivo de FIFA. Nada de esto significó una violación de la reglas de la institución internacional.

Una pequeña ciudad mundialista será creada en la que nueve de los doce estadios estarán en un radio de sesenta kilómetros cuadrados. Tal como informó Pablo Helman en el diario argentino Perfil, éstos mantendrán una temperatura interior de 27 grados mientras que afuera la temperatura ambiente superará los 40. Serán armados con estructuras desmontables que permitirán su desplazamiento – e incluso exportación – una vez terminado el Mundial.

Los proyectos presentados por el afamado Norman Foster y otros, así como los cinco diseñados por el estudio de arquitectura Albert Speer & Partner GmbH son, visualmente, hiper-atractivos. (Si el nombre de este último suena familiar es porque lo es: pertenece al nieto del arquitecto de Hitler).

Más allá del fútbol, Qatar -junto a Abu Dabi- ha venido fomentando la construcción de museos de arte con un empuje tal que la crítica del diario La Nación, Alicia de Arteaga, observó: “El desarrollo museístico del Golfo Pérsico viene como anillo al dedo […] a los arquitectos estrella: los Foster, Herzog, De Meuron y Nouvel, que ensayan sus piruetas más audaces por pedido de los jeques, con el riesgo futuro que implican estos delirantes diseños. Puede suceder… que no haya una pared recta para colgar un cuadro”.

Con todo lo sofisticado que esta veneración qatarí por el deporte internacional y la arquitectura de vanguardia pueda parecer; sin embargo, políticamente Qatar deja mucho que desear. Es más, su posicionamiento ideológico en el tablero regional eleva interrogantes a propósito de la idoneidad de esta nación monárquica como anfitriona del Mundial 2022.

Qatar es gobernada por el jeque Hamad bin Califa al-Thani quién destronó a su propio padre en 1995 cuando éste pasaba sus vacaciones en Suiza. Al año siguiente permitió el nacimiento del canal de televisión satelital Al-Jazeera cuya visión editorial, si bien más pluralista en la variedad de puntos de vista que presenta en comparación a otros medios tradicionales árabes, es esencialmente anti-occidental, y lo es de modo visceral.

Es el único país del Golfo Pérsico aliado a Siria y a Irán, en marcado contraste con el consenso árabe sunita, y es además anfitrión regular de líderes islamistas.

En los años noventa, Khaled Sheik Muhammad, planificador de los atentados del 9/11, residió en Qatar. Ante el pedido de arresto de Washington, pudo fugarse con la asistencia de un ministro qatarí.

El teólogo de la Hermandad Musulmana, jeque Yousef al-Qaradawi, es bien recibido en la monarquía y usualmente entrevistado en Al-Jazeera.

Al movimiento terrorista Hamás le permite tener oficinas y recaudar fondos en su territorio. Este apoyo a Hamás es oficial. Según una monografía del Washington Institute for Near East Policy, Qatar prometió cincuenta millones de dólares a Hamás luego de su victoria legislativa en 2006 y siguió patrocinándolo financieramente aún después del golpe de estado del 2007, cuando Estados Unidos y la Unión Europea cesaron su apoyo a la Franja de Gaza.

A comienzos del 2009 promovió un encuentro árabe-islámico en su capital, Doha, en apoyo a esta agrupación fundamentalista, entonces en confrontación militar abierta con Israel.

Es cierto que el gobierno permitió a Israel abrir una oficina comercial en su capital, a los Estados Unidos mantener un centro de comando militar allí, en tanto que la famosa Ronda de Doha da cuenta de su relevancia financiera global. Su apertura al mundo incluso puede apreciarse en el interés expresado por el cine argentino, en ocasión de la última visita de la presidenta al emirato.

Pero el favor al islamismo regional es real y tangible. En una rara reprimenda pública a los árabes, la secretaria de estado Hillary Clinton advirtió el enero pasado: “En demasiados lugares, de demasiadas formas, los cimientos de la región se están hundiendo en la arena”.

No ha de ser casualidad que eligió efectuar su declaración en suelo qatarí.

Fuente: cciu.org.uy

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