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jueves 21 de noviembre de 2024

Memoria y ausencia: escribir para el Día del Padre

A la bendita memoria de Miguel Gatell Z”L

IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – El médico que lo revisó nos dijo que el ataque había sido unas tres horas antes -justo cuando desperté en la madrugada-, y que había sido fulminante. Fui yo quien tuvo que cerrar sus ojos opacos y recitar ese Shemá Israel al que, ahora lo sé, nadie quiere llegar. Y de allí, con el alma hecha pedazos, empezar a hacer todos los arreglos obligatorios por la ley y por la tradición judía para proceder al entierro. Mi padre había muerto.

Día del PadreHabía sido una noche intranquila. Me desperté muy temprano, a eso de las cuatro y media o cinco, y ya no pude pegar el ojo. Algo sutil, elusivo, me mantuvo inquieto durante un poco más de tres horas, y ya había amanecido cuando pude concentrarme en un esfuerzo para más o menos identificar qué me pasaba.

Era ese sueño de, exáctamente, una semana atrás. Liliana había regresado a vivir a la Ciudad de México después de varios años radicando en Zacatecas, y entre todas las cosas que nos contó estuvo eso del infarto de su ex-esposo. El tipo se salvó de milagro, porque a los cuarenta años un ataque al corazón suele ser mortal. No pensé que el asunto me hubiera impresionado tanto -total, a ese tipo nunca lo conocí-, pero esa noche soñé que iba en auto con mi papá. El coche era ese Valiant Duster café modelo 1972 en donde pasé mucho tiempo de mi infancia. Repentinamente, mi papá perdía el control y empezaba a orillarse hacia la derecha, llevándose la mano al corazón y diciéndome “ya es hora, ya es hora…”. Yo comenzaba a gritar como verdadero poseso, pidiéndole que se calmara y que esperara a que yo encontrara ayuda. Bajaba del auto y, en medio del tráfico interminable -aquello parecía el Viaducto o algo así-, empezaba a buscar una ambulancia, una patrulla, algo o alguien que me pudiera ayudar. Luego, las imágenes se borran. O no existen. Así es el lenguaje de los sueños, elíptico, brinca de un punto a otro sin ningún rigor ni coherencia. El caso es que en la siguiente imagen o impresión mi papá ya estaba sentado en algo similar a una ambulancia, y parecía que los médicos o paramédicos habían terminado de revisarlo. Su mirada estaba como perdida, su cuerpo se veía derrotado. Me decía que ya todo estaba bien, que podía estar tranquilo, pero no era cierto: su aspecto no era el que me pudiera calmar y pensar que ya no había problemas.

Esa fue la imagen y la sensación con la que desperté al terminar el sueño, y que me estaban agobiando otra vez justo una semana después.

Concientizar mis emociones y mis recuerdos me ayudó a relajarme un poco. Ya eran un poco más de las ocho -no tenía yo nada que hacer ese día en la mañana-, y me propuse dormir otro poco más para reponer las tres horas incómodas que parecían llegar a su fin.

Fue entonces cuando sonó el timbre. Dos veces, con el ritmo característico de cuando toca mi mamá. ¿Por qué el timbre y no el teléfono? Cierto: la noche anterior mi celular se había quedado sin pila y lo había dejando cargando, pero no estaba prendido todavía. Y al teléfono de la casa le había bajado el volumen a cero porque no quería seguir escuchando las llamadas del banco para cobrarme. Seguro mi mamá había intentado comunicarse a los dos números y no había obtenido respuesta, y por eso ahora estaba tocando mi timbre en la entrada del edificio, aprovechando que sólo vive a media cuadra.

Pero, deduje, se trataba de algo importante.

Más que importante, porque el toquido era intenso, casi podría jurar que histérico. Todo eso lo pensé en apenas los cuatro segundos que me tardé en llegar de mi cama al interfón. Sí, literalmente volé desde mi recámara, porque era obvio que algo estaba mal.

Irving, tu papá tuvo un ataque. No se mueve, no reacciona. Ven a la casa y llama un doctor.

No tuve tiempo de pensar las cosas. Prácticamente sin darme cuenta cómo, ya estaba yo en la calle corriendo hacia casa de mis papás, mientras lo único que se repetía en mi cabeza era “no, D-os, por favor, todavía no, todavía no…”.

No hubo nada qué hacer. El médico que lo revisó nos dijo que el ataque había sido unas tres horas antes -justo cuando desperté en la madrugada-, y que había sido fulminante. Fui yo quien tuvo que cerrar sus ojos opacos y recitar ese Shemá Israel al que, ahora lo sé, nadie quiere llegar. Y de allí, con el alma hecha pedazos, empezar a hacer todos los arreglos obligatorios por la ley y por la tradición judía para proceder al entierro.

Mi padre había muerto.

Al día siguiente, ya terminados los asuntos iniciales (médico legista, preparación del cuerpo, notifica a parientes y amigos, entierro, instalación de la shivá), empezó el que fuera de toda duda ha sido el período más difícil de mi vida, el año en que tuve que aprender a convivir con la ausencia de una de las personas que más he amado en este planeta.

Al principio no tenía ningún interés en el aspecto religioso. Si me hice la costumbre de rezar en la sinagoga de Acapulco 70 para decir Kadish no fue porque quisiera encontrar consuelo en lo espiritual, sino sólo porque me parecía lo justo y lo correcto: ningún judío debe irse de este mundo sin que alguien diga Kadish por él.

Pero, en ese momento inicial de mi luto, lo único que quería era sentirme mal. Dejarme llevar por el dolor, porque no se había muerto cualquier hijo de vecino. ¿Consuelo? No, no era necesario. La pura idea me parecía insultante. ¿Resignación? No, tampoco. No era algo tan sencillo. En realidad, lo único que quería era otro momento con mi papá. Recuerdo una tarde en la que, varios meses después, terminé sentado en el piso de la cocina, llorando como si las lágrimas nunca se fueran a terminar, y diciendo “es que no te quiero decir adiós, no te quiero decir adiós…”.

Era eso. La terrible lucha interna para no desprenderme de alguien que había estado allí junto a mí durante treinta y tres años, y que una mañana, sin avisar, sin desearlo, simplemente se había ido.

En medio de ese dolor, y para sorpresa mía, algo positivo empezó a salir a flote: no tardé en darme cuenta en que su ausencia me pesaba justo porque su presencia había valido la pena. No era el dolor del que se quedó con cuentas pendientes con la persona que murió. Era el dolor de saber que ya no iba a recibir otra vez esa típica llamada de mi mamá que me avisaba que mi papá acababa de llegar de algún viaje de negocios, después de la cual yo reorganizaba toda mi agenda sólo para llegar a su casa a sentarme con él para esas largas, interminables charlas sobre política, religión, tangos, fútbol, noticias. O que se habían terminado esas mañanas en las que ninguno tenía nada que hacer, y toda la vida giraba en torno a sentarnos a la mesa con un refresco frío enfrente, unas galletas o algo similar, y simplemente dedicarnos a ser padre e hijo.

La pérdida dolía porque la pertenencia había sido valiosa, la ausencia pesaba porque la presencia había sido mucha y muy intensa.

Fue un privilegio. Mi papá fue una persona muy compleja, con el montón de aciertos y desaciertos que todos tenemos, pero con la singular característica de nunca fingir nada, absolutamente nada. Ni lo bueno ni lo malo. Hijo de un judío de Damasco y de una judía alemana, su personalidad era tan contradictoria como lo Shami y lo Yeke pueden ser. La piel y el rostro eran completamente árabes, pero la indumentaria y la formalidad del todo alemanas. Su sentido de la organización, disciplina y puntualidad estaban hechos en la mejor versión berlinesa, pero de todos modos recuerdo haber visto varias veces la mesa volando -platos y tazas rotos- cuando se enojaba (cosa que no era difícil).

Esa dicotomía encarnada en una sola persona me resultó muy útil en mi vida adulta: prácticamente no hay sinagoga en México que me pueda tomar por sorpresa. Casi cualquier giro temperamental que me pueda yo topar en esta comunidad o en aquella, ya lo vi en mi papá. Crecí con eso.

No era un hombre religioso. Más espiritual que afecto al rito. Más apegado a sus valores de Maestro Masón que a la halajá tradicional de la tribu. Me inculcó esa convicción profunda de que todos los hombres somos iguales y que no necesitamos de ningún templo ni rezo para sentir la presencia de D-os.

Curiosa y paradójicamente, su muerte fue el inicio de mi acercamiento a la religión. Los ritmos luctuosos del Judaísmo -siete días (la Shivá) para detener por completo tu modo de vivir y entregarte al dolor de tu pérdida, treinta días (los Shloshim) para reintegrarte a tu cotidianeidad aunque absteniéndote de fiestas y cosas similares, y once meses para decir Kadish cada vez que tengas la opción- me ayudaron a procesar el dolor de un modo que no me imaginé posible.

Al principio no tenía ningún interés en encontrar consuelo o fortaleza, y sin embargo fue lo que hallé a manos llenas en la sabiduría milenaria de mi pueblo. No quería decirle adiós, y al final descubrí que realmente no se había ido. Sólo tuve que aprender a relacionarme con él de otra manera.

En enero se cumplirán once años de su partida. Un poco más de una década en la que lo que más me ha pesado es su ausencia física. Esa voz, esos abrazos, esas risas. No fue fácil entender que ya son sólo un recuerdo.

Pero en todo el proceso fui descubriendo que cada uno deja mucho de sí mismo en los demás. No nada más soy su hijo: en muchos aspectos soy él mismo. Lo llevo dentro, lo llevo siempre. Ahora lo esucho en mi voz, ahora lo siento en los abrazos que yo doy.

Y acaso lo más valioso que aprendí de todo ello fue a valorar a quienes todavía tengo. El Judaísmo es una religión que enseña que no hay nada más sagrado que la vida. Sí, el dolor de perderlo fue enorme, pero mi compromiso es con los que están aquí.

Estoy seguro de que si él pudiera decirme algo, sería eso. Que él ya acabó, ya cumplió con lo que le correspondía, y que mis obligaciones están con quienes comparto todavía este planeta. Y con el planeta, por supuesto.

Así aprendí que es importante poder decir de quien ha fallecido que ya está en paz. Pero no menos importante es poder decir que uno mismo también está en paz.

En palabras de Job, el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. Barujhu ubaruj Shemó. Sea bendito y sea Su Nombre bendito. No tengo nada que reclamarle a nadie. Sólo pedirle a D-os que cuando me corresponda el privilegio de ser padre, pueda hacerlo como esa persona especial lo hizo conmigo.

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