Yoshua Kipnis: Con las mangas arremangadas y la sonrisa franca

SILVIA CHEREM

El domingo 14 de junio, se presentó “Yoshúa Kipnis Rosenthal. La vocación de servir” en el CDI. Ishie Gitlin, Marcos Metta y Leonardo Katz, distinguidos miembros del Consejo Directivo y destacados líderes, aportaron su experiencia y las anécdotas que vivieron con Yoshua Kipnis. También los escritores Eduardo Luis Feher y Silvia Cherem, quienes prologaron el libro. El texto siguiente es la intervención de Silvia Cherem:

Si fuera libro, Yoshúa Kipnis (Ciudad de México, 1927) sería un relato colmado de anécdotas optimistas de la historia del Centro Deportivo Israelita. Pocos directivos han tenido tantos cargos y responsabilidades, a lo largo de más de medio siglo de entrega y compromiso: dos veces fue presidente del Comité Ejecutivo y cuatro del Directivo, pasando por un sinfín de puestos de responsabilidad en casi todos los comités de la institución.

Desde la década de 1960 hasta recientemente, Yoshúa cuenta en su haber la creación de la tnuá Macabi Hatzair en el CDI, la celebración del Congreso de la Unión Mundial Macabi en México en 1968 y, a partir de 1969, la participación de las delegaciones mexicanas en las Macabiadas en Israel. Fue también su iniciativa que la IV Macabiada Panamericana se realizara en el CDI, en 1978.

Participó en la concepción de lo que hoy es el Club de Oro, vio nacer el CDI Tepotzotlán, apoyó el Festival Blowie Shyne y el Festival de Teatro Habimá, cuya simiente fueron las obras de teatro que dirigió en el CDI Seki Sano, coreógrafo japonés a quien, por su notable influencia en la vida artística del país, se le llamó “padre del teatro de México”.

El Dépor, donde Yoshúa pasó gran parte de su existencia, fue más que su segundo hogar. Ahí todo el mundo lo conocía y lo saludaba gustoso. No porque tuviera un cargo encumbrado de altos vuelos, de esos que obligan a reverenciarse ante el Señor Presidente, sino justamente por lo contrario: porque ocupara el puesto que fuere, Yoshúa jamás dejó de ser un mensch, un hombre vital de alta calidad humana.

Para quien se cruza en su camino —un directivo o un niño; un barrendero con su escoba o un deportista con su raqueta al hombro; un familiar, un voluntario, un profesional o simplemente un perfecto desconocido—, Kipnis siempre ha tenido una sonrisa franca, un saludo cordial, una broma amable o una palabra de aliento que, aún hoy, sabe aderezar con la chispa azul de sus ojos luminosos.

Ingeniero químico de profesión, fue próspero fabricando camisas y chamarras de la marca Salvatori de México. “No creo que le encantara su trabajo en la fábrica, ni tampoco su carrera de ingeniero químico que nunca ejerció —me confiesa Jane, la mayor de los tres hijos—. Su verdadera vocación siempre fue el trabajo comunitario.

Dar antes que recibir. Eso fue lo que nos enseñó a Isi, a Sandra y a mí, y afortunadamente también a sus nietos. Nos insistía que lo más importante siempre es mirar al otro, ver sus necesidades. Tenderle la mano. Y ya luego, minimizar los defectos de cualquiera que nos rodee. Decía que es mejor enfocarse en las virtudes para estar siempre agradecido y feliz”.

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La primera vez que saboreé el encuentro con un Kipnis, es decir con un integrante de esa destacada familia que mamó la vocación de dar, fue a principios de la década de 1970. Asistía yo a Macabi Hatzair y me resultó imposible no deslumbrarme con la vitalidad de Sandra —hija de Yoshúa y Sima—, un imán, una niña castañuela de entonces escasos diez años, que a todo pulmón echaba porras de su kvutzá, si mal no recuerdo Natania, y cuyos ojos expresivos y brillantes invitaban a gozar. Yo era un poco menor que ella, pero aún hoy recuerdo su gozo contagioso que enrojecía hasta el último poro de sus cachetes regordetes, y su mirada vibrante y generosa, expresión de júbilo, de alegría bienhechora.

Pocos años después, ya siendo yo adolescente, conocí a su papá y a su mamá, muy queridos en el Yishuv por ser de aquellos idealistas de sonrisa fácil que proponen ideas, conciben proyectos y se arremangan las mangas para realizarlos. Sima, en la WIZO, donde lleva más de sesenta años de entrega; y Yoshúa, en la Kehilá Ashkenazí, en Keren Hayesod y, especialmente, en el Centro Deportivo Israelita, donde se le reconoce y admira por su carisma y amabilidad, por ser amigable, platicador y simpático, porque sabe tender la mano y siempre buscar el lado amable de cualquier situación.

No sé ni cómo fue, pero el cariño con Yoshúa se fue fortaleciendo paulatinamente. En 1979 u 1980, comencé a escribir en el Periódico CDI haciendo mis primeros pininos profesionales, cubriendo la Galería Pedro Gerson, y Yoshúa siempre estuvo ahí para echarme porras por artículos que, a decir verdad, eran producto de una mirada novata e incipiente. Recuerdo inclusive que algún día me llevó a la Sala del Ejecutivo, me presentó a los directivos —entre ellos a su querido mentor, Moisés Gittlin—, me brindó información y me alentó a realizar un reportaje de la fundación del CDI.

Escondiéndose de Sima —su mujer hace 64 años, con quien ha consolidado una envidiable relación de amor—, a mí y a Susy Anderman, quien durante décadas ha dirigido el Comité de Comunicación del CDI, nos llama cariñosamente “mis novias”.

— No le digan a Simita —lleva años vacilándonos—, porque se me encela.

Para mí, gran parte de ir al Dépor es encontrarme con Yoshúa. Disfrutar de su plática, sentir el abrazo de su sonrisa. En 2006, orgullosa presencié la ceremonia de gratitud que la institución le ofreció al nombrarlo Premio Yakir CDI, un honor que por vez primera se concedía y del que merecidamente él fue beneficiario.

Hoy, con este libro, continuamos los reconocimientos. Sé que a Yoshúa y a su familia, las páginas de este libro los colmarán de orgullo y satisfacción; pero, quizá más importante aún, es que este testimonio quedará como un legado envidiable para los miembros de la comunidad porque Kipnis es uno de esos seres inolvidables que hacen la diferencia por ser ejemplo auténtico de entrega, vocación y altruismo. Su vida es una lección que puede alumbrar a futuras generaciones y servirles de inspiración para que sueñen, emprendan y dejen a su paso un mejor mundo del que encontraron”.

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Silvia Cherem: Mi alumbramiento en la carrera del periodismo fue repentino y con dolor como, en cierta forma, lo fue en aquellos días para México el despertar zapatista. Los indígenas encapuchados en Chiapas dejaron escuchar su grito desamparado que arrojaba por la borda la creencia de que México ingresaba al primer mundo y, en ese contexto, después de haber trabajado largamente para ello, decidí que mi momento de "ser periodista" había llegado. No conocía a nadie en los medios de comunicación y hubo quien me dijo que "sin padrino" nunca publicaría una sola línea en los periódicos mexicanos. Como colaboradora, los proyectos se han sucedido encadenándose unos a otros, tanto en el entorno cultural, como en el político y el internacional e inclusive investigando temas de interés científico y médico. Confieso que aún hoy, cuando debería "tener más callo", paso noches sin dormir y esta vibrante carrera de emociones fuertes me mantiene viva y creciendo en una vertiginosa montaña rusa, colmada de raudas y emocionantes subidas y bajadas. Quizá esa pasión arropada de arrojo, miedo y gozo sea la esencia de "ser periodista".