Palabras de Angelina Muñiz Huberman al recibir el 14 de junio, el Premio APEIM 2015:
Hoy recordamos a Manuel Levinsky como el fundador y presidente honorario y vitalicio de la Asociación de Periodistas y Escritores de México, así como su fecunda labor periodística y cultural, y su intensa representación en la dirección de cargos comunitarios.
Es, para mí, un honor recibir el Premio Manuel Levinsky por parte de la Asociación de Periodistas y Escritores Israelitas de México presidida por May Samra, premio auspiciado por André Moussali y Manuel Taifeld, en memoria de Estelle Cole de Moussali y Pinkus y Bronia Taifeld.
A la vez que un honor es también extraño recibir un premio, no se sabe si es merecido o no. En mi caso, siempre me sorprende. Escribo porque es mi fuerza vital y con eso es suficiente. Escribiría de cualquier modo. Es más, escribo de cualquier modo. Despierta, dormida, entre gente, a solas, sin que quiera decir que lo hago materialmente. El proceso es un constante devenir interno, ignoro si del corazón o de la mente o de ambos, separado del tiempo y del espacio que me alimenta como la tierra y el agua a las plantas. Por eso, cuando sí me siento a escribir, el río de palabras corre al mar sin ningún esfuerzo. Es un deleite trasponer ese río de palabras surgidas de una lejana fuente brotante y encauzarlas hacia una forma determinada: cuento, novela, poema. Pareciera que las palabras conocen su rumbo y hacia él se dirigen, como el girar del caleidoscopio en sus múltiples imágenes. A veces, no es nada escribir, sino dejar que de la mente se reciba la orden de descender hacia la mano y que los dedos tecleen las letras casi de manera automática. Por eso, escribir ha sido considerado un don, un estado mágico inexplicable que produce objetos nunca antes existentes. Es, como todo arte, un proceso tocado por el azar y la necesidad. Lo que hoy se escribe, se pinta, se canta, se baila no obstante su fragilidad y hasta su fugacidad puede ingresar en la atemporalidad. El artista atrapa, encarcela, somete su condena a desaparecer por medio de la voluntad creadora. Y si ésta falla libera la fuerza ilusionista. Trabaja en un estado límpido que le permite evocar en el momento presente lo pasado o bien predecir lo futuro: en una montaña describir el río, en un pequeño cuarto grandes salas de un palacio, en el desierto la inmensidad del mar, en el desamparo la pasión fructificante, en el dolor la palabra de consuelo, en el odio la armonía en calma. Puede olvidarse de sí y encarnar múltiples yoes: ser un héroe o un vencido, una mujer virgen o una prostituta, un homosexual, un travestista, un marginado o un criminal, un ser indefinido y cambiante, alguien abandonado, alguien despreciable, alguien justiciero, alguien santificado, un viajero por los espacios siderales. Pero también, un objeto, un animal, una máquina, un ente abstracto, un ángel, un demonio, un dios.
Inmerso en el misterio de la creación el escritor se hunde en otro misterio más: el de la palabra. Palabra que ha de incorporar con toda su vitalidad, su ambigüedad, su traición, su espiritu y su materia, sus altibajos, su desnudez y su imagen en espejo. Dejarse arrastrar por su sonido, su ritmo, su musicalidad hacia el éxtasis y la revelación.
No es que el artista cree de la nada, eso sólo ocurrió por única vez según el relato mítico-bíblico. Como decía Ludwig Wittgenstein: “Es claro que por muy diferente del real que se imagine un mundo, debe tener algo -una forma- en común con el mundo de lo real.” (Tractatus Logico-Philosophicus, 2.022) Ni siquiera Franz Kafka escapó a esta regla, ni los surrealistas, ni los imaginistas. Después de todo, por muy desconcertante que sea la labor creativa mantiene puntos de contacto con lo conocido. Es más, suele dedicarse a trasgredir el mundo de lo real para mejor conocerlo. Así, el escritor, el músico, el pintor escogen caminos diferentes y, sin embargo, coincidentes. Su labor es exponer lo más íntimo del ser humano a la mirada introspectiva que todo trastoca y revuelve por medio de una manifestación externa. Como si fuera tan inmenso y desbordante el mundo interno que lo puebla que explotaría si no pudiera comunicarlo. Y, sin embargo, no puede explicarse a sí mismo su labor creativa ni la trascendencia de la palabra. ¿De dónde la fuerza y el impulso para recibir el caudal de emociones y reflexiones acumuladas y encauzarlas en su forma definitiva?
El creador, absorto en el mundo circundante, se acerca a él desde su timidez o soberbia, desde su cordura o locura que, a la postre, son formas de su soledad, porque necesita contestarse las mismas preguntas de siempre y darles una nueva forma. No importa la manera de su elección, la verdad es que nunca estará seguro de haber alcanzado el objetivo propuesto. No hay manera de comprobarlo. No hay jueces para su trabajo ni premios que lo justifiquen. Es un rodar por los tiempos y los espacios con una sola fe: la interna convicción de que no era otro el papel a representar en este gran teatro del mundo en el que todos nos movemos, sin llegar a puerto seguro más que el día del gran final.
Gracias.
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