GABRIEL ALBIAC
El enorme trasatlántico, que bandea en la tormenta, verá desmoronarse sobre la pista de baile sus últimas luminarias.
“Nadie puede decir qué es lo que estará muerto ni qué vivo en literatura, en filosofía, en estética” para el tiempo que viene… Paul Valéry hace arrancar así, en la primavera de 1919, su bella elegía por la Europa inmolada en la Gran Guerra. No, no ha sido sólo esa horrible multiplicación exponencial de las víctimas, que hizo real la hipótesis clausewitziana de una “guerra absoluta”. El estupor del cual los ojos atónitos de Paul Valéry alzan constancia del fin de un ciclo civilizatorio: quiebra de una era del espíritu, era del esplendor que se abre en la Hélade hace más de dos mil quinientos años. “Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que no somos inmortales”. Y que dos milenios y medio no son nada en el infinito océano del olvido. “Sabíamos de sobra que toda la tierra aparente está hecha de cenizas… Percibíamos, a través del espesor de la historia, los fantasmas de inmensos navíos que estuvieron cargados de riqueza y de espíritu”. Y que zozobraron. En las simas de silencio que nos tragarán ahora a nosotros. Ahora, Europa. No es que este naufragio sea más que el de Nínive o Cartago. Ni menos. Sólo que es nuestro. Y el golpe de sus escombros duele.
No hay elegía en ver a una peña plebeyista de bolivarianos hacer ceniza de un país cuya modernidad anheló siempre dar en ceniza. Lo que viene en España es sólo anécdota, que repite un hado circular y triste. Desagradable, vulgar, tediosa… Pero anécdota. Siempre lo mismo, aquí. Siempre esa variación sobre el más idiota de los ritos humanos que Pascal disecciona: poner un decorado ante el abismo, para lanzarse a él sin remordimiento. No, no es España lo de verdad grave. Lo grave es una Europa que desea no ser, desde hace un siglo. Y que no sabe siquiera cuan innegociable es su anhelo.
No es ni siquiera grave –más que para cada uno de cuantos habremos de pagar su precio, por supuesto– que esa fase germinal del fascismo que es, por definición e historia, el populismo, imponga a sus arbitrarios caudillos providenciales como cura del aburrido código de garantías llamado democracia. Tan corto ha sido el tiempo de democracia en la España moderna, que un nuevo eclipse de ella entre nosotros en poco afectaría al destino europeo. Pero este medido asalto caudillista al poder en España sigue, de muy cerca, a su toma en la escindida provincia otomana que es la Grecia moderna. Y precede a la ascensión –estadísticamente imparable– del caudillismo de Le Pen en Francia. Con la Turquía islamista de Erdogán en puertas de ser UE; o la UE de ser islam. Un horizonte perfecto de desguace.
Y, si es así, si esa sincronía se cierra, estaremos, entonces sí, ante la aterrada mirada del Hamlet europeo al cual Paul Valéry viera, en 1919, meditar sobre millones de muertos. Y un ciclo espiritual se habrá cerrado: Europa. El enorme trasatlántico, que bandea en la tormenta, verá desmoronarse sobre la pista de baile sus últimas luminarias. Sobre el alegre crucero, caerán el hielo y la noche. Sin destellos.
Fuente:abc.es
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