Las consecuencias, o ausencia de ellas, de ser un antisemita

JULIÁN SCHVINDLERMAN

Twitter, al igual que Facebook, algunos descubren tardíamente, puede ser un arma de auto-destrucción masiva. Si no, pregúntele a Guillermo Zapata, el exokupa español devenido concejal madrileño, quien días atrás perdió su puesto político apenas asumió funciones. ¿La razón de su caída? Unas bromas de pésimo gusto que tuiteó unos años atrás. “¿Cómo meterías a cinco millones de judíos en un (Fiat) 600?”, jocosamente preguntó a unos amigos. “En el cenicero” respondió.

Ese mensaje venía a colación de otro comentario tarado tuiteado por el cineasta español Nacho Vigalondo, quien al notar que tenía 50.000 seguidores exclamó exultante: “Ahora que tengo más de 50.000 followers y me he tomado cuatro vinos podré decir mi mensaje: ¡El holocausto fue un montaje!”. Esa frase le costó su relación con el diario El País.

Ambos se disculparon públicamente y juraron no ser antisemitas. Aun así, perdieron sus trabajos ante la indignación colectiva que suscitaron. Pues tal como explicara en su momento Javier Moreno, director de El País: “Hay límites que no se pueden traspasar, y en este caso, los chistes superaron claramente la línea roja. No tienen defensa posible. Constituyen un insulto a los judíos y a cualquier persona honesta”.

Fue saludable ver al cuerpo político español en su conjunto, con la triste, pero esperable excepción de algunos referentes de la ultra izquierda, expulsar sin miramientos a este par de imbéciles prejuiciosos del ámbito de lo socialmente aceptable.

Ahora bien. En la otra orilla del mar Mediterráneo, declaraciones radicales y agresivas como las de este dúo español son cotidianas, públicas, oficialmente sancionadas y muy raramente, por no decir nunca, denunciadas por las mismas personas que cuando cosas parecidas son dichas por sus compatriotas reaccionan, pero si son declaradas en tierras palestinas, árabes y musulmanas, hacen la vista gorda.

El presidente palestino Mahmoud Abbas se doctoró en una universidad soviética en 1982 con una tesis que minimizaba el genocidio judío en Europa y refería al Holocausto como “una fantasía sionista, una fantástica mentira”.

Fue recién el año pasado, tres décadas después, que Abbas por vez primera intentó corregir sus afirmaciones históricas al admitir que el Holocausto fue “el crimen más atroz que se ha producido en contra de la humanidad en la era moderna”. Durante el proceso de paz, la negación del Holocausto fue vulgarmente promovida por el gobierno de Yasser Arafat.

Por dar sólo uno de muchísimos ejemplos: un crucigrama publicado en el diario oficial palestino Al Hayat al Jadeeda en el clímax del proceso de paz ofrecía este acertijo: “¿Centro para la eternalización del Holocausto y las mentiras?: Yad Vashem” (el Museo del Holocausto de Israel).

En Irán, tanto bajo la presidencia de Mahmoud Ahmadinejad, como la de Hassan Rohani, se llevaron a cabo certámenes de caricaturas negadoras del Holocausto; las invitaciones a participar se ofrecían en farsi e inglés y se prometían premios materiales para los ganadores.

Además de la negación de la Shoá, la difamación de los judíos es recurrente en la calle palestina, árabe e islámica. En su Carta de Alá, el documento fundacional del movimiento de resistencia islámico palestino, conocido como Hamas, se asegura que los judíos fueron responsables de crear las revoluciones francesa y bolchevique y se remite como verdad fáctica a la fábula antisemita, los Protocolos de los Sabios de Sión.

El propio Abbas proclamó en noviembre del año pasado -en un discurso que en los siguientes tres días fue emitido cerca de veinte veces en la televisión palestina- que él no permitiría que “nuestros lugares santos sean contaminados” por los israelíes que querían rezar en la Explanada del Templo, lugar sagrado para el judaísmo y el islam.

Y con demasiada frecuencia en el Medio Oriente, hay llamados a la aniquilación de Israel. Tiempo atrás, el líder de Hezbolá, Hassan Nasrallah, aseguró en relación a los judíos: “Si ellos se reúnen todos en Israel, nos ahorrarán la molestia de ir en pos de ellos en todo el mundo”.

Jibril Rajoub, titular de la Asociación de Fútbol Palestino y exjefe de la Seguridad Preventiva en Cisjordania, al protestar contra Israel aseguró en mayo del 2013: “Juro, que si tuviéramos una bomba nuclear, la hubiéramos utilizado esta misma mañana”.

Todo lo cual eleva unos simples interrogantes. ¿Por qué son castigados los judeófobos occidentales pero no los orientales? ¿Por qué, ante similares o peores exabruptos antijudíos se paga un precio en Occidente, pero no así en el Oriente? ¿Por qué para muchos occidentales la judeofobia es inadmisible en sus naciones, pero perfectamente tolerable en los países meso-orientales?

La imprudencia de Zapata y Vigalondo no fue haber tuiteado frases ofensivas contra los judíos, sino haberlas tuiteado en España.

Y aunque fue loable la reacción española, es desalentador saber que, de haber esos energúmenos insultado a los judíos en Nablus, Beirut o Teherán, a muy pocos les hubiera realmente importado.
 

 

*Julián Schvindlerman  es analista y escritor.

 

Fuente:paginasiete.bo

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Julián Schvindlerman: Analista político internacional, escritor y conferencista. Posee una licenciatura en administración de la Universidad de Buenos Aires y una Maestría en Ciencias Sociales de la Universidad Hebrea de Jerusalem. Es autor de los libros “Roma y Jerusalem: la política vaticana hacia el estado judío” y “Tierras por Paz, Tierras por Guerra”, así como de los ensayos “Introducción al Nuevo Antisemitismo” y “El Otro Eje del Mal: antinorteamericanismo, antiisraelismo y antisemitismo”. Es columnista del periódico Comunidades, de Radio Jai, de FM Identidad y de Radio Universidad de Belgrano. Es profesor invitado en la materia Tópicos de Política Mundial en la Universidad del Centro de Estudios Macroeconómicos de Argentina (UCEMA).