CÉSAR CERVERA
«No había cristiano que no tuviese dolor de ellos. Iban por los caminos y campos, por donde iban con muchos trabajos y fortunas, unos cayendo, otros levantando, unos muriendo, otros naciendo, otros enfermando», describió en sus crónicas Andrés Bernáldez.
El Congreso de los Diputados ha aprobado definitivamente esta pasada semana la Ley que concede la nacionalidad española a los sefardíes, los descendientes de los judíos hispano-portugueses que vivieron en la Península ibérica hasta 1492. Una medida que busca más de cinco siglos después reparar las consecuencias del traumático edicto de los Reyes Católicos que obligó a salir del país a miles de judíos por negarse a la conversión al Cristianismo. La odisea vivida por este grupo de españoles arrastró a mujeres, hombres y niños a lugares donde fueron esclavizados, perseguidos y, en algunos casos, expulsados de nuevo a otros territorios.
La expulsión de los judíos de España fue firmada por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492 en Granada. Lejos de las críticas que siglos después ha recibido en la historiografía extranjera, la cruel decisión fue vista como un síntoma de modernidad y atrajo las felicitaciones de media Europa. Incluso la Universidad de la Sorbona de París trasmitió a los Reyes Católicos su satisfacción por una medida de aquella índole. La mayoría de los afectados por el edicto eran, de hecho, descendientes de los expulsados siglos antes en Francia e Inglaterra. Salvo en España, los grandes reinos europeos habían acometido varias ráfagas de deportaciones desde el siglo XII. Así, el Rey Felipe Augusto de Francia ordenó la confiscación de bienes y la expulsión de la población hebrea de su reino en 1182. Una medida que en el siglo XIV fue imitada otras cuatro veces (1306, 1321, 1322 y 1394) por distintos monarcas galos. No en vano, la primera expulsión masiva la dictó Eduardo I de Inglaterra en 1290.
Las consecuencias de un éxodo moderno
El edicto español de 1492 establecía que los judíos tenían un plazo de cuatro meses para abandonar el país. Les estaba permitido llevarse bienes muebles, pero les prohibía sacar oro, plata, monedas, armas y caballos, lo cual complicaba mucho que los judíos españoles pudieran iniciar nuevos negocios en otros territorios. El elevado volumen de refugiados tampoco ayudaba a que alguien quisiera recibirlo con los brazos abiertos. En tiempos de los Reyes Católicos, siempre según datos aproximados, los judíos representaban el 5% de la población de sus reinos con cerca de 200.000 personas. De todos estos afectados por el edicto, 50.000 nunca llegaron a salir de la península pues se convirtieron al Cristianismo y una tercera parte regresó a los pocos meses alegando haber sido bautizados en el extranjero. Y aunque algunos historiadores han llegado a afirmar que solo se marcharon definitivamente 20.000 habitantes (el hispanista británico John Lynch lo eleva a entre 40.000 y 50.000), lo cierto es que la persecución se prolongó durante todo el siglo XVI provocando un silencioso goteo de salidas por parte de falsos conversos. Por lo pronto, regresaran o no, al menos 150.000 se lanzaron a los caminos en 1492.
En previsión de posibles agresiones por parte de la población cristiana, los Reyes Católicos facilitaron a este grupo de españoles expulsados de su tierra un documento de seguridad donde se reclamaba respeto hacia ellos a las autoridades y al pueblo. Una medida que no evitó la trágica estampa de miles de hombres, mujeres y niños cargando con sus escasas pertenecías por los maltrechos caminos del periodo. «No había cristiano que no tuviese dolor de ellos. Iban por los caminos e campos por donde iban con muchos trabajos y fortunas, unos cayendo, otros levantando, unos muriendo, otros naciendo, otros enfermando», describió en sus crónicas Andrés Bernáldez.
La mayoría tomó la desafortunada decisión de dirigirse a los reinos cercanos de Portugal y Navarra, donde sufrieron otra vez el oprobio de nuevas expulsiones en 1497 y en 1498, respectivamente. Desde Portugal, un gran porcentaje se dirigió al Norte de Europa, evitando la matanza de Lisboa en 1506 o las deportaciones masivas a Santo Tomé y Príncipe (en el golfo de Guinea) reservadas para los judíos que omitieron las órdenes de la Corona portuguesa. Los refugiados de Navarra se instalaron en Bayona en su mayoría, donde también fueron expulsados poco después. Y los que decidieron dirigirse a Italia gozaron de suerte dispar según el lugar elegido. En Nápoles, a punto de integrarse completamente a la Corona de Aragón, su permiso de residencia fue muy limitado y, en 1541, fueron desplazados definitivamente del territorio. Génova, que ya había prohibido el acceso a este grupo en el pasado, procedió a vender como esclavos a los que accedieron sin permiso a su república. Paradójicamente, los Estados Pontificios –donde se encontraba la sede de la Iglesia católica– no tomaron el camino de la expulsión hasta finales del siglo XVI.
Así y todo, la fortuna de los europeos fue mejor que la de los que viajaron al norte de África. «En el Magreb, en particular Marruecos, muchos de ellos encontraron la muerte en la travesía, o la esclavitud en los barcos de los moros, que les habían hecho creer que tendrían un viaje sin problemas», explica la historiadora Béatrice Leroy. Solo los que se refugiaron en el Imperio otomano, acostumbrado a sacar rédito de sus tratos con esta comunidad, pudieron gozar de cierta estabilidad. El sultán Bayaceto II permitió el establecimiento de los judíos en todos los dominios de su imperio, enviando navíos de la flota otomana a los puertos españoles y recibiendo a las figuras más ilustres personalmente. «Aquellos que les mandan pierden, yo gano», afirmó el sultán, según recoge la tradición, como reproche al error cometido por los Reyes Católicos.
El odio inicial hacia España de los sefardíes –llamados así en referencia al territorio de Sefarad, el nombre que recibe la Península ibérica en lengua hebrea– dejó paso con el transcurso de los siglos a una especie de añoranza por la amada tierra de sus ancestros. Todavía hoy, España es sinónimo de nostalgia para la comunidad sefardí, que ha mantenido vivos sus lazos con la cultura ibérica a través de sus costumbres y su lengua. A modo de ejemplo, se pueden encontrar lugares, como algunas zonas de Bulgaria, donde aún se habla el ladino, un idioma procedente del castellano medieval.
En la actualidad, la comunidad sefardí alcanza más de dos millones de integrantes, la mayor parte de ellos residentes en Israel, Francia, Argentina, Estados Unidos y Canadá. Su presencia también es reseñable en los antiguos territorios pertenecientes al Imperio español, donde se refugiaron tras la persecución sufrida a manos de los nazis durante la II Guerra Mundial en busca precisamente de una cultura y una lengua que aún les resultaban familiares.
Fuente:abc.es
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