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jueves 21 de noviembre de 2024

El burgalés que adoptó un niño judío en un campo de concentración nazi

AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – El libro ‘Los últimos españoles de Mauthausen’ recoge la historia de Saturnino Navazo y Siegfried Meir

Por PABLO GARCINUÑO

Sigfried Meir Mathausen

El pequeño Siegfried Meir posa con un grupo de españoles supervivientes de Mauthausen. Su padre está detrás de él y a su izquierda, con gorra.

Eso fue lo que le salvó la vida, ya que, además de conservar el pelo, el niño fue confiado a la barraca de los españoles. «No sabía qué eran los españoles y pensé que era un engaño, como hacen muchas veces los nazis». Pero no era ningún truco para matarle. Ante él se presentó Navazo, natural del municipio de Hinojar del Rey (Burgos), que no solo había sobrevivido durante cuatro años a todas las miserias del campo, había conseguido un cierto estatus dentro de Mauthausen.

 

Era muy popular por organizar torneos de fútbol entre las distintas nacionalidades. Quizás por este motivo, «Saturnino se convirtió en el responsable de que la barraca de los españoles estuviera siempre en orden y que por las noches estuviera limpia», afirma el periodista Carlos Hernández de Miguel, autor del libro ‘Los últimos españoles de Mauthausen’. «Todos los prisioneros de la barraca recuerdan el valor y la amabilidad de Navazo, que realmente salvó muchas vidas porque se preocupaba de que todo estuviera en orden sin maltratar a los prisioneros». Él se encargaba de «dar la cara ante los propios SS para que no se tomara ningún tipo de represalia contra los integrantes de su barraca». A partir del mes de enero de 1945, tuvo una responsabilidad más: cuidar a un niño judío.

Hernández, autor de una obra que rinde homenaje a los más de 9.000 españoles que estuvieron en los campos nazis, reconoce que la historia de Saturnino Navazo y Siegfried Meir es la que reúne más elementos «de película» de todas las historias del libro. No es difícil imaginar en la gran pantalla el primer encuentro entre el niño judío y el hombre español, dos personas condenadas a entenderse sin ni siquiera hablar el mismo idioma. «Nos miramos, me sonrió y me dio confianza –dice el alemán–. Muchas veces, cuando recuerdo esa escena, me emociono porque era un momento muy raro dentro de ese ambiente».

Le cogió por la espalda para llevarle a la barraca de los españoles. No había nadie dentro porque estaban todos trabajando en el campo de concentración. «Nos sentamos uno enfrente del otro y nos miramos. Yo vi en sus ojos en una compasión tremenda y me sentí en confianza». No tardaron en intercambiar las primeras palabras. Siegfried siempre fue muy bueno con los idiomas –hablaba cuatro lenguas cuando llegó a Mauthausen– y, como él mismo dice, «tampoco había mucho que hablar».

Su norma era seguir a Navazo a todos los lados. «Había una complicidad entre nosotros». Además, el chico tenía libertad total para moverse por el campo de concentración y ayudó a los españoles a traer de contrabando, escondidos entre la ropa, muchos alimentos que provenían de la cocina de los SS, donde trabajaban varios españoles. «Yo tenía casi 11 años, pero tenía la mentalidad de alguien mucho mayor».

Vivir en libertad

Cinco meses después de su entrada en Mauthausen, el campo de concentración fue liberado por las fuerzas norteamericanas (mayo de 1945). Al igual que ocurrió con otros niños huérfanos, personal de Cruz Roja le ofreció la oportunidad a Siegfried Meir de comenzar una nueva vida en distintos países, como Suiza o Estados Unidos. «No les escuché, les mentí y les dije que quería quedarme con mi padre –afirma–. Había mucho follón y tampoco se investigaban mucho las cosas». Ya solo le quedaba convencer a Saturnino. Navazo le advirtió de que no iba a ser nada fácil: les mandarían a Francia y allí, sin conocer el idioma ni tener más oficio que jugar al fútbol, tendría que empezar una nueva vida. «No quería escuchar sus argumentos y le machaqué una y otra vez diciéndole que quería quedarme con él. Fui tan insistente que me dijo que íbamos a intentarlo». A partir de ese momento, el niño judío paso a llamarse Luis Navazo. Incluso memorizó una dirección ficticia por si alguien le preguntaba de dónde era: Calle Don Quijote, 43, Cuatro Caminos, Madrid.

Durante la etapa que vino después, tal y como señala el periodista Carlos Hernández, «tuvieron que sufrir el desarraigo de vivir en un país extranjero, Francia, en unas condiciones económicas muy difíciles, y sin saber francés». No es fácil buscarse la vida «arrastrando las secuelas físicas y psicológicas» de una guerra. Se establecieron en Revel –cerca de Toulouse– porque allí estaba un hermano de Navazo y empezaron, poco a poco, a acostumbrarse a vivir en libertad.

Saturnino encontró un trabajo barnizando muebles, pero a Siegfried le costó más adaptarse a la nueva vida. No era más que un niño que se había criado luchando por la supervivencia en los campos de concentración nazis y, por lo tanto, se había acostumbrado a robar. Continuó haciéndolo también fuera y el burgalés, en lugar de castigarle, le intentaba explicar que ya no hacía falta que hiciera ese tipo de cosas. «Esa fue mi educación; sin Navazo, seguramente hubiera terminado en una cárcel –reconoce–. Con su bondad y su forma de entender mi actitud, consiguió hacer de mi una persona digna».

En el taller de muebles en el que empezó a trabajar, Saturnino se enamoró de una mujer con la que luego se casaría y tendría cuatro hijos. Meir entendió que había llegado el momento de separarse de su padre adoptivo. Encontró un trabajo en Toulouse, aunque los fines de semana iba a Revel y volvían a verse. «No fue algo traumático, fue una ruptura casi normal». De hecho, se siguieron viendo con periodicidad y nunca perdieron el contacto hasta la muerte de Navazo

Hacerse merecedor

El autor de ‘Los últimos españoles de Mauthausen’ afirma que en aquel niño judío siempre estuvo latente una necesidad de hacer algo importante con su existencia. «Decidió que tenía que hacer sentir a Saturnino que había merecido la pena salvarle la vida y se le ocurrió hacerse famoso para que se sintiera orgulloso de él». Primero intentó ser actor, pero no tuvo mucho éxito. Sí consiguió triunfar como cantante, alcanzando el reconocimiento en Francia tras una carrera de 12 años bajo el nombre artístico de Jean Siegfried. Cada vez que salía en televisión, telefoneaba a su padre para avisarle. «Todo lo que he hecho después ha sido para su orgullo».

Fuente: El Norte de Castilla

Reproducción autorizada con la mención siguiente: © EnlaceJudíoMéxico

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