Ante la realidad del mapamundi humano y de la Tierra como casa, pregunto: ¿Ha fracasado el ser humano? Y después de preguntar, reformulo la cuestión: frente a las colisiones entre humanos, y entre humanos y Tierra, ¿en dónde queda el valor y la aplicación del conocimiento? En este contexto, conocimiento no se refiere a técnica, sino al valor del ser humano como persona, al respeto a la Tierra como morada.
Para muchos, la violencia y la crueldad contemporánea poco difieren de la experimentada en siglos pasados. Otros aseguran que el mal es mayor y unos más aseveran que la diferencia radica en que todos los sucesos, en la era de la informática, se saben pronto y con detalle. Decantarse por cualquiera de las tres ideas previas es válido: depende de la lectura que cada quien formule sobre sus congéneres y sobre la salud de la Tierra. La noción del fanatismo que se disemina, mata, destruye y excluye, debe confrontarse contra lo esbozado en la pregunta previa, ¿dónde queda el valor del conocimiento?
Sopesemos. Una balanza como guía. En un platillo el fanatismo y sus consecuencias. En el otro el conocimiento y sus aportaciones. El soporte central y la palanca de la balanza es el ser humano. Decapitaciones, desapariciones, refugiados, migrantes, destrucción del patrimonio de la humanidad y asesinatos de homosexuales son sellos del fanatismo. Incremento en la esperanza de vida, sistemas de comunicación magníficos, detección “temprana” de terremotos, mejor oferta de vacunas y distribución de fármacos para controlar el SIDA son logros del conocimiento.
Lo admito, mi diseño es inadecuado: los elementos señalados pesan diferente, y el fulcro —punto de apoyo de la palanca— no permite balancear correctamente, “con justicia”, por lo heterogéneo de los elementos, ambos platillos. Ese diseño debe releerse en la praxis, en las calles, frente a las decapitaciones televisadas. Las destrucciones producidas por el fanatismo, por su contundencia y mensajes, y por la absoluta negación de los valores occidentales, inclinan el peso de su platillo sobre el del conocimiento.
Según la prensa, 25 mil occidentales se han afiliado al Estado Islámico. El hecho es alarmante si consideramos que los occidentales convertidos al fanatismo, antes de vender su alma, intercambiaron ideas con vecinos, amigos, maestros, familiares. Para quienes aprecian la libertad de pensamiento, la autonomía y el libre albedrío, el fanatismo es una enfermedad grave, imparable, contagiosa y sin visos de mejoría. Contagiar implica obligar a quienes no coinciden con su ideario a comportarse como lo dictan sus códigos.
El auge y las nuevas formas de fanatismo militan contra la vieja idea que sostenía que siendo similar la naturaleza humana en todos los grupos, los valores éticos y morales deberían también ser semejantes. La noción previa funciona en el papel, no en la realidad. La naturaleza humana, idéntica en cuanto al número de genes y cromosomas, se modifica cuando la persona entra en contacto con el entorno, con el mundo cercano y lejano, con las creencias familiares, con lo que unos tienen y otros carecen, y con las huellas, incurables, producidas por la humillación y la exclusión.
Los enunciados previos explican “una forma” de fanatismo, la que resulta de la pobreza y la exclusión, pero no la de quienes, provenientes de la Europa civilizada, de los países que los vieron nacer, abandonan casa y país de origen para ondear las banderas del fanatismo. En los 25 mil occidentales que dejaron sus hogares, el conocimiento no sólo no sirvió, sino que fue semilla para despreciar los frutos milenarios de los saberes occidentales y razón para convertirse en miembros de grupos fanáticos.
Concluyo sin concluir, lo hago con desasosiego. El conocimiento, si se aplica para disminuir la pobreza e incorporar a sus víctimas a la vida de quienes gozan privilegios económicos, puede recortar el número de personas que se enlisten en grupos fanáticos. En cambio, el conocimiento, de poco o nada sirve contra contra quienes dejan sus hogares en busca de respuestas existenciales y enarbolan el fanatismo religioso como modus vivendi.
Notas insomnes. Me gusta la idea de Fernando Savater: “El fanático es quien considera que su creencia no es simplemente un derecho suyo, sino una obligación para él y para todos los demás”.
Médico
Fuente: eluniversalmas.com.mx
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