JACOBO ZABLUDOVSKY
Pertenezco a una familia que se habría extinguido por completo, si mi padre no hubiera emigrado a México en 1926, cuando las autoridades polacas endurecieron su política antisemita.
Mis antepasados provenían de Zabludowe, una aldea situada en la actual frontera entre Rusia y Polonia. Hacia 1889 la familia ya no residía ahí, sino en Mijalove, un pueblo vecino donde nació mi padre, David Zabludovsky. Tenía diez años cuando los Zabludovsky se mudaron a Bialystok, la ciudad más grande de esa provincia, donde la comunidad judía era el núcleo mayoritario de la población.
Cuando nació mi padre, Polonia estaba ocupada por Rusia, los pogromos, los actos de violencia contra los judíos eran cosa habitual. Eran épocas difíciles en que los judíos no podían salir del gueto. Una frase de Sholoem Aleijem ironiza su sentir: “Se dice que la pobreza no es una vergüenza, pero tampoco es un gran honor”.
Segundo de diez hermanos, muchas veces durmió con el estómago vacío, porque en la despensa familiar no había ni un trozo de pan seco. En sus memorias, escritas en idish que encargué traducir al español y publiqué en edición privada, cuenta que un viernes por la noche su madre se mordió los labios de dolor y vertió agua caliente en los platos de la familia, para hacerle creer a los vecinos que comían sopa de fideos y evitar así que acudieran en su ayuda.
Desde la niñez mi padre se aficionó a la lectura y en la escuela de primera enseñanza fue alumno aplicado. A los quince años quiso continuar sus estudios en un nivel superior, pero la estrechez económica de la familia no le permitió pagar un rublo para presentar su examen de admisión.
“Tuve que meterme a trabajar a un negocio y volverme autodidacta”, refiere en las memorias, “aunque mi corazón se destrozó, porque yo deseaba ardientemente estudiar”.
Para fortuna suya consiguió un empleo como agente viajero de la librería más importante de Bialystok, donde tenía fácil acceso a toda la literatura publicada en idish y ruso.
Su trabajo lo llevó a visitar pueblos escondidos de la Rusia profunda donde observó en su propio ambiente a los mujiks de los relatos de Gogol, Chéjov y Dostoyevsky. El estallido de la Primera Guerra Mundial, en 1914, lo sorprendió en el puerto de Odesa. Polonia fue ocupada por los alemanes y mi padre ya no pudo viajar a Rusia. “La vida bajo la dominación alemana era muy amarga, y los libros eran mi única fuente de tranquilidad y consuelo”.
La guerra terminó en 1918 y ese mismo año conoció a Raquel Kravesky, mi madre. Al poco tiempo nació mi hermana Elena y, en 1924, mi hermano Abraham. El pueblo polaco había recobrado su independencia, pero el nuevo Estado profesaba una fuerte animadversión hacia el judío. La vida se hacía insufrible.
Ruinosas contribuciones y severos edictos empezaban a pesar sobre la comunidad de Bialystok, en especial sobre las personas de clase media, a quienes el gobierno quitó de la boca el escaso pan que tenían. Cuando un judío no pagaba impuestos especiales le embargaban sus pertenencias y se quedaba en la calle, lo que sucedía con mucha frecuencia, porque además el Estado les declaró un boicot comercial.
En todas las esquinas repicaban las campanas de las iglesias y los sacerdotes pregonaban la consigna ¡Asroi da vegü! (“Que no se compre nada a los judíos”). En tales circunstancias y con dos bocas que mantener, mi padre no podía seguir en Polonia.
“En seguida me di cuenta de que debía huir, pero ¿a dónde? A los Estados Unidos era casi imposible entrar, porque los norteamericanos habían fijado una cuota anual para la admisión de judíos. En Argentina tenía amigos, pero me parecía como viajar al fin del mundo. En ese momento vi un folleto sobre un país llamado México, emergente de una revolución popular, que abría sus puertas a los extranjeros. No lo pensé mucho y fui a visitar al secretario de una organización que se ocupaba de allanarles problemas a los emigrantes judíos. Por consejo suyo escribí una carta a un empresario judío de la ciudad de Tampico, pidiéndole trabajo. A Raquel mi plan le parecía una locura, pero la convencí de que no teníamos nada que perder”, relata en sus memorias.
Mi padre se lanzó a la aventura con diez dólares en la bolsa, de los que gastó uno en el viaje a México, para comprar naranjas cuando el barco hizo una escala. Iba solo; su plan era mandar traer a mi madre y a mis hermanos cuando reuniera algunos centavos.
El paisano tampiqueño le había ofrecido empleo en una fábrica, pero en el barco mi padre cambió de opinión, pues creyó que llegado a México podría arreglárselas solo.
Decidió que la etapa final de su viaje sería el DF.
Fuente:eluniversalmas.com.mx
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