Cascotes de Palmira

GABRIEL ALBIAC

No estamos asistiendo a una guerra. Asistimos a la barbarie que identifica a una horda, esa variedad metódica de la jauría.

La fuerza evocatoria de los nombres es irrevocable. Aun cuando tantas veces se deba a impredecibles avatares. “Palmira” hace resonar en español el eco solemne de las grandes ruinas arrumbadas por el huracán de la historia. Es un azar, que debemos a las libertades que un gran traductor, el abate Marchena, se toma con el tan popular Volney, al verter su un tanto retórico francés en excelente castellano; y hacer, de Les Ruines ou Méditation sur les révolutions des empires, el más sobrio Las ruinas de Palmira, cuyo arranque leerán con pasión los primeros románticos como un metafísico alegato de melancolía: “¡Salve, ruinas solitarias, sepulcros sacrosantos, muros silenciosos…! ¡Cuando la tierra entera esclavizada enmudecía delante de los tiranos, vosotros proclamabais ya las verdades que detestan…! ¡Oh ruinas! ¡volveré a visitaros para tomar vuestras lecciones; me colocaré en la paz de vuestras soledades; y allí, alejado del espectáculo penoso de las pasiones, amaré a los hombres por mis gratas memorias!”

Volney ha escrito eso en 1791, cuando el sueño de la revolución ya amenazaba declinar hacia el delirio. Eran aquellos vertiginosos tiempos que Chateaubriand relata como los de los días en los cuales la más trivial despedida podía ser un adiós para siempre. Y, en Las ruinas, busca Volney el consuelo de que algo pueda sobrevivir siempre a la espiral de destrucción que todos los imperios, sin excepción, han vivido. Y es lo esencial: en cada reliquia, por maltratada que nos llegue, vivirá siempre un aliento sagrado: el de los hombres que, antes de perecer, arrebataron chispas de eternidad al tiempo. Y ni Volney ni Marchena –quienes hubieron, sin embargo, de vivir tiempos tan duros– podrían entender el horror sin nombre que arrasa a su Palmira ahora. A esa Palmira que ha sido minuciosamente minada por un Estado Islámico que, a modo de ejemplar escarmiento, ha procedido ya a reducir a cascotes sus primeros panteones. Con la estúpida complicidad mediática de quienes exhiben esa sórdida propaganda de muerte como un enfermo espectáculo.

La ruina no es el cascote. En la ruina, por mutilada que nos llegue, hay sentido. La ruina es “resto”, porque es sentido: marca de la ausencia de lo que buscamos. Con la misteriosa certeza de que en eso que falta se juega nuestra vida. Y eso es la arqueología: búsqueda de lo primordial, de aquello en lo cual fuimos hechos, milenios antes de que pudiéramos aun preguntárnoslo, nosotros. En las ruinas ha alzado la cultura europea un palacio de espejos fastuoso, a través de cuyas galerías el misterio y la verdad dialogan.  En el cascote, que los guerreros de Alá trituran, hay muerte. Y odio. Sólo. Y empecinado afán de borrar el pasado y la memoria.

Y, en ese negar el pasado, es la misma condición humana la trocada en basura. Cuando Volney, en el otoño de 1789, afronta los chispazos de guerra civil en Bretaña, sus enemigos le aparecen con una nobleza idéntica a la suya. Y su desaliento ante las mutuas bajas no es retórico. Cuando el Estado Islámico exhibe –y YouTube lo resuena–, en paralelo a la voladura de monumentos irrenunciables, las variedades de ejecución más inimaginablemente crueles, en un espectáculo de porno-tortura que ninguna libertad de expresión civilizada podría admitir y que sin embargo admitimos, no estamos asistiendo a una guerra. Asistimos a la barbarie que identifica a una horda, esa variedad metódica de la jauría.

Y nosotros, aquí, miramos y callamos. Y Palmira y sus gentes son borradas.

Fuente:abc.es

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